Los mimbres del cesto
por Juan del Carmelo
Todos sabemos que los tres pilares básicos para el desarrollo de la vida espiritual, son las tres virtudes básicas: la Fe, la Esperanza y la Caridad, entendida esta última virtud no como amor fraterno, sino como amor a Dios, del cual ha de derivarse el amor fraterno. Las tres virtudes crecen o decrecen, en el alma humana al unísono. No cabe ni tiene sentido, amar mucho a Dios -virtud de la Caridad- y no creer en su existencia –virtud de la Fe- o sin tener Fe esperar alcanzar una vida eterna, en la que no se cree que esta pueda existir. En la medida que vaya aumentando en un alma, su nivel de acercamiento a Dios, proporcionalmente irá aumentando la fortaleza de estas tres virtudes, en el alma de que se trate y viceversa, porque en la vida espiritual no se puede llegar a un punto determinado y permanecer fijo en él. Espiritualmente el alma de la persona que no avanza, esta siempre retrocediendo. Solo podemos ocuparnos aquí escuetamente y no con la extensión que el tema merece, de cada una de las tres virtudes, pero vamos a dar unas pinceladas sobre la menos tratada de estas tres virtudes; La Esperanza. (Ver glosa del 31-07-09 “Las virtudes teologales. La Esperanza”). A partir del parágrafo 1817 el Catecismo de la Iglesia católica este se ocupa de la Esperanza y nos dice que: “Es la virtud teologal por la que aspiramos al reino de los cielos, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo”. Y más adelante afirma que: “La virtud de la Esperanza corresponde al anhelo de felicidad, puesto por Dios en todo hombre”. El Espíritu Santo es el gran protagonista de nuestra esperanza. El nos asegura con sus mociones e inspiraciones: Que si existe la esperanza, es porque hay una realidad, de la misma forma que si hay huellas en la playa, es porque alguien ha pisado en ella. Si hay un deseo de inmortalidad, es porque que existe la inmortalidad. Si existe un deseo de felicidad eterna es porque existe el gozo de integrarse en la Luz trinitaria. Es evidente que no puede haber un desajuste tan total, entre nuestros deseos y su realización. Si todos hemos sido creados y creados por Alguien, nuestro Creador, y todos los que creemos sabemos quién fue nuestro Creador, no puede habernos creado marcándonos con la impronta de ese anhelo de inmortalidad y de felicidad eterna, que todos tenemos, para luego dejarnos en la estacada, esto carece de toda lógica. El cardenal Dannels escribe: “El ser humano está pues condenado a la esperanza. Esta es la estructura de la persona humana. O de lo contrario él o ella, tienen que resignarse a admitir que no son más que unos seres absurdos, un fracaso de la naturaleza. Es así como él y ella están construidos y lo saben perfectamente, antes incluso de que les interpele cualquier problemática religiosa”. Y para alcanzar esta meta que buscamos, y en la que ponemos nuestra Esperanza, hemos de cumplir con unos requisitos determinados, es como tener que fabricar un cesto con los mimbres que nos proporciona nuestro Creador. Los mimbres hay que trabajarlos y no son fáciles de domar para darle forma al cesto que tenemos que construir. De entrada ni siquiera, en algunos casos los mimbres son abundantes. El suministro de estos hay que buscarlo en las palabras del Creador a su paso por la tierra, y en la institución que dejó designada para administrar e interpretar sus palabras: La santa madre Iglesia, ya que así, como en muchos casos sus palabras son contundentes, en otros casos, nuestro hedonismo trata de interpretarlas a nuestra propia conveniencia. Y los mimbres de que disponemos para saber cómo será nuestra eterna felicidad, para tener una idea imaginativa de cómo será nuestra eterna felicidad, son más bien, escasos. Tenemos pocas noticias de cómo será el cielo. Es San Pablo el que dos distintas epístolas nos dan un poco de luz cuando en su primera carta le escribe a los Corintios: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni la mente del hombre, pudo imaginar, cuales cosas tiene Dios preparadas para los que le aman”. (1Co 2,9). Y en una segunda carta también a los corintios les dice: “¿Que hay que gloriarse?, aunque no trae ninguna utilidad; pues vendré a las visiones y revelaciones del Señor. Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años, si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe, fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre, en el cuerpo o fuera del cuerpo del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe, fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar”. (2Co 12,2). Para los judíos, el tercer cielo –empirío- es el cielo espiritual donde se encuentra Dios, situado sobre el cielo de la atmósfera, y el cielo de los astros. San Agustín decía: “Hasta que no veas el objeto de tu fe es necesaria la esperanza, para que no te desalientes y te desesperes”. La Esperanza hemos de alimentarla, hemos de pensar y si se quiere soñar, con lo que nos espera, imaginar lo que deseamos, aunque esto sea de orden material, pues la teología nos habla de un cielo esencial de carácter espiritual, cual es el goce de contemplar la Luz del rostro de Dios (Ver glosa del 19-06-09. “El camino hacia la Luz”), y también se nos habla de la existencia de un cielo accidental, que dará plenitud a nuestros deseos de orden material, deseos estos que ahora consideramos muy importantes, pero que creo que cuando estemos arriba, nos importarán un bledo. Otros de los beneficios que nos esperan, es el hecho de disponer de un cuerpo glorificado, que irradiará la claridad y belleza de un alma ya unida a Dios, y además con las propiedades propias de esta clase de cuerpos, a saber: claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza. Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
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