Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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V Domingo Cuaresma

por Al partir el pan

Jeremías 31,31-34; Hebreos 5,7-9; Juan 12,20-33

«El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna»

«Me sostiene Él que me ama con locura. Me alienta Él que conoce mis sufrimientos. Él mismo los ha sufrido. Me levanta cuando caigo y me dice que basta con vivir con Él, a su lado»

Las cosas a veces no salen como queremos. A veces sí. Tal vez nos empeñamos en que todo salga a nuestra medida. Cuando no es así, le echamos la culpa a los otros, a la mala suerte, a Dios. Queremos que la realidad se adapte a nosotros y no nosotros a ella. Eso es difícil que ocurra. Pero pensamos: ¿No ha de girar el mundo en torno a mí? Esta creencia limitante nos quita la paz tantas veces. Exclamamos con tristeza: «Están en deuda conmigo. Me deben algo. El mundo me debe algo. Dios me debe algo. Los demás me deben algo». Acabo pensando que yo estoy bien y los demás mal. O creo que los demás no son justos y no reconocen todo el valor de mi vida, de mis obras, de mis gestos. Hay personas que pasan toda su vida esperando a que el mundo los ponga en su lugar. Muchos no llegan a ese lugar soñado. Y aunque llegaran, a lo mejor ya no sería el que soñaban. Podemos perder la capacidad para reconocer nuestra debilidad y pobreza. Podemos quedarnos en la mala suerte y en la injusticia, quejándonos por la vida que nos toca vivir. Pero no acabamos de asumir nuestra culpa, nuestras torpezas y errores. Eso siempre me impresiona. Decía el Papa Francisco: «Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos». A lo mejor no salvamos a nadie. A lo mejor no es el sentido de nuestra vida salvar el mundo. Más bien el camino que Dios nos ofrece consiste en mostrar nuestra debilidad. Leía el otro día: «Hablar de la propia vulnerabilidad, mostrarla, es la única forma que consiente que los demás nos conozcan verdaderamente y, en consecuencia, que puedan querernos»[1]. Pero mostrarnos débiles es demasiado difícil. Es abrir la puerta a la crítica y al juicio, al desprecio y al abandono, a la soledad y al rechazo. No queremos ser débiles, no queremos parecer frágiles ni vulnerables. Por eso, en nuestro afán por ser fuertes, nos quebramos muchas veces. No podemos aceptar nuestras caídas, nuestra debilidad, nuestra torpeza. Por eso, como leía el otro día, «siempre pensamos que el problema está fuera: la culpa la tiene mi jefe, mi pareja, la situación económica del país. Atribuimos nuestra falta de fe a la mediocridad de los representantes religiosos; el mal funcionamiento de nuestro barrio o ciudad al egoísmo y charlatanería de los políticos; el fracaso de nuestro matrimonio a una tercera persona que se interpuso en nuestro camino»[2]. La culpa está fuera de mí. Si estuviera dentro no soportaría esa situación, no me soportaría a mí mismo. Fuera de mí la responsabilidad. Sin asumir que yo tengo algo que ver en que las cosas no funcionen. De esta forma es más fácil vivir. Buscamos siempre alguien de fuera, alguien que se haga cargo de mis fracasos y justifique mi mal. Yo sé cómo hacer las cosas. Si no resulta no es mi culpa. Nos creemos importantes y sabios. Pensamos que sabemos hacer ciertas cosas muy bien y no aceptamos correcciones, críticas, enmiendas, propuestas. No nos gustan los caminos que no hemos propuesto. Nos sentimos siempre evaluados. Como si alguien nos estuviera haciendo examen continuamente y probando nuestra capacidad.

Tal vez nos haga falta tener un corazón más puro. Hoy escuchamos: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso». Un corazón nuevo, renovado, puro, de Dios. Un corazón ingenuo, de niño. Un corazón vulnerable, pobre, menesteroso. El corazón de Jesús es un corazón puro. En Él no hay engaño. Hay nobleza. Hay una mirada pura que sabe ver la verdad de aquel a quien mira. Mi corazón no es así tantas veces. Ve lo que quiere ver. Se imagina cosas. Sospecha y juzga. No sabe descubrir la verdad y la bondad de los hombres. Tropieza en sus prejuicios, se queda en las palabras. Quisiera tener un corazón puro como el de Jesús. Quisiera ser un pobre de Dios, un pobre amado por Dios. Me gustaría tener un corazón pobre como el suyo, un corazón que se abandona en las manos de Dios. La palabra Anawin hace referencia a los pobres de Yahveh. En lengua aramea significa: «Hombre pobre, cuya única riqueza es tener a Dios. Que cree radicalmente en Él y, teniéndolo en su ser, le basta para sobrevivir». Son los pobres de Yahveh, es el pueblo escogido por Dios, su pueblo amado. Son los que se abandonan en las manos de un Dios Padre que los ama con locura. A ese pueblo pertenecían María y Jesús. Ellos eran pobres de corazón. Me gustaría tener un corazón pobre como el de los anawin, que vivían entregados a Dios por entero. Un corazón sin derechos ni pretensiones. ¡Qué lejos de eso me encuentro tantas veces! María es la pobre del Señor. Ella vivió sólo para Él. Dice Ignacio Larrañaga: «María toma la actitud típica de los Pobres de Dios: llena de paz, paciencia y dulzura, toma las palabras, se encierra en sí misma, y queda interiorizada, pensando: ¿Qué querrán decir estas palabras? ¿Cuál será la voluntad de Dios en todo esto?»[3]. María acoge la palabra de Dios vacía de sí misma, como una niña pobre. Ella es la hija pobre de Dios, la niña que sólo confía y espera. En la vida estamos llenos de tantas cosas. Somos demasiado ricos. Muchas cosas materiales nos atan. Dejamos de ser pobres porque nos apegamos a la vida, a los bienes, a las seguridades. Dejamos de ser pobres de espíritu, pobres de Dios, porque no confiamos. No tenemos la mirada de aquellos que nada poseen, que creen contra toda esperanza, que confían y sueñan aunque lo estén perdiendo todo. María se abandona en la anunciación y se vuelve a abandonar cada día caminando hacia el monte Calvario. Encuentra a Dios en el silencio de su corazón, vacía de ruidos y de miedos. Hace realidad la promesa de Dios a su pueblo: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo». María se hace propiedad completa de Dios, llena de gracias. Sólo Él será el guardián de su vida. En silencio abraza a Dios. Se desposa con aquel que ama su vida con locura. Todo es suyo.

No es fácil ser pobre de espíritu. Tenemos pretensiones y deseos. Somos demasiado ricos. Estamos demasiado llenos. Como aquel joven rico que no quería seguir a Jesús dejándolo todo. Quería seguirle, quería ser santo, pero no quería renunciar a nada. Tenemos muchos deseos nobles y buenos. Nos gustaría plasmar con nuestra vida la tierra que pisamos. Queremos dejar huella, echar raíces, sembrar esperanzas, construir hogares, levantar puentes y hacer las cosas dejando en ellas nuestra impronta. Es todo muy humano. Es todo muy de Dios. Porque Dios nos ha creado con ese deseo en el corazón. Con el deseo de alcanzar las cumbres más altas, con el deseo de dar la vida por amor a los que pone en nuestro camino. Así como el egoísmo nos pesa, la generosidad nos da alas. Dios nos ha elegido como su pueblo sabiendo nuestras fortalezas, conociendo nuestras debilidades. Somos sus anawin, somos sus pobres de espíritu. Tenemos la vocación de vaciarnos para volvernos a llenar de Él. Sólo de Él. Pero vaciarnos no es tan fácil. Merry del Val escribía unas letanías de la humildad que siempre me han conmovido: «Del deseo de ser alabado, honrado, aplaudido, preferido a otros, consultado, aceptado, líbrame Jesús. Del temor de ser humillado, despreciado, reprendido, calumniado, olvidado, puesto en ridículo, injuriado, juzgado con malicia, líbrame Jesús. Que otros sean más estimados que yo, que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse, que otros sean preferidos a mí en todo, dame la gracia de desearlo». Expresan el deseo de ser pobres y humildes. ¡Cuánto nos cuesta renunciar, pasar desapercibidos, ser invisibles para el mundo! No siempre que somos humillados crecemos en humildad. Es verdad que parece el camino más rápido. Pero a veces no lo es. Echamos la culpa a los que nos humillan, nos rebelamos con amargura por la injusticia, nos cerramos en nuestra coraza porque no queremos ser heridos, humillados, despreciados. Vivir la humillación como camino para crecer en humildad es una gracia, un don. Me gustaría vivir esta pobreza de espíritu, esa humildad que es un camino de vida. Me gustaría vivir desprendido de mis deseos y sueños, de mis aires de grandeza y expectativas. Estar dispuesto a perderlo todo por amor a Jesús, sólo por seguirle a Él. No se trata de ser pobre sin más. Quiero ser pobre de espíritu, pobre de Dios.

Pobre como Jesús. Pobre como María. Va más allá de poseer o no poseer cosas. No tiene que ver con desear o no desear ciertos sueños. El pobre de Dios vive consagrado por entero a Jesús, vive para Él, quiere vivir como Él. Sueña y desea, pero su prioridad es Jesús. Quiere tener sus sentimientos. Quiere que Jesús se haga carne en sus gestos de amor. Se ha desprendido de las ataduras de la vida. Ha dejado de lado sus miedos a perder. Ha entregado todo con un corazón sincero y libre que sueña con las estrellas. Sabe que su vida no le pertenece. ¿No me pertenece lo que hago y sueño? ¿No es mío lo que he conquistado con mi esfuerzo? Es difícil no pretender apropiarnos de la vida, de lo que Dios nos ha dado, de lo que nuestra entrega ha producido como fruto. El pobre de Dios es propiedad de Dios. Vive mirando al cielo, confiando en el amor de Dios en su vida. Sus obras son pasajeras. Puede perderlo todo, pero siempre le queda Dios, a quien sigue. Sabe que Dios ha inscrito su amor, su ley, en su corazón para siempre. Sabe que lleva su sello y no puede olvidarse del amor que lo ha creado. Sabe que ese amor es verdadero, y por eso todo lo demás pasa a un segundo plano. Estar dispuesto a entregarlo todo es el camino de santidad al que todos estamos llamados. Es el abandono en las manos de Dios. San José lo vivió cada día desde que el Señor lo llamó a acoger a María en su corazón. Se desprendió de sus propios deseos y se apegó a los de su Padre Dios. Aprendió a ser padre de la mano de María. Confió, lo entregó todo. Vivió la actitud que describe El P. Kentenich: «Desprenderme del yo quiere decir, por lo tanto, que tengo que esforzarme en trabajar con espíritu (alma) para desarrollar mi capacidad de entrega. El acto de conformidad o aceptación de la voluntad de Dios supone una vida de aceptación»[4]. Esa confianza ciega en el amor de Dios acompañó siempre a José. Aceptó la voluntad de su Padre. Se hizo dócil, pobre, hijo. Aprendió a obedecer. Siguió el camino marcado confiando siempre. Es la misma confianza que pedimos, esa confianza que nos libera de lo que nos ata cuando realmente nos hacemos pobres de Dios. Es la confianza de los niños, que en medio de la oscuridad, siguen caminando, aunque tengan miedos y dudas. Es la esperanza de los pobres que lo han perdido todo menos el amor incondicional de su Padre que siempre los sostiene, siempre los guía, siempre permanece fiel.

Cuando Dios es dueño de nuestra vida, todo cambia, nada tememos, nos dejamos amar. Pero no siempre es así. No dejamos que sea nuestro dueño. No queremos obedecerle y seguir sus caminos. Nos resistimos a hacer su voluntad. Hoy escuchamos: «Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer». Jesús se hizo pobre obedeciendo. Aprendió sufriendo a obedecer. Nos hacemos pobres cuando obedecemos su voluntad. Nos hacemos propiedad de Dios obedeciendo sus más leves deseos. ¿Qué desea Dios para mi vida? ¡Cuánto nos cuesta escuchar su voz y entender sus caminos! ¡Qué difícil comprender sus deseos! Él ha inscrito su ley en mi corazón para siempre y aún así me cuesta descifrar su contenido. Ha sellado una alianza nueva conmigo y quiero renovarla cada mañana. Le pertenezco por entero y para siempre. Me cuesta entenderlo tantas veces cuando persigo mis sueños sin contar con Él. Sigo haciendo mis caminos y obedeciendo mis propias leyes. Yo decido lo que quiero y no quiero. Lo que está bien y lo que está mal. No aprendo a ser frágil, quiero siempre ser fuerte. No me gusta ser pobre, necesitar ayuda. Siempre quiero ser rico y poderoso. No quiero despojarme de mis seguridades, de mi nombre, de mi fama, de mi lugar, de mi tierra. Me ato a la vida que poseo como don. No quiero renunciar al auxilio de los poderosos, de los que tienen, de los que influyen. No quiero perder mi prestigio, mis vínculos que me aseguran, mis raíces que me sostienen, mi aire que me permite respirar. No alcanzo a comprender lo que debe sentir el corazón cuando lo pierde todo y se ve ante ese abismo del abandono. Cuando no encuentra ya ningún seguro, cuando todo lo que le sostenía antes ha desaparecido. El pobre de Dios aprende vacío a confiar. Y en esa confianza encuentra la esperanza y la vida verdadera. Cuando me confronto solo conmigo mismo, con lo que soy, con mi verdad más honda. Allí donde nada me defiende de mí mismo. Allí donde soy pobre de verdad y todos me ven en mi pobreza. Allí donde escucho con más nitidez la voz de aquel que me manda, que me ama y me pide que le siga. Allí donde hay silencio y soledad. Sólo allí logro entender que ser pobre de Dios es mi único camino. El otro día leía una oración que habla de esa pobreza: «Déjame mirarte en mi camino. Cuando pienso que soy yo el que escribe mi historia, cuando creo que mi vida es digna de alabanza. Déjame mirarte pobre, crucificado, herido. Déjame verte indefenso, sin belleza, sin poder. Déjame mirar la humillación de tu corona. La pobreza de tus clavos. Déjame mirarte solo, sin amigos, abandonado, desterrado. Déjame oler tu pobreza. Sentir la crueldad de tu sangre. Déjame ser parte de tu vida y de tu muerte. Déjame vaciarme de mis miedos. Enterrar mis pretensiones. Déjame sentir tus deseos, abrazar tus sueños. Déjame soltar mis cadenas. Quiero ser pobre. Quiero vaciarme para llenarme de ti. Quiero renunciar a mis derechos. Nada es mío. Sólo estoy aquí. Sólo sigo. Nada más quiero. Sólo tenerte a mi lado y caminar seguro. Sólo abrazar tus heridas y escuchar tu latido. Déjame ser pobre para poder tenerte. Déjame vivir tu sueño para amanecer en tu vida. Gracias, Jesús, por enseñarme el camino». Es la pobreza que deseo. Sólo poseer a Aquel que marca mi camino. Sin derechos, sin bienes, vacío, solo, humillado, abandonado. Cuando el corazón desea lo contrario y se resiste a perder lo que posee. ¡Qué difícil seguir a Jesús crucificado!

Me gustaría que Jesús viniera para acabar con toda la pobreza de este mundo. A nadie le gusta la pobreza. Nadie elige ser pobre. Pero es verdad que uno puede hacerse pobre para seguir a Jesús, para ser como Él, por amor. A Jesús no le gusta la pobreza llena de amargura, el dolor de la pérdida, el sufrimiento por el sufrimiento mismo. Jesús mismo hubiera querido devolver la dignidad a todos los que la habían perdido. Hubiera querido abolir el hambre y la miseria. Me conmueve un texto que habla de Jesús que viene a liberarnos: «Marcha directamente a Galilea. Lleva fuego en su corazón. Necesita anunciar a aquellas pobres gentes una noticia que le quema por dentro: Dios viene ya a liberar a su pueblo de tanto sufrimiento y opresión»[5]. Dios viene a liberar a sus pobres del dolor. Dios nos trae la esperanza en medio de las dificultades del camino. Jesús anuncia a un Dios que nos ama con locura. Un Dios que ha sellado una alianza nueva con su pueblo para siempre. Es impotente frente a la libertad del corazón humano que comete tantas injusticias y atropellos. No logra acabar con tanto llanto del corazón que sufre. No puede abolir la cruz para siempre. Pero nos hace ver que se ha hecho hombre como nosotros, pobre como nosotros, sufridor como nosotros. Ha padecido nuestras mismas afrentas. Ha vivido las mismas injusticias, robos y agresiones. Ha sido humillado como nosotros. Ha sentido el dolor del desprecio, del odio, de la indiferencia. Ha aprendido sufriendo a obedecer. Ha besado el madero de la cruz subiendo al Calvario. Ha sentido el dolor de la corona de espinas en su cabeza. Ha notado el desprecio de los que le escupían. Como queriendo vivir en una vida todo el dolor del hombre en tantas vidas, durante tantos siglos. Ha cargado con tanto odio que cae tres veces bajo el peso del madero. Ha sentido los ultrajes y el veneno de tantos corazones emponzoñados que sólo querían venganza. No ha acabado con todo el mal del mundo. ¿No ha podido? Ha respetado la libertad de sus hijos. Pero ha sembrado en el corazón del hombre la semilla de un amor que vence el odio. Esa semilla pequeña que crece por encima de los hombres. La semilla de una esperanza que nunca va a morir por más dolorosos que sean los clavos sobre el madero. Esa semilla que no va a secarse, sino que va a dar fruto de eternidad. Jesús ha besado su cruz. Jesús ha dado su vida por amor. Su semilla es la sangre derramada que nos salva. Y me invita a mí besar mi cruz. A cargar con mi madero. A sostener el dolor que vence mis fuerzas. Me sostiene Él que me ama con locura. Me alienta Él que conoce mis sufrimientos, porque Él mismo los ha sufrido. Me levanta cuando caigo y me dice que basta con vivir con Él, a su lado, cada día.

Hoy unos griegos quieren ver a Jesús: «Señor, quisiéramos ver a Jesús». Quieren conocerlo, estar cerca. Casi como si fuera alguien famoso al que uno se acerca a pedirle un autógrafo. Quieren reconocer a aquel del que tanto hablan. A lo mejor desean ver milagros, grandes obras, signos prodigiosos. Es el deseo del corazón ver algo grande. Deseamos ver a Dios en lo extraordinario, allí donde no hay duda de su poder. Tal vez muchos hubieran querido una resurrección así, poderosa, que acabara con las dudas. La duda nos quita la paz. No queremos dudar. Por eso deseamos ver su rostro, sus manos actuando cerca de las mías, pero de forma prodigiosa. Queremos sentir su abrazo y escuchar su voz en el oído, verlo cara a cara y no temer. No nos basta que nos hablen de Él, que nos cuenten sus obras y milagros. No nos basta el poderoso silencio en nuestra oración. Queremos verlo actuando, sirviendo, viviendo. Queremos ver su rostro para creer con más fuerza. Porque pensamos que así nuestra fe será tan fuerte como para mover montañas. El deseo de ver a Jesús lo han tenido muchos hombres a lo largo de la historia. Muchos se quedaron sin verlo. Otros lo vieron, pero su vida no cambió en absoluto, o sólo por un tiempo. Muchos hombres vieron a Jesús cuando recorría los caminos de Galilea y no creyeron. Muchos le vieron hacer milagros. Escucharon su voz poderosa. Pero no fue suficiente. Luego lo vieron morir como un malhechor en un madero, solo, indefenso. Y dudaron. No hubo milagro final. No hubo salvación posible. Regresaron tristes a sus casas. No creyeron. Es verdad que después muchos otros creyeron sin ver. Pero aquellos que habían visto tanto, no siempre creyeron. No basta con ver. Hoy también queremos ver cosas sorprendentes. Queremos ver a Jesús actuando en medio de un mundo que no cree. Un mundo pagano en el que Dios no cuenta, no sirve, no existe. En este mundo Dios actúa, hace milagros, cura, sana, levanta, mueve. Pero no lo ven los ojos. No quieren ver. ¿Hace falta ver para poder seguir? No lo sé. No estoy tan seguro. A veces creemos que si vemos cosas sorprendentes no dudaremos nunca de nuevo. Pero no es cierto. Vemos cosas maravillosas y volvemos a dudar. Surge la duda en el corazón. Nos preguntamos si fue cierto. Temblamos cuando todo se oscurece. El vago recuerdo de lo que hemos visto no nos sostiene. No, no nos basta con haber visto. ¡Vemos tantas cosas todos los días! Y luego las olvidamos. El P. Kentenich decía: «Todos los santos han comenzado a aspirar de manera verdaderamente heroica a la santidad cuando se convencieron de que eran objeto del amor personal de Dios»[6]. ¿No les bastó con ver? No. Fue necesario saberse amados. Sentir el abrazo de Dios. Reconocer su amor concreto, personal, puro, poderoso. Ver su mano sosteniendo su camino. Descubrir a Jesús señalando la ruta. En realidad no basta con ver. Ver no nos garantiza la fuerza para cambiar de vida. Para seguir a Jesús no nos basta la mirada. Y es que el hombre no sabe mirar. No sabe ver detrás de la apariencia. Se queda en los fuegos artificiales, en lo que llama la atención. Y luego todo se olvida. Jesús enseñó a los suyos a mirar de forma diferente. El otro día leía: «Jesús tuvo que enseñarles a captarla presencia salvadora de Dios de otra manera, y comenzó sugiriendo que la vida es más que lo que se ve. Mientras nosotros vamos viviendo de manera distraída lo aparente de la vida, algo misterioso está sucediendo en el interior de la existencia»[7]. No basta con ver a Jesús. Hay que mirar más hondo en la vida. Profundizar en el corazón. Vencer las apariencias. Podemos ir más allá de lo que los ojos ven. Mirar en lo más hondo. Mirar lo que de verdad importa. Si miramos así aprenderemos a ver a Jesús oculto muchas veces. Oculto en la carne frágil, herida. Oculto en la vida que no se deja ver.

No basta con verle, es necesario seguir a Jesús para que nos cambie la vida. Así comienza toda vocación, todo camino. Esta semana hemos pedido por las vocaciones sacerdotales. En el día de S. José se pide por todos los que han descubierto que su vida consiste en vivir pisando las huellas de Jesús. A imagen de San José pedimos por todos los sacerdotes para que sean como este santo oculto, enamorado de María, apasionado por su Hijo. Ese hombre fiel y silencioso. Humilde y grande. Él se convierte en modelo y camino. A veces no es sencillo vivir como vivió Jesús. Pedimos la intercesión de aquel que fue padre de Jesús en esta tierra. En este domingo podemos lamentarnos de que haya pocos sacerdotes. O preocuparnos porque los sacerdotes no sean tan santos como quisiéramos. Podemos quedarnos en los lamentos y no soñar más alto. Cuando uno se decide a seguir a Jesús, como hicieron los discípulos en Galilea, se decide a pasar la vida con Él, a su lado, caminando por los caminos de la vida. Pero a veces todo se complica y podemos perder el fuego del primer amor de la vocación. Podemos conformarnos o colocar nuestro yo en primer plano. Entonces Jesús queda a un lado. Y nosotros en el frente. Decía el P. Kentenich respecto a este tipo de sacerdotes: «Es el sacerdote de plata, que trabaja heroicamente, pero en el fondo sigue siendo humano, por motivos que buscan su yo. Quisiera hacer algo, entregar todo su fuerza vital en virtud de una cierta entrega total, pero en lo más profundo es una entrega total a la propia estimación, una entrega total a sí mismo. Francisco de Sales lo denomina gallina, un ave que vuela pero no se eleva»[8]. Cuando un joven se decide por seguir el camino del sacerdocio aspira a volar y a elevarse muy alto. Aspira a lo máximo y no quiere conformarse con una vida cómoda. Todos, sea en la vocación que sea, corremos el riesgo de acomodarnos, de vivir una vida mediocre, como las gallinas. Conformarnos con mirar el suelo y alzar la mirada al cielo de vez en cuando soñando. Pensamos que hacemos todo por amor a los demás, sin darnos cuenta de cuánto nos estamos buscando. Queremos soñar con lo más alto y no conformarnos. Aspiramos a un sacerdocio de oro: El sacerdote de oro es el águila. Vive el espíritu de la segunda conversión: «Entrega total de los sentidos, entrega total del entendimiento, entrega total del corazón, entrega total de la voluntad»[9]. Es la vocación a la entrega total. ¡Cuántas cosas en mi alma aún no le pertenecen a Dios! Me busco y no le busco a Él. Me gustan las palabras de Eloy Sánchez Rosillo que describen la plenitud que sueño con vivir cada día: «Alguna vez alcanzan tus manos el milagro; en medio de los días indistintos, tu indigencia, de pronto, toca un fulgor que vale más que el oro puro: con plenitud respira tu pecho el raro don de la felicidad. Y bien quisieras que nunca se apagara la intensidad que vives. Después, cuando parece que todo se ha cumplido, te entregas, cabizbajo, a la añoranza del breve resplandor maravilloso que hizo hermosa tu vida y sortilegio el mundo». A veces podemos vivir en pequeños sorbos el oro de una vida que ama, que merece la pena, que vale. Una vida en la que Dios es el dueño. Pero puede ser que ese momento pase rápido y lo olvidemos. Queremos vivir esa luz todos los días de nuestro camino. Es la vocación de todo cristiano, la vocación de todo hijo. Queremos tocar el fulgor de una vida plena. Aspirar a que el amor que enciende nuestra vida nunca se apague entre los dedos. Queremos aprehender la belleza que se manifiesta en nuestra vida cuando decimos que sí cada mañana.

Es la vocación a la que todos estamos llamados. No a ver a Dios. Sí a seguir sus huellas. Queremos seguir su camino como nos dice hoy Jesús: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté Yo, allí también estará mi servidor». El grano de trigo que no muere no da fruto. Siempre nos cuesta entender que tengamos que morir para dar vida. Es la paradoja del cristiano. Enterrarnos para ser fecundos. Miramos a San José. En él brilla la luz de Dios. Él, como ningún otro santo, enterró su semilla. Dejó morir su ego. Apagó sus pretensiones. Hizo suyo el querer de Dios. Y pasó su vida amando, haciendo el bien. A veces pensamos que la vida cristiana consiste en no pecar. Como si nos bastara con permanecer al borde da la línea que divide el bien y el mal. Con un miedo terrible a pecar, a caer. Jesús pasó haciendo el bien. Y todos los que le siguen pasan haciendo el bien. No evitando el mal. Sino haciendo el bien. El que hace el bien construye el Reino. Siembra una semilla de esperanza. Construye un hogar donde Dios resplandece. Los discípulos siguieron a Jesús haciendo el bien. Y fue posible porque vivieron cerca de su luz, de su amor. Estamos llamados a vivir con Él. Jesús nos dice hoy: «Todos me conocerán». En nuestras obras, en nuestros gestos, lo conocerán a Él. Su amor hasta dar la vida nos mueve a nosotros a dar la vida con Él. Ver a Jesús es seguirle y arriesgar la vida a su lado. La vocación del cristiano es a estar con Él. Y estando a su lado, pasamos haciendo el bien. La vocación sacerdotal nos llama a dejarlo todo para seguirle a Él. Renunciar a mi propio yo por vivir en Él. Por eso no es suficiente con verlo. No basta para querer dar la vida a su lado. Es necesario dar un paso más y seguir sus pasos. Es necesario vivir como Él, servir como Él, amar como Él. Y seguirle siempre hasta el final. Aunque surjan los miedos y las dudas. Él no nos deja, no nos abandona nunca. No se desentiende de nuestras preocupaciones. No es indiferente ante nuestro dolor. Nos atrae hacia Él en medio de la oscuridad. Estar con Él es el sentido de nuestro camino. Pero a veces nos amamos demasiado. No queremos perdernos ni perder lo que amamos. Amamos nuestra vida y no queremos entregarla. Nos dedicamos a mirar de lejos. Como tantos que vieron a Jesús actuar y no se acercaron. Como aquellos griegos que sólo querían ver a Jesús, no seguir sus pasos. Nos da miedo comprometernos. Perder una libertad que luego entregamos a cualquiera que pasa a nuestro lado. Tememos que nos exijan demasiado y nos abruma vivir solos sin tocar a Dios. Una persona rezaba: «Quiero seguirte no siendo nada, Señor. Enséñamelo siempre, aunque me duela que me olviden, o que no me tengan en cuenta, como tantas veces deseo. Te pido ese dolor para tomar conciencia de mi pequeñez, una pequeñez tan real que sólo Tú conoces. Sólo entonces sabré que estoy lista para quererte y seguir tus pasos». Hoy queremos seguir a Jesús. Hoy queremos amarle en lo profundo de nuestro corazón. Queremos desprendernos de lo que nos ata. De lo que nos impide abandonar todo lo que poseemos. No queremos ser como el joven rico que temía perderlo todo y no dio el paso de seguirle. Queremos ser como San José que siempre estuvo pronto para servir, para seguir el plan de Dios sin miedo, con toda su vida. Queremos tocar su amor para poder seguir sus pasos, para poder estar con Él y encontrar el sentido de nuestra vida. Seguir a Jesús no consiste en hacer muchas cosas, sino en estar con Él, enterrando la semilla cada día. Amando, siendo amados.



[1] Pablo D´Ors, Biografía del silencio

[2] Pablo D´Ors, Biografía del silencio

[3] Ignacio Larrañaga, El silencio de María

[4] J. Kentenich, Hacia la cima

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[6] J. Kentenich, Madison 1952

[7] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[8] J. Kentenich, Terciado 1952

[9] J. Kentenich, Terciado 1952

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