IV Domingo Cuaresma
por Al partir el pan
2 Crónicas 36, 14-16. 19-23; Efesios 2, 4-10; Juan 3, 14-21
«La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz»
«Es necesario confiar en alguien que le dé sentido a toda la vida. No queremos vivir esperando a que cambien las circunstancias para ser felices. La cruz y el dolor forman parte de nuestro camino»
Nos acercamos a la Pascua. Nos alegramos por lo que ha de venir. El domingo «Laetare» nos habla de la felicidad verdadera. En el Adviento y en la Cuaresma siempre hay un domingo para alegrarnos. Para no estar tristes. Para sonreír. Para ser felices. ¿Qué nos hace felices cada día? ¿Cuáles son los motivos que tenemos para sonreír? Decía Raúl del Pozo: «La felicidad para Gary Cooper era tener trabajo durante el día y sueño durante la noche. La felicidad parece que está basada en la falta de envidia y la renuncia a la vanidad, al ansia de poder y a la revancha». La felicidad se construye a veces sobre cosas sencillas. Sobre una vida en la que haya paz. Todos queremos ser felices. Pero a veces pretendemos lograrlo a costa de otros. Deseamos ser felices de la forma equivocada. María Luisa Erhardt comenta que a veces buscamos la felicidad en el matrimonio de forma inmadura: «Hay un anhelo por encontrar la felicidad junto a la otra persona, esperando que el tú solucione mis carencias, y no nos damos cuenta de que este planteamiento de felicidad es inmaduro, superficial, epidérmico, no hay un compromiso maduro y real con el tú». Muchas veces queremos ser felices. No nos oponemos a que el otro también lo sea, claro. Pero lo importante es serlo nosotros. Y cuando no lo somos, cuando el otro se convierte en obstáculo para mi felicidad, cuando el amar a otro puede enturbiar mi camino feliz, entonces decidimos dar prioridad a mi felicidad, no a la de los otros. No hay entonces un amor maduro. No sabemos amar bien. No hay una sana búsqueda de la felicidad. ¿En qué consiste la verdadera felicidad? ¿Consiste en realizar todos mis sueños? ¿En lograr todas las metas que me propongo? ¿La felicidad la construyo yo o me viene dada por los azares de la vida? Creo que es necesario ahondar, conocernos más, descubrir nuestras fuerzas y debilidades. Saber lo que me hace feliz, encontrar la forma de amar con madurez, sabiamente. Descubrir cómo es ese corazón nuestro tan herido, a veces tan confuso, inquieto, soñador, buscador de verdades. La felicidad pasa por tener el corazón algo ordenado y claras nuestras prioridades. Saber lo que queremos y lo que no queremos. Pasa por poner mi vida en manos de Aquel que le da sentido a mis sueños. En un seminario le preguntaron a una mujer casada: « ¿Te hace feliz tu esposo? Ella respondió: -No, no me hace feliz. ¡Yo soy feliz! El que yo sea feliz o no, no depende de él, sino de mí. Yo soy la única persona de quien depende mi felicidad. Yo determino ser feliz en cada situación y en cada momento de mi vida. Si mi felicidad dependiera de alguna persona, cosa o circunstancia, yo tendría serios problemas. Todo lo que existe en esta vida cambia continuamente. En mi vida he aprendido algo: Decido ser feliz». Pretender que los otros me hagan feliz suele terminar en frustración. Le exijo al otro lo que no puede darme muchas veces. Queremos que los demás colmen nuestros deseos y den satisfacción a nuestras necesidades. Colgamos de su cuello expectativas que se ven frustradas con el tiempo. Pretendemos que su vida se amolde a mis sueños. Exigimos que nos amen como nosotros queremos, de la forma que nos gusta, a nuestra manera. La felicidad no puede depender de tener todo bien ordenado a nuestro alrededor. Ser feliz es posible en medio de circunstancias adversas. En esos momentos elijo ser feliz. Decido que lo que me rodea no va a quitarme la paz. Es verdad que para lograrlo no basta con un ejercicio de voluntad. Es necesario confiar en alguien que le dé sentido a toda nuestra vida. No queremos vivir esperando a que cambien las circunstancias para ser felices. La cruz y el dolor forman parte del camino. Elegimos vivirlo con la confianza de los niños que se abrazan a su padre en el dolor. Miramos a Cristo, confiamos.
La felicidad se logra cuando no se persigue obsesivamente, cuando dejo de estar yo en el centro pretendiendo que el mundo gire en torno a mí. La felicidad es el aroma que desprende nuestra vida cuando estamos construyendo un gran sueño aunque cada día, en nuestro trabajo pequeño, parezca que sólo estamos poniendo pequeñas piedras insignificantes, sin valor. La felicidad se hace fuerte desde la libertad, cuando asumimos libremente compromisos que nos permiten crecer. Porque es más feliz el que opta, el que elige, el que se compromete con la vida. ¡Qué importante educar el corazón para la vida, para la generosidad, para la entrega! El que guarda pierde. El que da sale ganando. ¡Qué importante quitar el yo del primer plano y colocar el tú en el centro! Dejar de pensar en nuestros deseos y tratar de amar con libertad a los que Dios nos regala para recorrer el camino. Servir y no desear continuamente ser servidos. Feliz el que ve a Dios en su vida, y lo ve como un Padre que cuida su camino. Feliz el que se convierte en pacificador, siembra unidad, construye desde la renuncia. Feliz el que busca dar la vida sin esperar nada a cambio, sin pretender que los demás aplaudan su gesto. Feliz el que vive su vida mirando a Jesús, su rostro, siguiendo sus pasos, amando como Él nos ama. Feliz el que no lleva cuenta del mal que recibe ni del bien que hace. Aquel que no sabe contar. Jesús tampoco sabía. Feliz el que no envidia lo que no tiene y no se empeña en lograr lo que es imposible. Feliz el que acepta con una sonrisa la cruz que carga, la besa y la cruz le bendice en el camino. Feliz el que sostiene al que sufre en su dolor, alegra al que está triste, y da su vida para salvar a muchos. Feliz el que mira con pureza la vida de los otros, no la juzga, no la condena, no la critica en su corazón. Feliz el que se alegra con todo lo que tiene, no espera más de lo que puede y no desea lo que no le conviene. Feliz el que sabe amar como Jesús ama. Sin límites, hasta el extremo. El que se abraza a su Padre cada mañana y sonríe. Feliz el que se levanta cuando cae y no se justifica, no echa la culpa a Dios o a las circunstancias, no recrimina a los demás la falta de preocupación por su vida. Feliz el que abraza sin esperar ser abrazado. El que sonríe sin esperar sonrisas. El que sana sin querer ser sanado. Aquel que escucha cuando quiere hablar. Y habla cuando prefiere el silencio. Feliz el que sonríe en medio de la tormenta. Y no deja de caminar aunque pese el cansancio. Feliz el que ensalza a los que le rodean. Ama con un amor que enaltece. Y ve a Cristo oculto en tantos rostros. Feliz el que descubre el sentido de su vida. Lo que tiene que hacer para ser más hombre. El que entrega su renuncia con humildad, sin creerse importante. Feliz el que no sueña con cargos ni con títulos. El que no busca su fama en todo lo que hace. Feliz el que pierde sin temer el vacío. El que no retiene el amor que le ofrecen. El que no encadena a los que lo han amado. Feliz el que sabe renunciar a sus sueños. Por amor, por obediencia. El que acoge con una sonrisa el dolor de la ausencia. Y sabe echar raíces allí donde se encuentra. Feliz el que más ama, al que más le perdonan. Feliz el que sonríe, espera y confía.
¡Cuántas veces en la vida tenemos experiencias que no entendemos y que de repente, un día, en el camino, se llenan de luz y encajan! Comprendemos entonces que aquel momento difícil, o aquella persona a la que no dimos tanta importancia, fueron fundamentales para que yo pudiera seguir caminando y crecer. Nos gusta entenderlo todo en el momento, comprender todos los quiebres y rupturas. Nos gustaría saber el sentido de todo el camino y descubrir siempre la mano que nos guía. Por eso, a veces, de repente, hay momentos en que vemos la vida en su conjunto, como la ve Dios. Y vemos también cómo Dios nos ha ido conduciendo. Mirando hacia atrás parecen cobrar sentido muchas cosas. Es más fácil ver las cosas como las ve Dios, en Él tienen sentido. Decía el P. Kentenich: «Mi vida es una alfombra vista por el revés. ¡Cuántos hilos enmarañados! Mi tarea consiste en ver la alfombra por el derecho. Veo la alfombra por el derecho, ¿y qué veo entonces? Que aun cuando por el revés hay tantos hilos enmarañados, ¡cuánta armonía hay por el otro lado, por el derecho!»[1]. Con su mano de amor me va guiando. Tal vez no lo veo en el momento concreto de oscuridad que atravieso, cuando no resulta nada claro. En ese momento yo no sé bien lo que quiere Dios, ni casi lo que yo quiero. No entiendo su plan, no percibo su amor. Vemos los hilos enmarañados y nos rebelamos contra la vida. No queremos vivir sin luz. No queremos la turbación y la tristeza. Queremos ser felices siempre. La vida para nosotros muchas veces es una sucesión de días. Algunos grises, otros soleados. Unos tristes, otros alegres. Pero para Dios, siempre es un mismo camino, el camino de nuestra felicidad. Dios nos regala momentos en los que anclarnos, momentos que se hacen roca para sostener toda una vida. Como Nicodemo, un fariseo, que una noche encontró luz hablando con Jesús. Esa noche, en el abrazo de Jesús, se sintió amado y seguramente comprendió muchas cosas. A nosotros Dios nos regala momentos como esos. Es verdad que nos gustaría percibir siempre su amor, todo su cariño y protección en nuestra vida. Pero no siempre sucede. Me gusta decir en los bautizos que, en ese momento, Dios abraza en silencio a ese niño. Nos olvidamos, pero Dios me bendice siendo niño, para que no me olvide nunca de su sello de amor. Graba su amor en mi alma para siempre. Le pertenezco para toda la eternidad. Luego la vida nos turba, es verdad, y los caminos se enredan, hilos enmarañados. Olvidamos su amor. Ya no recordamos su abrazo, ni su mirada, ni su sonrisa. Ya sólo nos queda el gusto amargo de la derrota. El sabor agrio de la pérdida. En medio de la vida dejamos de tocar su amor cercano. Sí, en esos momentos a lo mejor no nos basta con saber que un día Dios me bendijo siendo niño. Pero es verdad. Fui consagrado como hijo para siempre. Aunque yo me olvide, Él nunca se olvida. Pese a todo no dejo de ver cada día lo difícil que es para el hombre de hoy percibir el amor de Dios en su vida. Decía el P. Kentenich: «Estar convencidos de que me quiere a mí, y que yo puedo ser algo para Él. Suena cómico que yo pueda ser algo para Él. Pero es que nuestra despersonalización ha prosperado tanto. Sí, decimos que eso es humildad. ¡Eso no es humildad! ¿Yo debo ser algo para Dios? Sí, claro que puedo ser algo para Dios, pues me ha creado como un ser libre. Él quiere mi colaboración. Él quiere mi cooperación; yo puedo ser algo para Él. Si lográramos convencer más a nuestro pueblo, allí donde trabajamos, de que ellos son objeto del amor de Dios, todo lo noble se despertaría en ellos. Pero generalmente no lo logramos»[2]. Es difícil sabernos amados por Dios en lo más hondo. Convencer a alguien del amor que Dios le tiene. Es verdad que el amor humano nos ayuda a tocar el amor de Dios. El amor de nuestros padres nos habla del amor de Dios. Cuando ese amor humano es débil en nuestra vida, ¡qué difícil es llegar a tocar el amor de Dios! Los momentos en los que nos hemos sabido amados por alguien, por personas concretas, por el mismo Dios, son momentos de luz. Una intensa luz que nos hace ver cuánto valemos para Dios. Son momentos en los que nada más importa porque poseemos lo más importante. No importa ya nada mi pecado, ni mi pasado, ni mi futuro. Sólo importa ese amor de Dios que me desborda. Momentos en los que valgo no por lo que he hecho, ni siquiera por lo que soy, sino que soy amado sin tener en cuenta mis merecimientos. El amor no se merece nunca. Soy amado de forma gratuita y única. Son esos momentos en los que todo encaja y la luz vence la oscuridad. Me gustaría tener más luz en mi vida. Más momentos gratuitos, donde no tenga que demostrar nada y pueda ser yo mismo. Quiero más momentos de sol y menos oscuridad. Más amor de Dios y de los hombres.
Nicodemo va hoy a buscar a Jesús por la noche y encuentra la luz: «Fue de noche a visitar a Jesús». Es fariseo. Va de noche, por miedo a los judíos. Siempre me conmueve esa búsqueda a oscuras de Nicodemo. Quizás en su alma ha visto la verdad que hay en Jesús y quiere más. Me gusta Nicodemo. Tiene mucho que perder y, aunque no lo sabe, mucho que ganar. Puede perder su prestigio, su fama, su puesto, el reconocimiento público y la posibilidad de hacer también mucho bien. Pero es un hombre necesitado, como todos los somos. Me gusta mirar a Jesús hablando con él. Jesús habla con pecadores y publicanos, con prostitutas y romanos. Cualquier hombre tiene cabida en su corazón. Hoy Jesús ve al hombre, no al fariseo. Nicodemo será su amigo. Hoy va de noche pero a lo largo de su vida se irá enamorando de Jesús hasta ser capaz de un gesto que me admira. Lo defendió en el Sanedrín la noche del jueves santo. Lo defendió en esa hora de la verdad. Seguramente, no lo sabemos, perdió todo aquel día. Pero hoy, un tiempo antes, aprovechando la oscuridad, se acerca a Jesús para preguntarle, para saber más. Quizás le llamó la atención su forma de curar. Esa forma sencilla, personal, compasiva. O cómo hablaba de Dios, de su misericordia y bondad. El Dios de la vida, que perdona y espera, que busca y lo da todo, que sale al encuentro del hombre cuando se pierde. Como fariseo, toda su vida había leído y hablado sobre Dios. Pero nunca alguien le había hablado de esa forma. Creo que Nicodemo es uno de aquellos a los que Jesús cambió la vida. Desde esa noche en que hablaron hubo más luz en su vida, se supo amado. En la pasión defendió a Jesús cuando sus mismos amigos huyeron. Se atrevió a enfrentarse, primero al Sanedrín y después a los romanos pidiendo su cuerpo. Se expuso públicamente. Fue un hombre íntegro. Jesús le reconoce. Mira en su interior. Ese fariseo tiene un nombre, Nicodemo. Lo ama. Lo admira por ser valiente. Por tener criterio propio y personalidad. Por responder a la búsqueda honda de su corazón. Por hacerse preguntas sin aceptar a ciegas lo recibido por otros. Jesús rompe esquemas. Sobre todo a los que tenían esquemas muy rígidos. Toda una vida sostenida en normas. Y ahora llegaba este hombre con palabras nuevas. Nicodemo no se cerró. Fue hacia Él. Las palabras de Jesús las guardó dentro como un tesoro. Fue una noche llena de luz. Se hizo niño ese hombre que parecía que lo sabía todo. Jesús le acaba de decir que tiene que volver a nacer. Volver a empezar. Él está dispuesto. Jesús lo recibe. Lo acoge. Y le habla de cosas que Nicodemo reconoce. Siempre hace así, se adapta al otro. A la gente sencilla le habla en imágenes cotidianas del campo y la pesca. A Nicodemo le habla de las escrituras, de lo que conoce, de lo que le es familiar. Ojalá yo supiese hablar el lenguaje del corazón del otro. Sin imponer mis ideas y formas. Escuchando lo que está vivo en los demás. Jesús me enseña a acoger a cualquiera, sea del grupo que sea, piense como piense. Me enseña a dar confianza al hombre por lo que es, mirando la verdad de su vida. Y a acoger lo que le preocupa, lo que le importa. Jesús leía el alma. Esa noche, leyó el alma de Nicodemo. Y Nicodemo se enamoró de Jesús. Lo dicen sus obras. Fue fiel hasta el momento de la cruz.
Este domingo se nos habla de la luz y de la esperanza: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». Juan 3, 14-21. La luz vino para iluminar nuestro camino, para vencer en medio de la tiniebla de nuestra vida. Para que no caminemos sin ver. Somos ciegos, en realidad, pero podemos ver gracias a la luz de Dios en nuestro camino. A veces nos acostumbramos a la oscuridad de nuestro pecado, de nuestro egoísmo, y seguimos caminando sin turbarnos. Pero no vivimos plenamente. A veces me pregunto, ¿hay más luz que oscuridad en mi alma? Vivir en la luz consiste en dejar que Dios y los hombres nos vean como somos. En dejar que yo mismo me vea tal como soy. A veces nos da miedo la luz que me muestra quién soy de verdad, en lo más profundo. Una luz que me deja navegar hasta lo más profundo de mi alma. Allí donde el corazón no tiene el orden perfecto, ni la armonía soñada. Allí donde no puedo esconderme de mis pasiones y mis miedos. Allí donde brilla mi verdad, sin tapujos ni máscaras. Allí donde no quiero que nadie mire, porque ni yo mismo me atrevo a mirar a veces. Enfrentarnos con nuestra verdad no es tan sencillo. Nos da miedo reconocer los límites que la vida y nuestra naturaleza nos imponen. A veces necesitamos a otros que nos ayuden a caminar en la oscuridad y sean nuestros ojos. Como Nicodemo aquella noche. El otro día vi un video que me conmovió. Se trataba de un matrimonio joven en el que todo iba muy bien. Las cosas resultaban, eran jóvenes, se amaban. En ese momento dulce de sus vidas ella enferma y se queda ciega. Su primera reacción fue la negación. No quería ser una carga para su marido. No quería obligarle a ser su cuidador toda su vida. Quería ser independiente, autónoma. Quería seguir cuidándole a él y mostrándole su amor cada día. Se rebela con dolor. Casi quería decidir por él para que no tuviera que ser su cuidador a la fuerza. Quería serle útil y no un ser inútil a su lado. No quería ser una carga en su camino. La reacción de él es increíble. Quiere ayudarla y protegerla aunque ella no se deja. En su orgullo ella quiere ser capaz de llevar la misma vida que llevaba hasta ese momento. No quiere ser enferma, limitada, discapacitada. Su marido acepta su actitud y decide cuidarla en secreto. La cuida con infinito cariño y hace muchas cosas por ella sin que ella se dé cuenta. Porque no quiere herir su sensibilidad. No lleva cuentas del bien que hace. Cada mañana, antes de ir al suyo, acompaña a su mujer hasta su trabajo sin que ella se dé cuenta. La vigila en silencio, para que no se sienta inútil a su lado. La protege con delicadeza. Es un amor oculto, silencioso, un amor muy grande. Me gustó mucho la delicadeza de su amor. No la violenta, sólo la cuida en la distancia. La ama callado. Sus gestos de amor tan elocuentes protegen a la persona amada. Me gustaría cuidar así a los que Dios me confía. Acompañarlos en su oscuridad sin querer forzarlos, sin presionarlos, sin querer convencerlos para que hagan lo que no quieren. Creo que así lo hace Dios con cada uno de nosotros. Está oculto en nuestra vida y no lo vemos actuando. A veces le pido que me deje verle más veces. Pero Él calla y sigue quitando muchos peligros de mi camino. Aguarda paciente, me sostiene en silencio. Y me levanta cuando mis fuerzas flaquean y caigo. Esa actitud llena de amor me da mucha vida y mucha luz. Dios llena de luz mi camino en su silencio. También yo quiero ser luz para otros y hacerlo con la delicadeza de ese amor. Guiar a los que están ciegos. Proteger sus pasos sin que sepan. Aguardar paciente a que lleguen a su meta.
A veces miramos nuestra vida y vemos más pecados incluso de los que tenemos. Nos asusta la dureza de nuestro corazón. Nos lo recuerda S. Pablo: «Estando nosotros muertos por los pecados». Nos asusta nuestra falta de radicalidad y de amor. Queremos amar como ama Jesús y estamos tan lejos. A veces nos confesamos y al salir vemos cuántas cosas se nos han olvidado. Pecamos de pensamiento, por omisión, por no esforzarnos, por no querer tocar las estrellas. El corazón se siente frágil y pecador. Muchos de nuestros pecados tienen una raíz común. Suelen venir de nuestra herida. De nuestra herida de amor. Tenemos que ir a la raíz de nuestras faltas. ¿Por qué brota la ira en el corazón? ¿Por qué surge la envidia hacia los demás? ¿Por qué reaccionamos mal ante las críticas? Porque no tenemos paz, porque tenemos poca tolerancia a la frustración, porque somos orgullosos y nos duele que no nos respeten, porque no nos sentimos amados por Dios ni por los hombres, porque no nos queremos bien. Por todo eso nos duele tanto que nos traten injustamente. Detrás de mis reacciones se encuentra mi corazón herido. Ese corazón que ha recibido desprecios a lo largo de su vida. Ese corazón que ha sido ninguneado, ha sufrido la soledad y el vacío. Cuando descubrimos la herida de la que brota nuestra oscuridad, nuestro pecado, podemos dejar la puerta abierta para que entre Dios, para que venga el perdón y venza la luz. El viento de su amor, la luz de su esperanza, lo cambia todo. Jesús nos perdona y nos da su paz y la felicidad verdadera que anhelamos. El otro día leía: «Jesús despide a los enfermos y pecadores con este saludo: - Vete en paz. Jesús les desea lo mejor: salud integral, bienestar completo, una convivencia dichosa en la familia y en la aldea, una vida llena de las bendiciones de Dios. El término hebreo shalom o ‘paz’ indica la felicidad más completa»[3]. El perdón de Dios es absoluto, nos desea la felicidad más completa. Nos ayuda a quedar libres del pecado que nos ata. Ilumina nuestra vida con su luz. Su perdón es el camino para vivir con una paz verdadera y para poder entregar paz a otros. Saber dónde se encuentra la raíz de nuestros pecados habituales nos ayuda a saber vivir con más libertad nuestras caídas. Nos hace ver que nuestra herida nos va a acompañar en el camino. Va a ser fuente y raíz de muchos de nuestros pecados. Por eso es tan importante volver la mirada a Dios buscando su amor, su abrazo, su luz. Su amor calma nuestra sed. Jesús no viene a liberarme de mi miseria, pero me abre los ojos a la esperanza. Nos dice dichosos, felices, en medio de nuestra debilidad, de nuestras cadenas: «Jesús los declara dichosos, incluso en medio de esa situación injusta que padecen, no porque pronto serán ricos como los grandes propietarios de aquellas tierras, sino porque Dios está ya viniendo para suprimir la miseria, terminar con el hambre y hacer aflorar la sonrisa en sus labios. Él se alegra ya desde ahora con ellos. No les invita a la resignación, sino a la esperanza. No quiere que se hagan falsas ilusiones, sino que recuperen su dignidad»[4]. Por eso la esperanza es el mensaje que Dios quiere que nos grabemos en el alma. En nuestra debilidad, en nuestras cadenas, viene a establecer su reino. Quiere vencer en mi pecado, en mi herida abierta.
Cristo ha venido a salvar y no a juzgar al hombre: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». La alegría brota cuando nos sentimos salvados y no juzgados por nuestras obras. Dios es el que desea nuestra salvación. Ha venido a salvarnos para la eternidad. Sus caminos y sus tiempos muchas veces no los conocemos. No comprendemos su aparente ausencia. En nuestro dolor nos rebelamos porque queremos ser siempre felices. Hoy nos detenemos a mirar la cruz de Jesús, a mirar nuestra propia cruz. Eso nos salva: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna». Queremos mirar cara a cara lo que nos hace sufrir. El otro día leía: «Conectar con el propio dolor y con el dolor del mundo es la única forma, demostrable, para derrocar al principal de los ídolos, que no es otro que el bienestar. Para lograr tal conexión con el dolor es preciso hacer exactamente lo contrario a lo que nos han enseñado: no correr, sino parar; no esforzarse, sino abandonarse; no proponerse metas, sino simplemente estar ahí»[5]. El pueblo judío atravesó el desierto durante cuarenta años. En ese éxodo hubo una plaga de serpientes. Los enfermos que miraban el estandarte elevado por Moisés quedaban sanados. Era la figura de una serpiente. ¡Qué raro que una serpiente cure a otra serpiente! Jesús conocía las escrituras desde niño. Las había repetido en voz alta y en su corazón. Los dos, Nicodemo y Él, conocían ese pasaje. Esa noche le habla de su cruz a Nicodemo. Cuando sea elevado sobre la tierra, desde el madero. Cuando lo prendan, le hagan callar, lo juzguen injustamente y lo claven. Entonces, el que lo mire, quedará sano. Nicodemo se acordaría de todo esto en el juicio cuando luchó por su inocencia, se acordaría arrodillado al pie de la cruz, se acordaría en la tumba con tristeza. Me conmueve que Jesús sane desde la cruz. Igual que me llama la atención que la serpiente cure la picadura de serpiente. ¿Cómo puede un herido sanar a otro herido? Para curar hace falta poder, fuerza, salud. ¿Cómo es posible que sane Jesús, impotente, moribundo y atado? ¿Clavado, herido y sediento? El que lo mire en la cruz será sanado. Ojalá sea siempre capaz de mirar a Dios detrás de ese hombre coronado de espinas. De ver en sus manos clavadas la liberación de las mías. Y en sus pies atados la desatadura de las mías. Ese es el milagro. A veces pensamos que Dios sana nuestras heridas con su poder, con su omnipotencia, con sus milagros. Pero no, las sana desde la cruz, desde mi cruz. Sosteniéndome. A mi lado. Sufre conmigo. Me ama y se deja clavar por mí. Y si soy capaz de mirarlo. Si soy capaz de besar sus pies, de tocar su costado. Si soy capaz de mirar más allá de mí mismo. Más allá de mi cruz y de mis problemas. Y puedo ver a Jesús elevado en la cruz de mis hermanos. En la cruz de los que están a mi lado. Entonces, quedaré sanado. Por sus heridas quedaré sanado. Su impotencia es su mayor poder. Su fragilidad es su mayor fuerza. Jesús pasó por la tierra haciendo el bien, curando a enfermos, realizando milagros. Muchos que lo tocaban quedaban sanados. Y Jesús, hoy le dice a Nicodemo, que es el amor crucificado lo que sana hasta el fondo. Por eso nos detenemos en esta Cuaresma ante nuestro dolor, ante lo que nos hace sufrir, ante esa cruz que nos duele en lo más hondo. ¿Cuál es la cruz que más me cuesta besar en mi vida? ¿Dónde está esa cruz que no puedo mirar fijamente? Decía el P. Kentenich: «Damos un ‘sí’, voluntariamente, en nuestro interior ante todos los desengaños de nuestra vida, a lo que hasta ahora tal vez hayamos dicho ‘sí’ obligadamente, con amargura. El Señor es quien, en último término, tiene las riendas en sus manos. Y esto es la fe tranquila»[6]. Damos un sí a nuestras cruces y desengaños, a todas las cosas que normalmente acogemos sólo con amargura. Miramos a Cristo en la cruz. Una niña enferma comentaba: «La cruz es un regalo valiosísimo que no siempre es fácil de ver ni de aceptar. En la enfermedad consigues que algo que hace daño te haga bien. La cruz da sentido a lo que no tiene sentido y consuela a quien no tiene consuelo. Así Jesús nos da el regalo de poder agarrarnos a Él por medio de la cruz. De esta manera podemos convertir lo que sería una desgracia en la alegría de vivir en el Señor». Dios nos conduce y ama. Dios nos quiere con locura. No queremos olvidar este amor sin medida. Sujetamos la cruz. La besamos en sus manos.
A veces estamos convencidos de que son nuestras obras las que nos salvan. Como si nuestros méritos abrieran con fuerza las puertas del cielo. S. Pablo nos lo recuerda: «Estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Pues somos obra suya». Efesios 2, 4-10. No se debe a nosotros. Se debe a su gracia. Estamos llamados a vivir con Él por misericordia. ¡Qué paradoja! Dios quiere mi amor. Porque mi amor abre la puerta del amor de Dios para otros, para los que son amados por mí. Pero mi amor, mi capacidad de hacer el bien, el don de entregar la vida, no abre las puertas del cielo. No las abro a golpes de voluntad, a golpes de vida heroica. No soy yo es el que las abre, Jesús las abre para mí. Jesús no se defendió, no hizo nada para salvarse. Nicodemo intentó defenderle ante los hombres. Jesús le cuenta hoy a Nicodemo que el hombre será sanado. Que sus heridas más hondas serán curadas por su amor. Jesús le habla de la luz, justo en esa noche en que Nicodemo acudió a escondidas. Le cuenta algo del misterio de su vida y de su muerte. Nicodemo necesitaba oír hablar de gratuidad, de misericordia. Dios nos salva. Jesús le dice que Dios le envió a salvar, no a condenar, no a juzgar. Los hombres entendemos mucho de juicios y poco de misericordia. Jesús vino a sanar, no a enumerar pecados. Pienso en la sorpresa de Nicodemo, en cómo estas palabras abrirían las puertas de su alma. A veces nosotros mismos tenemos metido que Jesús viene a juzgarnos. Que si somos buenos y cumplimos nos salvaremos y si no, nos condenaremos. Pensamos que por culpa de nuestro pecado Dios no nos va a querer nunca. Me impresionan estas palabras en que Jesús le cuenta a Nicodemo que su Padre ama al mundo hasta el extremo de enviar a su Hijo para salvarlo. La cruz es el signo del amor de Dios al hombre, es el camino de la vida, de la salvación, de la esperanza. A Jesús lo condenaron por un juicio. Un juicio de noche, sin todos los miembros del Sanedrín, un juicio injusto. Lo condenaron con mentiras, en la oscuridad. Le dice a Nicodemo que Él no condena, no juzga, ni lleva cuentas del pecado. Su misión entre los hombres es salvar, abrazar, acoger a todos los hijos. Perdonar. Traer la luz. Nicodemo guardó esas palabras. Se hizo hombre sabio. Se hizo niño. Y quizás, ese viernes santo, miró a Jesús elevado en la cruz. Y Jesús a él. Le sonreiría como sonríe ese Cristo que hay en el castillo de Javier. Y Nicodemo fue sanado. Como cada hombre que lo mire. Me gustaría este viernes santo mirar a Jesús, y ante Él, herido, mostrarle mis heridas. Y de rodillas, creer y ser sanado.
Hoy miro la cruz y vuelvo a comprender lo importante: El amor de Dios es el que me salva y no mi amor. Su vida entregada es la que me sostiene, no mi fe. Conozco mi debilidad y mi pecado y sé que sin su amor y su fuerza no sería nada y me dejaría arrastrar por la corriente. Es el milagro más sorprendente. El milagro de un amor que se hace hombre para salvar al hombre. La impotencia que nos salva, la muerte que nos da vida. El milagro no es que el ciego vea, sino que alguien a su lado, por puro amor, aparte los obstáculos y le ame en silencio toda su vida. El milagro no es que desaparezca la enfermedad de mi vida, sino que en medio del dolor y el sufrimiento vea cada día el rostro de Jesús en los que me quieren por lo que soy, por gracia, no por mis méritos. El milagro es que aprenda a sonreír en la oscuridad del camino y sea feliz cuando todo a mi alrededor me invita al desánimo. El milagro es el amor que brota del corazón cuando el amado no se merece su amor. El milagro es ese Dios que, en su silencio, me salva cada día y siembra la luz en mi alma. El milagro está en la mirada que es capaz de cambiar la realidad. Como la mirada de esa persona que hablaba así de su padre mayor y enfermo: «Está como ausente, pero está ahí, sin mirar, sin oír, pero está. La sensibilidad al tacto es lo último que se pierde. Está presente en el tacto, en el beso, en las caricias, en las montañas de ternura. Eso no muere nunca, enriquece la tierra, la hace fecunda. No sé qué hacer ni qué gritarle al oído, pretendiendo que responda. No tengo que esperar que lo haga. Basta simplemente con sujetarlo al andar y caminar despacio. Abrazarlo y dejarme besar cuando su mano lleva mi mano a sus labios. Y sonreír, aunque ya no me mire». El milagro del amor silencioso que cuida y aguarda, que espera y calla. El milagro del amor que es gracia. Así es Dios cuidando mi vida. La sensibilidad al tacto es lo último que perdemos. Quiero que Dios me toque cada día, para no olvidar su presencia. Quiero que permanezca callado a mi lado, esperando, cuidando, mirando mi vida. Quiero notar su mano en la mía. Y su voz aunque no logren oírla mis oídos sordos. Quiero que esté, aunque yo me aleje. Quiero que me vea, aunque yo no lo vea. Sonreírle siempre sin ver su sonrisa. Así es Dios conmigo, cada día, cada noche, me cuida.
[1] J. Kentenich,
[2] J. Kentenich,
[3] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[5] Pablo D´Ors, Biografía del silencio
[6] J. Kentenich, Madison 1952