I Domingo Cuaresma
por Al partir el pan
Génesis 9, 8-15; 1 Pedro 3, 18-22; Marcos 1
«En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días»
«Mirar mi vida como es hoy y sonreír. Saber que hay cosas que cambiaría sin problemas. Otras que me gustan y quiero. Sólo me queda aceptar que la realidad es la que es y no hay que tenerle miedo»
Tengo la sensación de que cambiar no es tan sencillo. Nos acostumbramos a lo que hay y nos da miedo lo nuevo. El otro día leía: «En verdad, yo no cambio jamás, o cambio muy poco, pero cambia el modo en que me enfrento conmigo mismo, y eso es capital»[1]. Tal vez lo principal que tenemos que cambiar es la forma de enfrentar la vida, de enfrenarnos con nosotros mismos. La realidad es la que es y no resistirme a ella es el camino para ser felices. Hay cosas que no cambian nunca aunque a nosotros nos gustaría que fueran distintas. El mismo autor añadía: «Cuando dejas de esperar que la obra que estás realizando se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por este motivo. La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias»[2]. Esperamos mucho de la vida, de los demás, de las cosas que hacemos, también de Dios. Esperamos que nos garanticen el éxito y la paz. Queremos llegar a donde nos proponemos y no aceptamos los obstáculos ni las limitaciones. Las expectativas siempre nos hacen sufrir. Tenemos poca resistencia ante las contrariedades. Poca tolerancia con los fracasos y frustraciones. La vida, cuando se complica, deja de parecernos tan interesante. Al pensar en mi vida como es en el momento en que me encuentro pienso que cambiaría cosas, pero no lo fundamental. Me gusta mi vida. Me cambiaría a mí mismo en mis fallos y debilidades, y lucho por hacerlo. Cambiaría enfermedades de personas queridas que me duelen. O los límites que hablan de pobreza, vejez, debilidad. Me gustaría cambiar el mundo y a los hombres. Pero sobre todo esa incapacidad que a veces tengo de sonreír ante los problemas y los contratiempos. Sé que puedo cambiar poco, pero lo que poco que puedo lucho por conseguirlo. Cambiar es sano. Que las circunstancias de nuestra vida cambien también es bueno. Aunque buscamos la estabilidad y la seguridad. Nos cuesta que las personas cambien demasiado, si no es para bien. Que dejen de ser como eran antes. Otras veces nos molesta más la inmovilidad, el hecho de que alguien a quien queremos no actúe como deseamos, como esperamos, no cambie, no evolucione, no crezca. ¡Cuánta infelicidad nos produce ver que los otros no actúan como esperamos! Es la frustración ante la realidad, ante comportamientos que no son los esperados. Ante aquello que no nos gusta y no podemos cambiar, porque no está en nuestras manos. A veces nos creemos con ciertos derechos. Esperamos que la vida sea de una determinada manera. Y cuando no es así, nos frustramos. La resistencia a darle el sí a lo que tenemos delante nos entristece. Una persona me comentaba: «Mucha gente se mira hoy y se pregunta si su vida es como la había soñado hace veinte años. Muchos dirán que no, que no se parece en nada. Ante esa realidad puedo frustrarme y vivir infeliz. O puedo besar la realidad como es y vivir alegre». No es sencillo, la verdad. Pero es posible. Mirar mi vida como es hoy y sonreír. Saber que hay cosas que cambiaría sin problemas. Otras que me gustan y quiero. Algunas que puedo perder con el paso del tiempo. Sólo me queda aceptar que la realidad es la que es y no hay que tenerle miedo.
En todo caso los cambios no son fáciles. Queremos cambiar, queremos crecer, no nos conformamos con llevar una vida mediocre. La mediocridad nos entristece. Aspiramos a más, a las cumbres, a la santidad. Pero en mitad de nuestro camino todos descubrimos límites y pobrezas. Miramos nuestra vida y soñamos con el ideal, con lo que podríamos llegar a ser. Podemos conformarnos y dejar de luchar. La pereza, la dejadez, la desolación, la tristeza, nos pueden alejar de la lucha. Como si ya no fuera posible ningún cambio, como si la vida nos impidiera mejorar y crecer. ¿Cuál es mi margen de mejora? ¿Hasta dónde puedo llegar si lucho y confío? Siempre puedo ir más allá. Puedo tomarme la vida de otra forma. Puedo mejorar en mi forma de ver las cosas. Puedo crecer y ser más misericordioso con los demás. Puedo dejar de darle vueltas a todo complicándome la vida. Puedo sonreír cuando mi corazón me invita al llanto. Puedo ser más flexible cuando todo se complica en mi agenda. Puedo ser más prudente y sensato. Más maduro a la hora de confrontarme con la frustración. Puedo levantarme y volver a la lucha después de una caída. Empezar de nuevo y confiar en la victoria detrás de una derrota. Puedo no tomarme demasiado en serio cuando me frustro o entristezco sin motivo. Puedo reírme de mí mismo cuando piense que todo se vuelve contra mí. Puedo abrazar y expresar ese amor que llevo dentro y no guardarlo egoístamente. Puedo ser más sencillo y no complicar las cosas. Puedo confiar de nuevo cuando sé que me han fallado. Puedo callar más y hablar menos escuchando al que lo necesita. Puedo ser más generoso con la vida y no obsesionarme sólo con mis cosas. Puedo poner a Cristo en el centro y no pensar que yo siempre soy el centro. Puedo soñar más de lo que sueño y esperar de la vida menos de lo que espero. Puedo ser más comprensivo con las ofensas, con las caídas de los otros, menos crítico, menos juez. Puedo ser más inocente en la forma de mirar a las personas. Más alegre a la hora de enfrentar las dificultades. Puedo creer más de lo que creo. Y ser más puro en la forma de mirar la vida. Puedo ir más despacio, al ritmo del que sufre. Puedo adelantarme para estar a la altura del que corre. Puedo pasar por alto las ofensas. Puedo sonreír cuando me hieren. Puedo no ser tan cuadrado y rígido con mis planes. Puedo no tomarme tan en serio cuando algo me hiere. Puedo pensar más en los otros que en mí mismo. Y puedo sacrificarme por amor sin que me importe. Puedo ser mejor de lo que soy hoy. Puedo porque Dios puede en mí hacer milagros. Ese poder se lo doy yo cuando me abro y dejo que entre en mi vida.
Claro que podemos cambiar, lo sabemos. Pero también hay veces en las que vemos que hay algún punto difícil en el que el cambio parece imposible. Decía el P. Kentenich: « ¿Dónde está el punto que no puedo superar y que siempre me revuelve por dentro de alguna manera?»[3]. Ese punto me habla de mi límite, de mi herida, de mi pecado habitual, de mi caída recurrente. Ahí sólo puede llegar Dios. Ahí sólo entra la gracia de su misericordia. Allí me encuentro limitado y torpe. Allí me dice Dios lo que le dijo a San Pablo: «Mi gracia te basta». Aunque me gustaría que todo fuera diferente y no tener que chocar siempre con la misma piedra. Me gustaría ser capaz yo sin tener que pensar siempre en su gracia, en su ayuda, en su amor. Pero eso es mi orgullo que me hace mezquino. Nos educan desde pequeños a hacerlo todo solos, sin ayuda de nadie. Nosotros podemos. Y luego, cuando no podemos, nos encontramos desesperados, solos, rotos. Nos sentimos muy pequeños. ¡Qué bien nos hace la experiencia de nuestra debilidad! Al ponernos la ceniza Jesús nos bendice en nuestra pobreza. No es una corona de oro. Es una corona de ceniza. Nos ayuda a ver que somos imperfectos. Que el mundo es imperfecto. Que los demás también son imperfectos. Nos encontramos con ese punto que nos hace más realistas. En mi pecado, en mi debilidad, Dios me habla. Dice Anselm Grün: «Dios no está sólo en la Biblia, no habla solamente a través de la Iglesia, o a través de los ideales, sino que está también en mí mismo, en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mi cuerpo, en mis relaciones, en mi trabajo. En la medida en que descendemos a la terrenalidad y a nuestra humanidad, ascendemos a Dios». Dios no me habla sólo desde los grandes ideales que nos motivan y despiertan vida. No está sólo detrás de grandes experiencias religiosas donde me encuentro con Él y se llena el alma de luz. Dios está también en lo más humano y mundano de mi vida. En mis pasiones y debilidades. En mis sombras. En mis heridas y tropiezos. Está en mi pecado aunque a mí me cueste unirlo a Él. Desde allí me levanta y me eleva. Y justo ese punto que me parece insuperable, puede ser el puente tendido hacia el cielo, mi lazo humano. Algunas cosas en nuestra naturaleza, en nuestra forma de ser y enfrentar la vida, en nuestra experiencia fundamental, no se pueden cambiar. Experimentaré en ello la frustración. Y volveré la mirada a Dios que todo lo calma y pacifica. Él toca mi herida y sana mi dolor. Él se abaja hasta donde yo estoy caído. Se encuentra conmigo en ese punto insuperable en el que me encuentro tendido a sus pies. Es sano abismarme sobre mí mismo para comprobar lo que Dios quiere de mí. Para ver su rostro inclinado sobre mi dolor y su voz calmando mis silencios. No me quiere distinto a lo que soy, lleno de perfecciones que no tengo. Curiosamente me quiere como soy. Me mira de una forma como yo no me miro. Me veo tan pobre y carente de todo. Caído y roto. Me quiere en mi debilidad y se conmueve. Me quiere cuando me ve deseoso de correr luchando por superar los límites de mis pausas. Me quiere y me levanta. Así es el amor de Dios. Lo encuentro en mi torpeza, en ese pecado que me parece insuperable. Y Él me lo vuelve a recordar: «Mi gracia te basta». Y yo confío en que cada día vendrá para hacerme creer en mí mismo.
Jesús hoy es llevado al desierto por Dios. Marcos nos cuenta muy poco de lo que sucedió allí: «Dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas». Fue después del bautismo. Acaba de oír la voz de su Padre diciéndole que es su Hijo amado. Se va con ese amor en el alma. Antes de comenzar a dar todo lo que lleva dentro, todavía necesita un tiempo para profundizar en su corazón. ¿De dónde viene ese fuego que lleva dentro? Resuenan las palabras de su Padre, su anhelo. Es la única vez que Jesús se retira tanto tiempo a orar. Lo necesita. Son esos momentos de la vida en que uno tiene que detenerse, mirar hacia dentro, hablar mucho con Dios. Seguramente fue su roca. El Espíritu lo empuja al desierto. Se aparta sólo un tiempo. Porque Jesús vive entre los hombres. El desierto es el lugar del límite. Del hambre, de la lucha, de las preguntas, de la oración con su Padre. Es el tiempo en que no hay nadie más que uno y Dios. Es el tiempo de la soledad. Hablaría con su Padre largos ratos. También se dejó tentar. Eso me conmueve mucho. Se dejó tentar como yo. Es verdad que cuando uno tiene hambre, y está cansado, cuando uno siente la soledad dentro, está más débil. Jesús se dejó tentar. Experimentó lo mismo que siento yo cuando algo atractivo se me presenta. Marcos no nos relata las tentaciones. No nos dice como otros evangelistas en qué fue tentado. Pero sabemos que el demonio se acercó a Él y le tentó en dejar de ser hombre. Le propuso demostrar su poder, su poder de rey, de Dios, de convertir las piedras en pan. Le propuso dejar de amar hasta ese extremo en que Dios se hace hombre impotente. Le propone que deje de amar así y le pide que deje de ocultar su dignidad de Dios. Que use su magia. ¿Acaso no lo puede todo? Esa misma tentación es la que nosotros tenemos tantas veces ante Dios y le preguntamos: « ¿No eres Tú Dios? ¿No puedes hacer Tú este milagro?».Y no le dejamos que nos ame, que nos abrace, que esté a nuestro lado, impotente ante nuestro dolor, amándonos en él, sosteniéndonos en él. Jesús sufría con el dolor del hombre. Hubiera querido salvar a todos, curar a todos. Lo hizo desde la impotencia de su cruz, a través de sus manos que bendecían y tocaban heridas. Pero es verdad que no llegó a todos. Su amor está escondido en esa impotencia que el demonio pretendía evitar. La impotencia de Dios es su mayor poder. Veo a Jesús, con hambre, con sed. Seguramente se sintió solo esos días, echaría de menos Galilea, su lago, su familia, a los suyos. Estaría cansado tantas veces y no tendría a su lado a nadie que lo consolara. Su fuerza era su Padre. En esos días se apoyó en Él. Tendría tantas preguntas: « ¿Quién soy Yo? ¿Para qué estoy aquí? ¿Cuál es mi misión, mi forma de amar? ¿Cómo dar todo lo que durante treinta años se ha gestado dentro de mí?». Son las preguntas que muchos de nosotros nos hemos hecho en momentos de ruptura, de dolor, de búsqueda. El desierto es el lugar de Dios pero también es el lugar donde el hombre experimenta su propio límite, su humanidad, su debilidad. Jesús descubrió que su forma de amar era compartiendo la vida, sanando, tocando, con misericordia, con ternura, dándose sin reservas, deteniéndose ante cualquiera. Es tentado para que se rebele y deje de ser impotente. « ¿No lo puedes todo?» ¡Cuántos hombres después lo buscaron porque hacía milagros! Es la misma tentación en la cruz: «Sálvate y sálvanos». Jesús lo desearía. Pero es ante todo el hijo obediente, el Dios que camina con pies humanos para mostrarnos el camino al Padre. Sus manos humanas temblaban ante el dolor, rezaban a su Padre suplicando. Sus ojos humanos se conmovían ante el sufrimiento, se admiraban ante el misterio de cada hombre. A veces, nosotros, no buscamos a ese Dios impotente. No buscamos al Dios que nos ama con locura y que va al desierto con nosotros. El Dios que sale a mi encuentro y sufre conmigo. El que me llama por mi nombre con ternura. Buscamos a un Dios todopoderoso. A un Dios que, desde lejos, pueda curarme y salvarme. Un Dios que haga el milagro que le pido. Y si no ocurre como deseo, me enfado y me alejo. Me resisto a la realidad. Esa es nuestra tentación tantas veces. Jesús sabe ahora quién es. Es el Hijo amado. Su misión es vivir entre los hombres amando con todas sus fuerzas, saliendo al encuentro de cada uno. Su poder es el amor, la ternura, el consuelo, la misericordia, el abrazo. Sufrió con el que sufre. Jesús vivió la impotencia y el consuelo. Jesús se dejó tentar. Me impresiona que viviese lo mismo que yo vivo. Sabe lo que es desear algo y no poder. Me veo yo también tentado tantas veces. En mis momentos de límite, cuando ya no puedo más, cuando estoy cansado. Entonces tienen fuerza esas tentaciones de lograr más poder, más reconocimiento, un lugar más adecuado para mí. Ahí, está Jesús, a mi lado, en mi desierto. Sabe de mis luchas y mi soledad. Sabe mi impotencia. Me sostiene. Viene conmigo al desierto. Le pido que me defienda de las tentaciones. Cada uno tiene las suyas. El afán de éxito, el deseo de que por fin alguien se dé cuenta de lo que valemos, el anhelo de hacer algo grande. Cada uno sabe. En mi deseo más hondo está mi tentación. Igual que en Jesús. En el deseo de amar al hombre, ahí, donde el corazón se le rompe por compasión, es donde el demonio le dice que es más fácil ser Dios. Siendo hombre, ocultándose, es más difícil. Le tienta en su impotencia. Pero el amor es más fuerte. Dios siempre vence. Jesús salió más fuerte de esos días de lucha. Comprende mis luchas, mis preguntas. Está a mi lado. Y me habla al corazón.
La Cuaresma es un tiempo para caminar por el desierto. Allí donde Dios seduce mi corazón. Es una invitación a recorrer un camino de conversión y volver a nuestro primer amor. La imagen del camino no nos habla de descanso y de paz. Nos habla más bien de esfuerzo y sacrificio. «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad». Para llegar a la meta es necesario esforzarnos, luchar, no darnos por vencidos, no detenernos agotados en cualquier punto. El otro día vi una película conmovedora: «Camino a la escuela». Varios niños, en países muy diferentes, tienen que hacer un gran esfuerzo para llegar a la escuela. En todos ellos hay una misma motivación. Quieren ir a la escuela para poder llevar en el futuro una vida mejor que la que llevan sus familias. Saben que sin sacrificio no hay recompensa. Saben que sin formación no hay otro futuro diferente. Dos hermanos tienen que atravesar una sabana llena de peligros. Otros recorren a caballo muchos kilómetros. Tres niñas caminan por la montaña toda una mañana hasta llegar a la escuela. Otros empujaban la silla de ruedas de su hermano discapacitado hasta el colegio por un largo y difícil camino. Me conmovió su fe, su fuerza, su perseverancia, su valor. Me encantó ver cómo se ayudaban los unos a los otros, ninguno iba solo por los caminos. Se apoyaban, se esperaban, se animaban. Me impresionó esa fortaleza en cuerpos tan pequeños. Esa confianza cuando estaban solos en medio del mundo. Ellos no dudaban. Me hizo pensar en muchos padres protectores que no quieren dejar nunca solos a sus hijos. Los padres de estos niños confiaban en Dios. Los ponían en sus manos. Rezaban por ellos y ellos se ponían en camino sin quejarse. En muchos momentos del camino se cansaron y hubieran deseado que alguien viniera a buscarlos y los llevara rápidamente a la escuela. No estaban pensando en los juegos. Su vida era muy seria. Tal vez demasiado. Pero sus sueños eran muy grandes y exigían esfuerzo. A veces pienso que lo tenemos todo en la vida y no le damos importancia a las cosas. Ya no soñamos con grandes metas. ¡Cuántos niños tienen pereza para ir a la escuela y se quejan por tener que madrugar! No ven más allá de lo que les apetece. ¡Cuántos jóvenes preferirían llegar a la meta sin esfuerzo, sin trabajar, sin esforzarse! Ganar mucho dinero trabajando poco. Estos niños de la película saben el valor que tiene formarse y crecer como personas. Saben el valor del sacrificio. No dudan. No pueden cambiar su pasado, el lugar donde han nacido, su familia, pero sí pueden cambiar el futuro. Pueden hacer algo para mejorar sus vidas. Saben que pueden llevar una vida mejor y no lo dudan, se esfuerzan. A veces pienso que somos demasiado blandos. Educamos a personas blandas que lo tienen todo y no se esfuerzan por nada. Si nos cansamos, dormimos. Si tenemos hambre, comemos. Si nos molesta algo, lo dejamos. Si algo exige mucho esfuerzo, cambiamos de camino. Queremos lograr grandes metas sin cansarnos. Esta película me dio qué pensar. A veces la vida puede ser fácil. Nos cuestan las incomodidades. El frío y el poco descanso. Nos quejamos interiormente por muchas cosas. Veo a los niños caminar horas y horas y me conmuevo. ¿Dónde me esfuerzo yo? ¿De qué cosas me quejo?
La Cuaresma es una invitación a ponernos en camino. A sacrificarnos y a renunciar. A dejar lo que nos ata por llegar a una meta. Eso me gusta. Construimos el camino de la vida. Cada Cuaresma se nos abre un nuevo camino, una nueva oportunidad para amar más a Jesús. Escribe J.L. Borges: «Uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy. Porque el terreno del mañana es demasiado inseguro para planes. Y los futuros tienen una forma de caerse en la mitad. Y después de un tiempo uno aprende, si es demasiado, que hasta el calorcito del sol quema. Así que uno planta su propio jardín Y decora su propia alma. En lugar de esperar a que alguien le traiga flores. Y uno aprende que realmente puede aguantar. Que uno es realmente fuerte. Que uno realmente vale. Y uno aprende y aprende». Aprendemos en el camino de la vida. Luchamos, nos esforzamos. Aprendemos en el camino de la Cuaresma. Es una oportunidad para crecer y mejorar. Una oportunidad para dejar lo que nos impide crecer. Jesús nos invita a seguir su propio camino. Eso me impresiona siempre. Decía C. J. Chaminade: «Jesús nos dice: si alguno quiere seguirme, que renuncie a sí mismo, que se ponga en camino con su cruz y me siga. Que haga las mismas cosas que Yo y de la misma manera, que sufra como Yo, que busque lo que Yo busco, que evite lo que Yo evito, que ame lo que Yo amo, que aborrezca lo que Yo aborrezco, que practique las mismas virtudes; que haga de mi voluntad la regla de su vida como Yo he tomado la voluntad de mi Padre como regla de la mía; que destruya en sí el viejo Adán para formar la imagen del hombre nuevo; que sea una imagen tan clara de mí, que los que le vean se figuren ver a Jesús». Es el camino del desierto. Es el camino de su vida. Normalmente queremos hacer nuestro propio camino. No nos gusta que nos digan cómo tenemos que ir y por dónde. Nosotros queremos hacer nuestra vida a nuestra medida, a nuestra manera. Seguir a Jesús por el camino supone un cambio de vida. La Cuaresma es confiar en ese Jesús al que seguimos. Es volver a poner la mirada en Él. Me gusta pensar que Dios me regala cada año cuarenta días para amarle más, para amar más como amó Él. Me regala días para crecer en la intimidad con Él. Para escuchar sus palabras. Me permite dejarme tiempo para caminar a su paso. O quizás Él al mío. Me detengo y Él se detiene. Corro y Él corre. Sufro cuando Él sufre. Curo cuando Él cura. Le busco, me busca. Quiero destruir ese viejo Adán que hay en mi alma. Esta tendencia que tengo a dejarlo todo cuando no creo en mis fuerzas. Quiero besar en la Cuaresma sus pies heridos. Quiero mirarle a Él para aprender a vivir, porque se me olvida. Un camino a su lado. Por el desierto. Por la montaña. No importa. Lo que importa es que voy a su lado. A veces en la vida nos importa mucho a dónde vamos. Tal vez más que con quién. Vamos con Jesús. Es lo que importa. Que no nos agobien tanto esos miedos que nos invaden y no nos dejan confiar. Que no nos dejemos llevar por el miedo a perderlo todo. Vamos con Él en el camino. Mejor aún, Él mismo es nuestro camino. Confiamos. Además no vamos solos. Tenemos ángeles en nuestra vida que nos hacen descubrir el rostro de Jesús: «Los ángeles le servían». En la Cuaresma pensamos en aquellas personas que Dios ha puesto en nuestro camino. Yo soy para ellos camino. Ellos son para mí camino. Nos ayudamos a vivir. ¿A quién ayudo yo a caminar en la fe? Pienso en esos niños que se ayudaban a caminar. Se esperaban. Empujaban la silla de ruedas. Sostenían al que estaba cojo. Se apoyaban cuando tropezaban. Se animaban en momentos de duda. ¿A quién ayudo yo? ¿Quién me ayuda? A veces parece como que los cristianos se salvan solos. Rezan solos. Caminan solos. No existe un cristiano solo. Siempre hay dos. Vamos como los peregrinos de Emaús buscándole sentido a la vida. Así es la Iglesia. Nos necesitamos para recorrer la jornada de un día.
El desierto es una imagen dura y sugerente al mismo tiempo: «En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días». Comienzan los cuarenta días de Cuaresma. Comienza la travesía del desierto. Comienza un tiempo de gracia y conversión. Atravesar el desierto supone salir de la tierra prometida para volver a entrar. Alejarnos para ver con más claridad. El otro día leía en relación con San Juan Bautista: «Hay que marchar al desierto, fuera de la tierra prometida, para entrar de nuevo en ella como un pueblo convertido y perdonado por Dios. Juan se siente llamado a invitar a todos a marchar al desierto para vivir una conversión radical, ser purificados en las aguas del Jordán y, una vez recibido el perdón, poder ingresar de nuevo en la tierra prometida para acoger la inminente llegada de Dios»[4]. Salir de la tierra prometida para poder ser perdonados. Salir para pedir perdón mirando nuestra debilidad con algo de distancia. Descentrarnos en la periferia, como decía el Papa Francisco, para ver con claridad: «No mirar las cosas desde el centro porque el único centro es Jesucristo. Ayuda la mirada amplia y clara que se da sólo cuando no se miran las cosas desde el centro, sino desde las periferias». Cuando nos alejamos del valle subiendo a la montaña se ve mejor nuestra vida tal como es. Es lo que pasa en Cuaresma. Salimos de nosotros mismos para ver mejor nuestra realidad. Tomamos algo de distancia para valorar qué cosas están en su sitio y qué cosas hay que mejorar. Nos descalzamos para volver a entrar descalzos en la tierra prometida, en la presencia de Jesús. Hay que cambiar el corazón e iniciar un nuevo camino. Me conmueve pensar en el desierto. No es precisamente un lugar apacible. Tiene calor y fríos extremos. Hay soledad y uno allí se encuentra consigo mismo. Puede ser entonces que la Cuaresma tenga que ver con la verdad de mi vida. ¿Quién soy yo? Desde el exterior se ve algo mejor. Vivimos rodeados de tantos seguros y protecciones. Nos da miedo confrontarnos con nuestra originalidad. Es como si no pudiéramos comprendernos sin todos los adornos que llenan nuestra coraza. Nos revestimos del mundo y nos alejamos de Dios. Por eso ir al desierto es dejar todo lo que nos define para vivir desnudos delante de Dios. Es fuerte esa imagen de la desnudez. ¿Quién soy yo sin ropajes? ¿Y mis títulos y mi nombre? El otro día una persona comentaba: «No importa lo que haces. Lo que importa es lo que eres». Es obvio, pero no lo vivimos. Casi siempre vivimos impresionados por lo que el otro hace, por sus logros, por lo que tiene o muestra. Lo que es al natural, sin maquillaje, no nos llama tanto la atención. Un rostro sin maquillaje no es el mismo, es vulgar. Una foto se puede hoy arreglar para que parezcamos mejor de lo que somos. Sin arrugas, mucho más jóvenes y guapos. Los adornos ayudan, arreglan, disimulan la verdad. La sencillez de una vida como todas las demás, parece que no brilla, no hay color. ¿A lo mejor es que no brilla o que yo no sé ver su brillo oculto? No somos lo que hacemos. Somos lo que somos en nuestro interior, nuestra verdad más honda. Es cierto que lo que hacemos habla de lo que somos. Pero somos mucho más. Nuestros actos dicen algo de mi verdad. Pero no toda. Al final, en el momento de la muerte, estaremos solos y desnudos ante Dios. Sin poder hacer más. Simplemente siendo quienes somos. Pobres, rotos, agotados. Quiero despojarme de todo. De mi rango, de mi posición, de mi nombre, de mi historia. De todo. Sin nada que alegar para defender mi causa. Sin nada que justifique mi vida. Así, vacío. La pobreza tan absoluta del desierto me asusta siempre. No estamos acostumbramos a la desnudez. El pudor nos cubre y protege. No queremos aparecer en nuestra verdad ante todo el mundo. Que los demás sepan cómo somos es demasiado violento e incómodo. Nos sentiríamos juzgados porque ya nosotros nos hemos juzgado antes y no nos hemos encontrado aceptables. Unos ropajes lo pueden cambiar todo. Al menos por un tiempo lo mejoran. O una imagen en la red social en la que aparezco mejor de lo que soy. Para que sepan quién soy. Por las fotos que reflejan mi vida. Soy mis fotos. Soy mis actos. Soy los amigos que me siguen. Soy mis éxitos y glorias. Es verdad. Soy todo eso. Pero también soy mis defectos, mis límites, mi enfermedad, mis caídas, mi soledad, mi amargura, mi tentación, mis rarezas. Soy todo a la vez. Un poco de cada. Dios me lleva al desierto para vaciarme. ¿De qué me tengo que vaciar para que pueda mirarme en mi verdad?
La Cuaresma nos lleva al desierto. Y allí nos lleva a desprendernos de lo que nos sobra. Decía el P. Kentenich: «Debo desprenderme del mundo. Si no he alcanzado ese desprendimiento en forma permanente, el corazón siempre me dirá lo que se halla en él, lo mundano y lo no divino»[5]. ¡Cuánto cuesta cortar con lo que nos alegra, con lo que nos da vida, con lo que nos entretiene! ¿Por qué Dios va a querer que cortemos con el mundo que Él mismo ha creado? No creo que tengamos que cortar con todo. No es así. Pero sí es verdad que muchas veces vivimos limitados, atados, porque el mundo nos pesa. Perdemos libertad interior para darnos, para amar más, para tener tiempo para otros. Llevamos el mundo atado al alma y no nos deja crecer. Vivimos desparramados en los hombres, volcados en la vida, sin interioridad, sin silencio, sin paz, corriendo de un lado a otro. Nos atamos con todas las fibras de nuestro ser a lo que nos gusta, a lo que necesitamos y puede ser que esa atadura nos limite para correr hacia Dios. La idea no es cortar por cortar. Se trata de mirar nuestra vida con sinceridad y preguntarnos: ¿Dónde estoy atado? ¿Qué me impide correr? Si vemos que hay cosas que nos atan y nos quitan el tiempo para los nuestros, para nuestra misión, para la vocación que Dios nos ha dado, entonces tendremos que cortar. No rechazamos el mundo, lo amamos. Pero sí renunciamos a todo aquello que no nos deja avanzar, madurar y ser más santos. Si vemos áreas en las que estamos débiles y somos esclavos, entonces sí tendremos que cortar y romper. Renunciar y sacrificarnos. Nos duele tener que sacrificarnos cuando nos lo pide la Iglesia. No hay carne que más apetezca que la de un viernes de Cuaresma. Cuando tenemos que ayunar de comida todo nos atrae más. En general siempre nos cuesta el sacrificio. Renuncia, sacrificio, ayuno, silencio, son palabras que suenan duras, frías, grises como esa ceniza de un miércoles que nos ponen en la cabeza el primer día de la Cuaresma. Nos la ponen para recordarnos que somos pobres, pequeños, débiles, pecadores. Nos ayuda a volver el rostro hacia Dios. A pedirle que nos cuide y levante. Que nos abrace lleno de misericordia. Hoy nos preguntamos dónde tenemos que cortar, dónde quiere Jesús que seamos más libres, más suyos, más de aquellos a los que amamos.
Estamos tan apegados a nosotros mismos, a nuestros planes y deseos, que no somos libres para amar, para vivir, para darnos. La Cuaresma nos invita al desasimiento. Queremos descentrarnos y centrarnos sólo en Cristo, aunque eso nos parezca totalmente imposible. Quisiera rezar como hace esta persona: «Querido Jesús, creo en ti y confío en ti. Quiero liberarme de mis miedos, mis cadenas y ataduras que me hacen vivir insegura y aferrada a mis planes. Quiero y anhelo vivir la santa indiferencia. Quiero que hagas de mí un instrumento según tu voluntad. Te pido que me des la gracia de desear lo que temo, para así ser libre y poder entregarme por entero a ti. Jesús, ayúdame a no pedir ‘no sufrir’, sino a pedir ‘saber sufrir’ según tu voluntad». ¡Qué difícil desasirnos de nuestros deseos! No queremos sufrir. No queremos la cruz. Ponemos nuestro yo en un primer plano. Nosotros estamos en el centro. Soñamos con la vida, con la paz, con la liberación total. Hoy miramos a María al comenzar la Cuaresma. Ella fue la mujer totalmente dueña de sí, libre, entregada por entero a Dios, desasida de su yo. En ella no hay división ni ruptura. Es armonía. Es la mujer íntegra. Sus deseos se unen a los de Dios. No hay ruptura. Se hacen uno. En Ella reina Dios, no su yo, no su egoísmo. No desea sufrir. Es humana. Desea amar y ser amada. Como todos nosotros. Pero en Ella es Dios el que tiene morada. En Ella Dios decide y ama. En Ella Dios se da a los hombres en su entrega generosa y silenciosa. En su sí constante y fiel: «Hágase en mí según tu Palabra». Ojalá la Cuaresma cambiara nuestro corazón. Miramos a María. Todos necesitamos la conversión. Nuestro corazón se ha endurecido. Hoy escuchamos: «Convertíos y creed en el Evangelio». Necesitamos que estos días de Cuaresma nos cambien el corazón. La ceniza nos lo recuerda. Necesitamos que Dios nos coloque en nuestro lugar. Sentimos la misma impotencia que Él vivió en el desierto. La impotencia de un amor que quiere entregar la vida. Queremos que Dios reine en nosotros. Porque sólo así aprenderemos a sufrir con Él, a vivir con Él, a morir con Él. Necesitamos un agua pura que calme la sed de nuestro desierto, que nos llene el corazón herido y lleno de nostalgias. Necesitamos vivir cerca de Jesús en el desierto, para ser fuertes en la tentación, para confiar en que Él va a estar con nosotros todos los días de nuestra vida.