VI Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
«Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: - Quiero, queda limpio»
«Lo que sana es el amor incondicional de Dios, que no depende de mi respuesta, que siempre tiende su brazo hacia mí, queriendo que me conmueva, que me deje amar»
Los mártires dieron la vida por amor. Hubo coherencia en sus vidas. No querían morir. Querían simplemente ser fieles. Y si vivir sólo era posible renunciando a Jesús, entonces estaban dispuestos a perder la vida. La muerte no era su elección. Eligieron a Jesús, no querían dejar de vivir. Lo único cierto es que el motivo único de su muerte fue su amor a Jesús, su fidelidad a Él. Por eso, no fueron mártires aquellos a los que simplemente la muerte los encontró por azar. No. Para ser declarado mártir no sólo basta con morir por ser religioso o cristiano. Para ser mártir, sobre todo, uno tiene que haber vivido antes santamente. Los mártires derramaron su sangre con su vida y con su muerte. Se dejaron en vida el alma a jirones. Renunciaron a su propio bien por el bien de aquellos a los que servían. Y su sangre entonces, respaldada por sus vidas, se convirtió en semilla de nuevos cristianos. Su muerte injusta y cruel despertó el deseo de amar más, de querer más a Dios, de dar la vida por Él, de ser fieles, todo por amor, por sembrar la paz. Su muerte provocó mucho dolor y también un profundo deseo de ser fieles hasta el final. No despertó deseo de venganza, ni más violencia en los que presenciaron la injusticia. Pensaba en el horror de la muerte del piloto jordano quemado vivo hace ya unos días. Muchos martirios en la historia de nuestra Iglesia han sido igual de crueles. Me conmovió la reacción del pueblo jordano, cuando decidió matar a la mujer que tenían detenida. La violencia engendra, por lo general, violencia. Sin embargo, el cristiano mártir no es causa de nuevas muertes. No provoca con su muerte más violencia, ni más odio. El cristiano que muere mártir puede perdonar a todos sus enemigos antes de expirar. Y puede bendecir a sus propios verdugos aún con las manos clavadas. Eso me sorprende. El amor es más fuerte que el odio. Lo sabemos. Jesús, con su vida y con su muerte, con su forma de amar y dar la vida, inicia un nuevo camino, el camino de la misericordia. Abre una nueva puerta a la esperanza a los hombres que viven en tinieblas. Permite que se abran las puertas del paraíso colgado en el madero. Los que siguieron su camino fueron testigos de una nueva forma de vivir y de morir. Jesús sembró amor con sus gestos, nunca violencia. Perdón antes que odio. Silencio antes que gritos. Por eso los que fueron mártires como Él siguieron sus pasos, repitieron sus gestos. Pero en la vida no suele ser así. ¡Cuántas veces la violencia despierta violencia y el odio más odio! A veces lo vivimos en nuestra propia vida. Nos gritan y gritamos. Nos tratan injustamente y reaccionamos con violencia y somos entonces más injustos. La violencia puede despertar odio y venganza. No hay mansedumbre ni silencio en los gritos que piden sangre. Jesús nos enseña otra forma de amar. Ante el endemoniado que le grita y ataca, Jesús calla y lo cura. Él sembró paz con su amor paciente. Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿Cómo es nuestra forma de vivir y de morir?
Muchas veces no somos sembradores de paz. Una persona decía: «Me gustaría saber el porqué de tantas cosas y descubrir lo esencial del amor que vivo y entrego. Me gustaría levantar torpemente la esperanza, como una tea encendida que alumbre a todo el mundo. Me gustaría ser un señalizador del camino y un caminante. Un soñador y un realizador de sueños. Un aventurero y un hombre de raíces. Me gustaría tener hogar sin dejar de hollar los caminos. Aventurarme en el mar sin perder de vista la orilla. Confiar sin miedo y aprender a acariciar el miedo en mis entrañas. Me gustaría vivir y dormir, soñar y tocar. Así es la vida, así los sueños. Camino y sonrío apurando el viento. Abrazo la vida que se me regala como un don, y yo a veces la trato con exigencias». Pero muchas veces no vivimos así. Respondemos con rabia a la rabia. Y con gritos a los gritos. Con violencia a los insultos y ofensas. Ante la difamación no nos callamos. Metidos en una guerra, no pacificamos. Quisiera llegar a ser mártir en el amor. A veces me parece imposible. Mártir es el que pone a otro antes que a sí mismo. El que mantiene su creencia aunque esa fidelidad le traiga complicaciones. El mártir sabe para quién vive y por quién merece la pena dar la vida. Tantas veces se me llena la boca de promesas y luego no soy capaz de entregarme por entero. Hace falta tener a Dios muy dentro. Le pedimos a Dios que obre milagros en nuestro corazón y nos lo cambie. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu Santo, por medio de sus dones, desea llevar al amor hacia su más alta perfección, haciéndolo fructificar en un alto espíritu de apóstoles y mártires»[1]. Tener espíritu de apóstoles y de mártires, para no poner freno a la entrega, para no dar paso a la pereza y al egoísmo. Para entregar la vida sin miedo.
Me gusta un crucifijo en el que Jesús tiene el brazo derecho desclavado y tendido hacia los hombres. Sí, me impresiona que, a punto de entregar la vida, pueda pensar en socorrer a aquellos que toleran su dolor. Parece indefenso e impotente, casi muerto, y su brazo tendido hacia nosotros, tiene esa fuerza que desconcierta. ¿De dónde saca la fuerza? Definitivamente me gusta ese gesto de amor a punto de dar la vida. No puede salvarse a sí mismo y pretende salvarme a mí. Casi cuesta creerle. En realidad no me promete esa salvación que yo pretendo. No me asegura, al tenderme el brazo, que viviré feliz muchos años más aquí en la tierra. ¿Qué me puede ofrecer un moribundo? Tal vez quiera que suba yo con Él hasta el madero. Me cuesta pensar en el dolor. Lo temo. El otro día leía: «Reaccionar ante el dolor con animadversión es la manera de convertirlo en sufrimiento. Sonreír ante él, en cambio, es la forma de neutralizar su veneno. Nadie va a discutir que el dolor resulta desagradable, pero aceptar lo desagradable y entregarse a ello sin resistencia es el modo para que resulte menos desagradable. Lo que nos hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad»[2]. Yo no sé si soy capaz de sonreír o tengo demasiadas resistencias a la realidad. Pero seguro que Jesús me mira conmovido desde su cruz, desde mi cruz. Él no niega la realidad y me tiende su brazo, para que yo no me resista. Tal vez sólo pretende que me una a Él en esa vida que se desangra por los hombres. Su brazo tendido es entonces una invitación a estar con Él, en su cruz, a su lado. Es la misma invitación que les hizo a los discípulos en la orilla de un lago. Les invitó a compartir su vida. Su vida y también su muerte. Su brazo tendido es un último intento por captar nuestro corazón y nuestra mirada. Es el gesto más bello del amor. No es que Jesús necesite a nadie en su cruz. Pero sabe que yo sí le necesito a Él en mi cruz. No es que quiera salvarse con nuestra ayuda imprescindible. Curiosamente yo soy el que me salvo por su amor sangrante. Es la paradoja del amor de Jesús. Un moribundo logra darme la vida. Me conmueve ese brazo desprendido y tendido hacia mí. Una mano desclavada. Tal vez señala con él mi vida y me muestra el camino. Tal vez quiere tocarme, como los enfermos en la vida de Jesús querían tocar, aunque sólo fuera, un poco del manto de Jesús. Él quiere tocarme a mí. Y yo no puedo salvarle. Quiere tocarme no para salvarse Él, sino para salvarme a mí. ¡Él sabe cuánto sufro! Le necesito a Él en mi cruz. No puedo tolerar el dolor. Necesito que me calme en mi enfermedad. Necesitaría que me liberara de tanto dolor. En realidad no estamos hechos para sufrir. Y sabemos que el sufrimiento nos acompañará toda la vida. Como decía el P. Kentenich: «No quiero el sufrimiento por el sufrimiento mismo. ¿Qué es lo que quiero? Estar enteramente entregado a Dios»[3]. En el sufrimiento sólo queremos ser salvados. No lo queremos, no lo pedimos. Pero aceptamos con una sonrisa ese dolor que no buscamos. El brazo tendido hacia mí parece ser un consuelo. Me consuela su mirada y su amor. No quiero sufrir. Pero le pido a Dios que me libere de mis miedos. Es el único camino. Sentir como sintió Él. Subirme a su cruz. Encontrar la paz en la realidad de mi vida.
Es esa una evidencia en mi vida. No puedo sanar si Él no me sana. Lo necesito a Él. Necesito ese amor suyo incondicional que se derrama, que me tiende su brazo en mi dolor. Una persona rezaba: «Me ayuda a saber que me quieres por mi existir, más allá del servicio que pueda dar. Me quieres porque sí, sin necesidad de ningún motivo, sin necesidad de que te demuestre mi amor. Sin necesidad de que sea fecunda, sin necesidad de que acoja siempre a todos. Sin necesidad de una misión, que no sea tu misión. Sin necesidad de que viva con alegría el dolor, aunque intentaré hacerlo, porque te quiero». Lo que sana es el amor incondicional, que no depende de mi respuesta, que siempre se tiende en un brazo desclavado queriendo que me conmueva, que me deje amar. A veces, el enfermo puede tender a cerrarse en su dolor, a aislarse en su sufrimiento, a no querer recibir amor, como si no necesitara a nadie. Como si no hubiera nada más en su vida que pudiera darle sentido a tanto sufrimiento. El enfermo vive entonces una vida de enfermo, replegado sobre sí mismo. El otro día leía: «No se puede pedir fortaleza al enfermo, más bien hay que darle razones para que la tenga»[4]. Hace de su dolor el sentido de su vida y se cierra en su carne. El brazo tendido de Jesús desde la cruz quiere abrirnos. No sólo para hacernos capaces de recibir amor. Sino para hacernos capaces de amar más, de salir de nosotros mismos. Porque tendemos a cerrarnos, actuando como si el dolor sufrido justificase la indiferencia ante otros dolores, ante otras enfermedades. El gesto de Jesús me parece maravilloso. Cuando sufro tiendo a encerrarme en mi carne enferma y me cuesta ver que hay vida más allá de mi angustia. Siempre pienso que mi dedo, pequeño y frágil, puesto delante de mis ojos, es mucho más grande que la torre que veo en la distancia. Mi dolor más insufrible que muchos dolores injustos que hay en el mundo. Nadie sufre tanto como yo, porque soy yo el que sufre. Nadie puede juzgar la hondura de mi herida, ni la profundidad de mi angustia. Mi dolor, visto desde mí mismo, es el más grande. Es lo que le pasa a muchos enfermos que no son capaces de vencer el dolor que les vuelve egoístas. Sólo piensan en no tener dolor, como escuchaba hace poco: «Para mucha gente la felicidad es la ausencia de sufrimiento y dolor». La enfermedad nos cierra sobre nosotros mismos, nos hace autorreferentes, nos quita la perspectiva de la felicidad. Soñamos con no tener dolor, con estar sanos. Me gusta ese crucifijo con un brazo desclavado. Un Cristo que se muere y es capaz de salir a buscarme. Pretende abrazarme a mí que no estoy muriendo. Pretende decirme que la cruz es el camino de mi propia salvación, y que mejor no la niegue si quiero tener la vida eterna. Me deja tocar su manto ensangrentado. Me anima a tocar esa carne de la que huyo, esos clavos que me hieren, esa herida que me recuerda que yo también estoy herido. Su brazo tendido hacia mí me quiere hacer comprender que en mi dolor está el camino de la vida. En esa herida abierta de la que brota un agua nueva. Esa herida que escondo y rechazo. No quiero dudar. Quiero asirme a ese brazo tendido. Ojalá supiera yo tender un brazo al que lo necesita. No importa si estoy yo sano o enfermo. En cualquier caso va a ser necesario que sea capaz de soltar uno de mis brazos. Desclavarlo de los clavos que lo esclavizan y atan. Egoísmos, pereza, desidia. Dejarlo todo para amar, para mostrar el camino de la vida. Sí, me gusta ese Cristo desclavado porque me anima a vivir la vida de forma diferente.
Me impresionan las palabras que el leproso le dirige a Jesús: «Si quieres, puedes». Muchas veces, cuando de pequeño sentía la dificultad para lograr lo que quería, escuchaba esta misma frase. Si quiero, puedo. Era como una llamada a la lucha, a la confianza. Querer es poder. Y eso me animaba. Yo pensaba en mi interior que quería e inmediatamente brotaba una fuerza nueva que me animaba a la lucha. Claro que quiero. Seguro que puedo. La confianza de querer hacer algo lo hace posible. Creer es crear: «Sí crees en los sueños, ellos se crearán. Creer y crear son dos palabras que se parecen. Porque en realidad están cerca»[5]. ¿Cuántas cosas hay en mi vida que realmente quiero hacer? Hay muchas. Me levanto y quiero. Quiero luchar por la vida, por los proyectos que encienden el corazón. Quiero una vida santa, quiero llegar hasta la cima del monte. Aunque a veces no sé bien lo que quiero. Quiero todo y nada. Quiero dar la vida y retenerla. Muchas veces ese querer mío parece opuesto al de Dios y no quiero lo que me conviene. Y entonces le pregunto: «Y Tú, Jesús, ¿qué quieres?» Una persona rezaba: «Me gustaría tenerte siempre cerca, Jesús. Me da miedo alejarme. Descubro mi torpeza cada mañana. Hago lo que no quiero. No hago lo que Tú quieres. Evito lo que anhelo y sueño. Me encuentro caído en mitad de mi tormenta. No me creo que tu voz pueda calmar mis olas. Digo que confío y no suelto. Te digo que te quiero y no te sigo. Te prometo ser fiel hasta el final del camino y caigo alejándome de ti casi sin darme cuenta. Quisiera tener tus sentimientos y deseos. Quisiera atarme a ti como un náufrago. Quisiera amar como Tú amas. Soñar como Tú sueñas. Quisiera ser pobre como Tú. Descubrir otros mares en medio de mi mar, en lo más hondo. Jesús, quiero ser santo. Hacer lo que Tú quieres. Querer lo que Tú haces. Seguir tus pasos. Caer y levantarme. Otra vez, siempre de nuevo. Me gusta besar tu cruz. Déjame empezar de nuevo. Déjame quererte en silencio. Jesús, te busco y te sigo. Quiero las cumbres. Sueño los valles. Espero y tiemblo al escuchar tu voz de nuevo». Nuestro querer a veces se confunde. No sabemos bien lo que queremos. O queremos cosas que se contraponen. O no hacemos luego lo que queremos. Es, como decía San Pablo, esa debilidad del alma que no nos deja hacer lo que queremos: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago». Rom 7,19. Hacemos lo que no deseamos. Y nos vemos enfrascados en caminos que no son los que queremos. Aspiramos a las cumbres y deambulamos por los valles. Deseamos tocar el cielo y tocamos el barro. Queremos y no queremos. Anhelamos y no alcanzamos. ¡Qué frágil es tantas veces nuestro querer! O está enfermo y nos lleva a hacer aquello que no nos sana. Queremos lo que no es un bien para nuestra vida. Y no queremos lo que realmente nos haría crecer como personas. Cuando decimos que nuestro corazón tendría que ser como el de Jesús estamos diciendo algo muy grande. Como decía el Papa Francisco: «Haz nuestro corazón semejante al tuyo. De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo». Un corazón como el de Jesús es un corazón que quiere lo que Dios quiere. Son palabras mayores. Nos cuesta pensar en un corazón que se asemeje de tal forma al de Jesús que acabe deseando lo que Dios desea. Esa es la verdadera santidad. El P. Kentenich hablaba de la necesidad de inscribir nuestro corazón en el de Cristo. Es una gracia que Dios nos concede: «Es una fusión de los corazones. Se adentra inmediatamente en la región del subconsciente. Fusión de los corazones: esto prende en la vida subconsciente del alma»[6]. Es un verdadero milagro que tenemos que pedir cada mañana. Que el amor de Jesús penetre hasta lo más íntimo de mi ser. Que pueda sentir como Jesús siente. Hasta lo más hondo de mi mar. Hasta el subconsciente. Para acabar deseando lo que Él desea. ¡Qué difícil desear sus planes, sus sueños, quererlos! Pero lo sabemos, querer es poder. Si queremos algo lucharemos por ello, pondremos todas nuestras fuerzas al servicio de nuestro sueño. Haremos posible lo que parecía imposible.
Querer es poder. No se trata sólo de un dicho. El leproso mira a Jesús con fe. Sabe que Él puede. Cree en Él. Cree en Jesús. Se ha acercado a Él, no para ponerlo a prueba, sino porque piensa que Jesús tiene lo que él necesita, el agua que necesita. En el gesto implora, de rodillas, pero sus palabras son de una dignidad impresionante. Sencillas. Me admira. Solo le dice que sabe que puede, que cree, que confía, que Él lo puede todo. ¡Cuántas veces nosotros mismos pensamos que algo es imposible, y no lo intentamos! ¡Cuántas veces pensamos que no podemos, o que los que amamos no pueden! Y los limitamos. Creer en el otro hace que nada sea imposible. Creer en Jesús de esta forma tan sencilla, hizo que Jesús lo amase y se conmoviese. Seguramente vivía aislado, como mandaba la ley judía. El leproso era un hombre marginado de su pueblo. Vivía lejos de los hombres, totalmente aislado: «El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: - ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento». Levítico 13, 1-2. 44-46. El leproso se salta la norma que dice que debe estar lejos, apartado. Pero él ve algo diferente en Jesús. Es su única esperanza. Cuando uno se ha despojado de todo ya no tiene nada que perder. Conmueve cómo le implora, de rodillas. Lo necesita. Ya no puede más. Impresiona este hombre desesperado. Se acerca a Jesús. No le pide a otro que vaya con la súplica. Va él en persona. Necesita verle y decirle. Es valiente. Va hacia Él. Se expone. Le pregunta a Jesús con temor si Él quiere curarlo. De su querer depende todo. Él se sabe indigno e impuro. No tiene derecho a nada. Su presencia contamina al que se aproxima y por eso vivía aislado. Jesús quiere sanarlo. Se expone. Se acerca. Puede contagiarse: «En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: - Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: - Quiero, queda limpio». Me sorprende la fe del leproso. Creía en su poder. Sabía que Jesús podía hacerlo. Se atreve a acercarse. No es tan fácil porque podía temer el rechazo y el desprecio. Los leprosos vivían marginados porque ya habían sido despreciados por los hombres. Él cree en el corazón bueno de Jesús. Sabría que había curado a otros. Confía en Él, en su poder. Claro que teme que su querer no sea el suyo. Le da miedo que Jesús no quiera curarlo. Pero se arriesga, no tiene nada que perder. Ya lo ha perdido todo. Sólo le queda Jesús y le grita. Si quieres, puedes. Es tal vez un grito desesperado. O un grito de esperanza. La única puerta entreabierta. El único camino posible de salvación. Jesús oye su grito.
Dice el evangelio que Jesús sintió lástima. Se compadeció. Le tocó el corazón. No pasó de largo. Paró su camino. Por este hombre que llevaba solo toda la vida. Le dio pena. No pudo olvidarse de él. No pudo dejar de responder. Este momento debió quedar para siempre grabado en el corazón del hombre. No sabemos su nombre, sólo su enfermedad. Hasta ese día, sólo era eso, un leproso. Jesús se adapta, como siempre, a su petición: «Quiero, quedas limpio». Responde tal y como el otro le implora. Claro que quiere. Quiere curar a todos, quiere dedicar su vida a salvar, a sanar, a hacer el bien. Pero hace algo más, como siempre pasa con Dios. Dios siempre supera nuestras expectativas. Es verdad que a veces no somos capaces de verlo, porque sólo vemos lo que nosotros queremos. Jesús lo toca. Ese gesto merece una vida entera. Lo toca. El intocable. El que vive lejos, sin contacto con nadie. El leproso. El marginado. Se atreve a acercarse. Jesús también se atreve y lo toca. Toca su cuerpo con sus manos misericordiosas. Y cura su herida de amor. Cura su soledad. Su miedo. Su aislamiento. Su angustia. Jesús lo toca. Antes nadie lo había tocado, desde que estaba enfermo. Me conmueve la delicadeza de Jesús. Con su palabra cura su lepra. Con su gesto sana su corazón. Jesús sabe de su soledad y de sus sueños ocultos. Jesús le dio un nombre a este hombre que hasta ahora sólo era un leproso. Le pidió que fuese al sacerdote para que comprobase su curación y pudiese volver a la sociedad. Ser uno más. Vivir entre sus hermanos. Le regaló algo importante para vivir: la pertenencia a otros. Le dio un nombre que lo hacía hermano. Toca su cuerpo y su alma. Me maravilla. Su forma de comprender al otro y acoger su historia y su vida. Tocarlo es probablemente lo que este hombre necesitaba desde siempre. Tocó su herida. Lo consoló. Le devolvió la dignidad de hombre. No hay mayor amor. Los ojos de Jesús vieron su lepra y su dolor. Su enfermedad y su anhelo. Su miedo y su necesidad. Su fe. Quiero. Puedo. Lo tocó. Y quedó sano. Le pido que me regale sus ojos para saber ver el corazón del hombre, para saber tocar la herida del otro con infinito amor y ternura. Sin hacerlo sentir mal. Con respeto. Como quien toca algo sagrado. Muchas personas se acercan y nos preguntan lo mismo que a Jesús: «Si quieres, puedes». Muchas veces, no con estas palabras. Lo suplican de otra forma, a su manera. Lo imploran con insistencia. Una persona mayor, al visitarla, me dijo: «Te echo de menos». Yo estaba, pero a lo mejor podía estar más. Resonó en mi alma. Si quiero, puedo. Lo toqué con delicadeza. Quiero. Me gustaría dar más de lo que me pide. Como lo hacía Jesús. Su forma de curar es más de lo que parece, como siempre en las cosas verdaderas de la vida. Va a lo más hondo. Le pido a Jesús que cure con mis manos. Con mis gestos. Con mis silencios y con mis palabras. Le pido que su amor sane esa herida más honda que todos tenemos. Yo quiero. Y Jesús puede, en mí, hacer milagros.
Me sorprende la audacia de Jesús. Jesús es capaz de tocar a un leproso. No teme el contagio, ni el rechazo. Él mismo podía enfermar y convertirse en un marginado. Podía hacer fracasar el mismo plan de Dios. A veces en la vida perseguimos planes y proyectos. Jesús iba desvelando el suyo. En ese gesto audaz podría haberlo echado todo a perder. Pero se arriesga. Toca al leproso. Con frecuencia deseamos que se realicen las obras de Dios. Creemos que somos importantes, instrumentos aptos y pensamos que sin nosotros no será posible llevarlas a cabo. Son proyectos buenos, santos. Me conmueve, porque yo mismo caigo a veces en la misma tentación. Tengo mis proyectos y me siento importante. Decía el cardenal Fco. Xavier Nguyen van Thuan cuando fue detenido: «Muchas veces fui tentado, atormentado por el hecho de que tenía 48 años, edad de la madurez; había trabajado ocho años como obispo, habiendo adquirido mucha experiencia pastoral, ¡y ahora me encontraba aislado, inactivo, separado de mi pueblo, a
El leproso era un hombre impuro, marginado, herido. El pecado nos hace impuros. Es nuestra lepra interior que nos lleva a encerrarnos y marginarnos. Nos hace sentirnos impuros por la culpa que hiere el corazón. Nos tira hacia abajo y logra que dejemos de soñar con las alturas. No nos sentimos capaces de luchar, de aspirar a algo más grande. Nos hace sentirnos indignos de Dios. Jesús viene a romper este círculo y nos hace sentirnos capaces, buenos, sanos, amados, perdonados. Rompe esta dinámica del pecado que aísla, con esa imagen que a veces tenemos de que, para acercarnos a Dios, tenemos que ser totalmente puros e inmaculados. Jesús rompe este esquema. La santidad llega al hombre, no es el hombre el que se hace santo. Dios santifica al hombre en lo que más lo excluye. Lo purifica de su pecado. Al tocar a un impuro Jesús lo sana. Corre el riesgo de ser marginado por impuro. Sana su pecado y lo libera. Hoy escuchamos en el salmo: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito. Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: - Confesaré al Señor mi culpa. Y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado». Jesús limpia al leproso de su mal. Jesús hoy nos limpia de nuestro propio pecado, de la lepra que nos hace sentirnos impuros. Creo que hay pecados en nuestra vida que nos dejan muy marcados. Otros no, es verdad. Los repetimos con frecuencia, pero su poder no es tan grande. Pero hay algunos pecados que nos dejan muy heridos para siempre, tocados. Están en lo más hondo dormidos y a veces despiertan de su sueño. Son aquellas infidelidades en las que, tal vez, no somos aún capaces de perdonarnos. Aquellas caídas inconfesables que nos laceran por dentro. El propio perdón es el que más nos cuesta. Necesitamos el perdón de Dios que nos sana para poder llegar a perdonarnos. Santa Teresa escribió: «Conocer a Jesús como Él se conoce y llevar una vida semejante a la de Dios. ¡Alma, cuán grande es tu vocación, cuán infinitamente grande es tu tarea! Abandona, por lo tanto, el mundo y las tierras bajas. Allá arriba sopla un aire puro»[7]. Jesús quiere y puede sanarnos. Su amor purifica el corazón y nos da un aire puro. Nos toca, nos levanta. Logra lo que nosotros a base de golpes no logramos. Arriba sopla un aire puro. Abajo, en mi alma, cuando estoy hundido, el aire no es puro, está muy viciado. Me quedo centrado en mi herida y no salgo de ahí. No veo más allá de mis miedos y dolores. Como ese enfermo que no es capaz de descentrarse porque su dolor es demasiado fuerte. El leproso de hoy vence su miedo y sale. Pide ayuda. Suplica perdón. Cuando nosotros nos confesamos estamos haciendo lo que el leproso hace hoy. Estamos venciendo las barreras que no nos dejan avanzar. Confiamos en ese amor de Dios. Me recuerda a Santa Bernardita, que, en la gruta de Lourdes, es capaz de excavar buscando agua donde María le pide: «Ve a beber a la fuente y a lavarte. La joven primero se dirigió hacia el Gave, pero la Señora le dijo que no era ahí y le indicó un punto. Bernardette vio un charco de agua con barro pero demasiado poca para poder recogerla. Comenzó a excavar con las manos y lo logró: tomó el fango, lo bebió y se lo pasó después por la cara ensuciándose. Al día siguiente ese charco se convirtió en un torrente y después, poco a poco, en un verdadero riachuelo». Dios sabe sacar agua pura del barro. Y me hace creer que en el barro hay agua. De allí donde no hay nada hace brotar la vida. De nuestra vida, llena de impurezas y pecados, logra milagros, logra un agua pura. Siempre me conmueve escuchar esta historia. Hace falta mucha fe para excavar en el barro. Ella confía y lo hace. A mí a veces me cuesta. Creer que excavando en mi barro saldrá agua, una fuente, un riachuelo de vida, es un milagro. Es el milagro del amor de Dios en mi vida. Construye sobre mi barro, con sus manos, con mis manos. Abre una zanja. Logra que brote la vida. Así, de una piel impura, logra una piel que deja ver el sol. Es el amor de Dios el que lo logra. Hoy le pido a Jesús que me ayude a ver el alma más allá de la lepra. Que me enseñe a mirar el corazón, el mío, el de otros. A calmar la soledad y la sed de pertenencia de tantas personas heridas y marginadas. Y le pido, también, de rodillas, que me toque con sus manos justo en ese lugar que me duele. En mi herida. Todos tenemos, como el leproso, una herida de amor, que solemos tapar, para no sufrir más, porque ya estamos cansados. Esa herida tiene que ver con nuestra historia y nuestra forma de ser. Le pido que toque la mía, que calme mi soledad y mi sed de amor. Mi sed de pertenencia. Creo. Creo en Él. Creo que sólo Él puede sanarme. Quiero que me sane. Y desde mi herida, le pido que me ayude a acompañar a otros. A vivir como Él, dejando que se acerque cualquiera, sin elegir, sin poner la etiqueta de leproso, o de lo que sea. Sin temor a contagiarme. A perder mi fama, mi honor, mis proyectos, mis sueños. Quiero que me toque Jesús y sane mi corazón.