Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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V Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Job 7,1-4.6-7; 1 Corintios 9, 16-19. 22-23; Marcos 1, 29-39

«Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: - Todo el mundo te busca»

«Me gustaría aventurarme por la vida con un corazón de niño. Tocar la belleza más sencilla. Me encantaría desentrañar misterios, descubrir la luz. Dar claridad y aire a los cuartos oscuros»

A veces no valoramos lo que tenemos y no le damos importancia a la vida cuando todo va bien. El otro día vi un video en el que le preguntaban a un grupo de personas sanas qué les hacía felices y qué deseo le pedían a la vida. Estaban sentados al lado de jóvenes con cáncer y sus familiares, pero no podían verse entre ellos. Ante esas preguntas respondieron cosas muy diferentes. No valoramos la vida de la misma forma cuando la estamos perdiendo, cuando sufrimos la enfermedad y los límites. El otro día leía: «Las pérdidas son positivas. Me lo enseño el cáncer. Cada día sufrimos pérdidas. Algunas importantes que nos desilusionan. Otras menores que nos inquietan. Cuando pierdes convéncete de que no pierdes. Estas ganando la pérdida. Debes saber que tarde o temprano todo lo que ganas lo perderás»[1]. Nos dan miedo las pérdidas. Pero aprendemos con ellas cuando llegan. ¡Es tan importante aprender de la vida! Tengo la sensación de estar aprendiendo todos los días. Me da miedo acostumbrarme a las cosas y no aprender nada de nadie, no esperar nada, desear cosas vacías. Creo que tengo mucho por hacer. Valorar los detalles, las cosas pequeñas de cada día. Soy torpe y caigo. Sueño y me levanto. Espero y me impaciento. Porque me falta esa paciencia de la que tanto hablo. Quisiera ir más hondo, mar adentro, y no quedarme en la superficie que todo se lo lleva, en la orilla que mira el mar desde lejos. Sin involucrarme, sin comprometerme. Me gustaría mirar el alma con ojos puros. Mi alma, otras almas. Sonreír en medio de la tormenta sin temer que la voz de Jesús no llegue a calmar las olas. Me gustaría aventurarme por la vida con un corazón nuevo, de niño, capaz de descubrir la vida debajo del polvo que la cubre, la luz debajo del celemín olvidada. Valorar lo que tengo como un don. Desear tocar siempre la belleza más sencilla de la vida. Me encantaría desentrañar misterios escondidos, descubrir la luz, verlo todo claro. Dar algo de claridad y aire a los cuartos oscuros. Me gustaría reinventarme cada semana. Volver a empezar como los niños, sin atarme al juguete roto sobre el suelo. Me gustaría amanecer con un nuevo día, cada mañana, con una sonrisa, con nuevos ojos. Decir palabras bellas. Escribir esperanzas. Dibujar el sol rompiendo las sombras de la noche. Me gustaría adentrarme en la barca con Jesús a los remos. Me alegraría ser capaz de confiar siempre, sin tantos miedos. Prefiero vivir un día nuevo que repetir mil ya olvidados. Prefiero levantarme y comenzar a vivir antes que dejar, en mi pereza, que la vida me viva. Quiero perdonar y olvidar, caminar y esperar a otros, a los que van despacio. Prefiero un silencio en el momento oportuno que tantas palabras que sobran en mis labios. Me gusta más el mar que un simple lago. El sol que la tormenta. Subir más alto sin temer el cansancio que quedarme descansando en una piedra. Me alegra la vida, caminar despacio, detenerme de repente. Aunque tienda a caminar rápido habitualmente y a no pararme tantas veces. Me gustaría respetar y cuidar siempre los procesos de las personas a las que quiero, sin importarme el tiempo, ni la edad con la que cuentan. Respetar sus ritmos. La lentitud o la rapidez. No forzar. Esperar. Es bonito esperar al otro, aunque nos cueste. Queremos ver ya los resultados, los cambios. Pero importa más ir a su lado que llegar antes. Si va más rápido que yo, me esforzaré o le pediré que me ayude. Otras veces, si va más lento que yo, puede que tenga que hacer cosas que de otra forma nunca haría. La lentitud nos permite detenernos y perder el tiempo, o hacer otras cosas. Pero también sé que, al ir más lento, dejaré de hacer cosas que hubiera hecho mejor yendo solo. Eso importa menos. En realidad, ir juntos es más importante que ir más rápido.

Siempre me gusta cuando el Evangelio cuenta lo que Jesús hacía. Lo miramos a Él al verlo actuar en un día. Un día cualquiera de esos treinta tres años que vivió con el hombre, siendo hombre, como un hombre cualquiera. ¿Un día basta como ejemplo de toda una vida? El hacer habla mucho de cómo somos, de nuestra misión, de nuestras opciones, de nuestras debilidades y deseos, de nuestras pasiones y gustos, de lo que llena el corazón, de lo que habla la boca. Nuestras obras nos delatan. Valen más que mil palabras. Son más contundentes, tienen más fuerza. Son como una roca, no se las lleva el viento como a las palabras. Nuestras acciones tienen fuerza. ¿Bastaría un día de nuestra vida para decir cómo somos, quiénes somos? ¿Nos podrían valorar sólo por un día? ¿Serían concluyentes las obras de ese día? ¿Nos definirían y mostrarían todo lo que podríamos llegar a ser? Si tuviéramos un mal día y ese se tomara como referencia, no sería justo. A lo mejor no basta un día. ¿Con Jesús nos basta sólo un día? El hacer de Jesús habla de cómo es. Vivió pocos años pero esos años los vivió intensamente. Cada día de Jesús era fiel reflejo de toda su vida. No sabemos cómo era un día suyo en Nazaret. Pero sería un día pleno, lleno de vida, de miradas, de palabras, de silencios. También nos bastaría. Sería un día como los que luego siguieron. Un día en la vida de Jesús era un reflejo claro de su alma. Era como mirar el lago. Tiene la misma palidez en la superficie. El mismo lento movimiento de las aguas. Pero, al mismo tiempo, tiene la misma vida honda por dentro, las aguas más profundas que se mueven con intensidad. La vida de Jesús se describe en pocas palabras, pero nos quedamos con el reflejo pálido de sus actos. La hondura de su vida, como la del lago, sólo la intuimos. Percibimos que hay mucho más de lo que vemos. Sabemos por sus gestos que hay una profundidad inagotable. Leemos en sus palabras un mundo inmenso y bello. Jesús curaba, hablaba, oraba, miraba, tocaba. Se dejaba tocar. Se dejaba invadir. En pocos años curó a pocos hombres, podría haber curado a tantos. Dijo pocas palabras cuando pudo haber dejado largos testamentos espirituales. Vivió en pocos lugares. ¡El mundo es tan vasto! ¡Es tanto el dolor que hay entre los hombres! Harían falta infinitas vidas para calmarlo todo. Infinitas palabras y gestos para curar a todos. No pudo traer la paz siendo Él el príncipe de la paz. No supo unir a todos cuando Él era familia. Le faltaron vidas. Le faltaron palabras. Le bastó morir una vez para salvarnos a todos. Necesitó más días. Pero tal vez mirar un día en su vida basta para que me enamore. Sólo una noche oscura para preparar la luz eterna. Una persona decía: «Me gusta mirarle. Son días para mirar sus pasos. Me llama a seguirle. Y yo le sigo torpemente. Le miro a los ojos y quiero vivir como vivió Él. Con sus sentimientos que tantas veces me parecen imposibles. Son imposibles para mí que soy tan frágil. Pero me gusta mirarle y adentrarme en su barca, en mi barca. A veces creo que será imposible, que nunca tendré sus sentimientos ni seré como Él, que siempre me guardaré una carta en el alma, que mi reserva hará que no sea sincera mi entrega. Me da miedo fallarle y dejar de seguir sus huellas. Me impresionan aquellos que no dudan y lo dejan todo por seguir sus pasos». Me gusta mirarle. El alma tiene siempre una semilla de idealismo dentro, a veces dormida. Al mirar sus pasos el idealismo se enciende, se despierta la vida, brota. A mí también me gustaría acabar con todo el mal del mundo. Evitar de un plumazo el dolor y el sufrimiento. Erradicar el hambre y la enfermedad. La crueldad y el odio. Eliminar la soledad del corazón humano. Acabar con las injusticias para siempre. Por eso me rebelo injustamente ante los que no hacen nada y se esconden en sus hogares protegidos. Injustamente porque no puedo juzgar sus motivos para no moverse, para no ponerse en camino. Yo mismo siento que fallo y caigo, y no me juzgo tanto, soy más indulgente. Pero a veces me rebelo contra mí mismo cuando no hago nada, o no hago todo lo que podría hacer para cambiar el mundo. También yo necesitaría más días, más vidas, más palabras y gestos. ¡Hay tanto que hacer para salvar el mundo! Dios me ha dado unos días, un lago, unos hombres, sólo una vida y unos días con sus noches. Igual que a Jesús. Un solo idioma. Jesús hablaba arameo, conocía algo de hebreo y griego. Pero no sabía latín. No sabía todos los idiomas. Yo tampoco. No conozco a todos los hombres. No puedo salvarlos a todos. Jesús tuvo los días contados y las horas. Durmió, como perdiendo el tiempo. No tuvo una agenda llena de reuniones y citas. No programó sus días concienzudamente. Un día parece poco. Hacemos poco en un día, en una vida. Siento la impotencia. Miro su día, miro mi día. Quiero una vida plena. Llena de vida para otros. Llena de milagros para los que sufren. Que mi amor cambie la realidad que me rodea. Que pueda sembrar esperanza donde Dios me ha puesto. Un día, cien días. No importa. Él sabe.

La vida es un camino largo. Un camino en el que las cosas cambian y hay etapas. El crecimiento no es lineal, aunque a veces lo pretendamos. Queremos que sea lineal y siempre ascendente. Siempre más, siempre mejor, sin altibajos. Pero no es así. Hay ascensos y descensos. Corremos hacia una meta y, al alcanzarla, nos calmamos. Dejamos de correr. Surge otra meta. Parece que retrocedemos. Pero todo el crecimiento verdadero surge desde dentro y se manifiesta en el exterior. Va desde el alma a la vida. Desde lo más hondo del lago a la superficie cambiante. Unos pocos actos que reflejan la hondura del alma. La vida crece desde dentro. Con el tiempo vemos que muchas cosas que pensábamos que eran nuestras, no son nuestras en realidad, no son asumidas, no nos pertenecen. Se nos habían pegado a la piel torpemente y, con la llegada de momentos difíciles, entre idas y venidas, con saltos y caídas, se desprenden de la piel rápidamente y caen. Decía el P. Kentenich: «De esta forma la pedagogía de actitudes quiere superar todo tipo de amaestramientoformalista, donde las formas o costumbres que se generan no son asumidas desde dentropor las personas»[2]. Queremos crecer desde dentro, no adiestrarnos, no adquirir formas exteriores que con el tiempo nos muestren que no son verdaderas. No aplicamos moldes y esperamos que la vida se adapte a ellos. A veces nos gustaría educar así a los hijos. Vestirlos a todos iguales y lograr que brille así su uniformidad, cuando son distintos. Las diferencias inquietan. Que tengan buenos hábitos y costumbres, y sean presentados con dignidad en sociedad. Que no desentonen, que se adapten a lo que los demás esperan de ellos. En la educación hay cosas que pueden ser captadas en lo más profundo. Otras que se quedan en la superficie y no duran. Lo auténtico, lo que está dentro, permanece para siempre. Lo que sólo está en la superficie, puede que acabe muriendo. La educación ha funcionado cuando las cosas aprendidas quedan marcadas para siempre en el alma. Es lo auténtico, lo verdadero, lo que no caerá cuando lleguen tiempos difíciles. Somos lo que somos en momentos en los que no estamos protegidos por el ambiente, por las personas que nos ayudan a cuidar nuestros actos. Somos lo que somos en momentos de tensión y dolor, cuando dejamos de lado la diplomacia y las apariencias. Cuando nos liberamos del qué dirán y dejamos trasparentar nuestro verdadero yo. Allí la persona es lo que es, sin tapujos, sin máscaras, sin pretender ser políticamente correcta. Cuando la educación ha calado lo instintivo, lo más hondo del alma, podemos decir que ha dado fruto. Lo mismo sucede en la educación en la fe. El hombre religioso lo es cuando ha tenido una experiencia honda de Dios. Cuando ha visto su rostro en lo más hondo del lago. Cuando lo ha tocado en su vida torpemente. Cuando ha navegado en las aguas profundas y se ha encontrado con el Dios de su historia y lo ha mirado sin miedo. Decía el P. Kentenich: «Conocimiento experiencial de Dios. ¿Qué quiere decir esto? Vivencias de Dios, interiorización de Dios; el intimar con Dios, tener vivencias divinas, tener la vivencia de Dios. Así pues, no sólo conocer a Dios. Vivencias de Dios hasta lo profundo del subconsciente, de la vida del alma»[3]. Cuando es así. Cuando Dios ha calado en lo más hondo de mi mar, entonces podré decir que el crecimiento espiritual es verdadero y permanente. Crecer hacia dentro, más que en muchas formas exteriores por las que otros puedan creer que estoy más cerca de Dios. Lo de fuera importa poco. La hondura de Jesús era tan grande que los actos de un día apenas desvelan el misterio. Hacía cosas, pero Jesús era mucho más de lo que hacía. Nuestras formas se quedan cortas, o no se corresponden con lo que hay. Las apariencias muchas veces engañan. A veces me he encontrado con personas que parecían muy santas, muy devotas, muy profundas y cercanas a Dios y luego me he sorprendido al ver su inmadurez espiritual. Lo exterior importa menos que lo interior. Los actos de un día importan menos que la profundidad del alma que actúa. Hay personas que no parecen tan santas en apariencia, pero llevan una vida heroica y fiel a Dios oculta en su misterio. Jesús es mucho más que sus actos y, al mismo tiempo, sus actos abren tímidamente la puerta a su alma. Por sus actos nos acercamos a su corazón roto, de pastor, de hermano, de hijo, a su corazón apasionado por la vida, por lo sencillo, por el hombre. En sus actos limitados vemos dibujado lo infinito de su amor. Importan los actos, pero lo que más importa es ese crecimiento hacia dentro. Ahí está Dios tejiendo con delicadeza mi historia. Ahí es donde vamos tallando nuestro verdadero yo, con sus manos, con mi fuego. Lo más auténtico está dentro, oculto, enterrado, inexistente para esos ojos que no son capaces de captar lo más verdadero de la vida.

Allí, en nuestro interior, hay luz y oscuridad. Allí somos nosotros mismos y anhelamos ser mejores, o distintos de lo que somos. El crecimiento verdadero pasa por luchas y quebrantos. Por crisis en las que nos confundimos y pensamos que todo está perdido. Por saltos de crecimiento en los que superamos etapas. Porque las crisis no son necesariamente malas. Salvo cuando no las tomamos en serio y nos bloquean y ciegan. O cuando echamos a perder nuestra vida tomando decisiones apresuradas en aguas revueltas, porque creemos que lo que nos pide la vida es actuar y decidir. A veces nos cuesta mucho aceptar que el crecimiento tiene crisis. Y por eso negamos las crisis que se puedan dar en el alma. El Padre Anselm Grün comenta: «Conozco mucha gente que, en la mitad de su vida, entra en crisis. Muchos ni se permiten esta crisis. Sobre todo, porque nadie debe notar que su vida ya no está en el equilibrio que le gustaría mostrar hacia fuera. Y por eso intentan controlar la crisis con violencia». Es el intento por ocultar la verdad. Por mantener las apariencias. El corazón se niega a ver a Dios en medio de la crisis. Añade: «Frecuentemente el hombre reacciona mal ante la crisis a la que Dios le ha llevado. No reconoce que Dios hace algo en él y que sería importante dejar obrar a Dios en sí»[4]. Estamos creciendo y el crecimiento tiene crisis. Y muchas veces en esa crisis está Dios trabajando, desentrañando, liberando, rompiendo, desvelando. Nos va mostrando quiénes somos en lo más hondo de nuestro ser quitando lo que es superfluo. En medio de esa crisis podemos llegar a dudar de todo aquello en lo que antes creíamos ciegamente. Podemos llegar a tener la tentación de tirarlo todo por la borda. Son épocas llenas de incertidumbres y dudas. De oscuridad y poca luz. Podemos tener la tentación de huir de ellas. Pero también podemos enfrentarnos a ellas con un corazón de niño, un corazón humilde y dócil que está siempre dispuesto a aprender. En mitad de la crisis las cosas no están claras. Sólo está claro que el crecimiento trae consigo cambios profundos y a lo mejor todo se tambalea de repente. Cuando salimos de una crisis podemos mirar hacia atrás y ver el camino recorrido. Las crisis son pasos necesarios. Podemos salir más fortalecidos si nos dejamos iluminar por Dios en medio de la oscuridad y la tormenta. Muchas de nuestras crisis en el desarrollo tienen que ver con etapas no vividas adecuadamente. Pueden darse también por no haber aceptado episodios de nuestra historia o características de nuestra personalidad que nos resultan incómodas y duras. La culpa y la debilidad tienen también mucho que ver en este desarrollo. El P. Kentenich se refiere a ello: «La culpa y la debilidad no comprendidas ni admitidas se convierten en caldo de cultivo de muchas enfermedades físicas y psíquicas. La virtud que opera la sanación en esta área es la humildad. La clave de la humildad reside en la correcta autovaloración»[5]. La humildad nos sana siempre. Asumir quiénes somos y quiénes podemos llegar a ser parece sencillo, pero no lo es. Crecer supone llegar a aceptar nuestras debilidades y caídas, nuestros errores y omisiones, nuestra historia imperfecta, llena de renglones torcidos. Aceptar y valorar la belleza de nuestra vida con todo lo que tiene. Una sana autoestima. Todo eso es fundamental para superar las crisis en las que muchas veces caemos. La aceptación y la valoración de nuestra verdad sin miedo, mirando cara a cara quiénes somos. Es la salida, es el camino. Crecemos desde dentro hacia fuera. Desde nuestra verdad más honda y nunca desde la máscara con la que queremos cubrir quiénes somos en realidad. La humildad nos permite mirarnos con sencillez, ver lo bueno y lo malo que tenemos. Descubrir la luz y no temer las sombras que tantas veces parecen ocultar el camino. Amar lo que Dios nos regala y esperar el nuevo día que nos trae esperanza.

Esta semana hemos recordado a María como Madre de aquel que es la luz verdadera. Me gusta la fiesta de las candelas. María presenta al Niño en el Templo. Todo se llena con su luz. Me gusta la luz de Dios, de María en el Santuario. Me gusta la luz que muchas personas tienen cuando hay paz en su corazón, cuando están llenas de Dios y brillan así entre los hombres. Decía el P. Kentenich: «Cuando uno encuentra la luz de la verdad, se da cuenta de que es una luz para todos; desaparecen las polémicas y es posible entenderse mutuamente o al menos hablar el uno con el otro, acercarse. El camino del diálogo consiste precisamente en estar cerca de Dios en Cristo, en la profundidad del encuentro con Él, en la experiencia de la verdad, que nos abre a la luz y nos ayuda a salir al encuentro de los demás: la luz de la verdad, la luz del amor»[6]. Dar luz, ser una tea encendida. El otro día murió un hombre ya en su ancianidad después de haber dejado una larga descendencia, casi un pueblo entero. Y decía de él un amigo suyo: «Sabía que se alejaba aquel amigo que portaba una tea que todo lo iluminaba». ¿Llevamos nosotros una tea encendida en el corazón? Es la luz de Dios en nosotros la que nos ilumina y rompe la oscuridad del alma. María es la Virgen de las candelas. Lleva la luz que ilumina el mundo. La lleva en su corazón, en sus brazos, la entrega. No se guarda la luz para sí. La enciende en mi alma para que yo ilumine a otros. Parece tan sencillo pero muchas veces la vida apaga mi luz. Lo noto en seguida. En cuanto me alejo de Dios, me apago. Cerca de Él me enciende su fuego. Suele ser siempre así. Pero yo a veces pienso que la luz es mía, fruto de mis esfuerzos y sacrificios. Me confundo. No es mía. Es de Dios en mí y eso me da esperanza, me sana, me llena de vida. Necesito su luz para brillar. Es verdad que hay personas que nos dan luz. Pero si luego yo no cuido esa luz, se vuelve a apagar. Tendría que ser tan fuerte la luz que muchos pudieran servirse de ella. Pero necesito el aceite de su amor para que permanezca encendida. El aceite que se recibe en oración, cerca de María, cerca de Jesús.

Me gusta mucho una frase que hemos escuchado hoy en labios del profeta: «Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre. El Señor sostiene a los humildes». Me gusta que sane los corazones destrozados. Así lo hizo Jesús en su paso por la tierra. Mi corazón está herido. Y hay tantos corazones enfermos a nuestro alrededor. Hoy lo hemos escuchado: «Le llevaron todos los enfermos y endemoniados». Y Jesús los curaba. Los sanaba desde dentro. Eran enfermos del alma y del cuerpo. Enfermos que buscaban la esperanza en medio de su dolor. Habían sufrido las pérdidas y necesitaban una promesa de plenitud. Dios sana los corazones destrozados. ¡Cuántos corazones destrozados existen hoy! Me impresiona. Son muchos los hombres que vagan sin esperanza en medio de vidas aparentemente con sentido. ¡Hay tantas vidas rotas que han conocido la derrota y el fracaso, la frustración y el engaño! ¡Tantos corazones heridos en lo más hondo! Una persona rezaba: «Doy vueltas en torno a mí. Avanzo, callo y sueño. Me gustaría tocarte, Jesús, en todo lo que hago. No lo consigo. Me busco y no te encuentro. Me encuentro con la pálida sombra de lo que podría llegar a ser mi vida. Truncada, frustrada, a mitad de camino. Espero una plenitud que no dibujan mis manos. Sueño con un infinito que apenas percibo. Espero una alegría que apenas refleja mi sonrisa. Espero a que alguien abra la boca para pronunciar un día lleno de vida y de luz. Mientras, sigo soñando. Me gustan la vida y los días que pasan. Quiero retener las sonrisas y apagar los miedos. Anhelo un final feliz para mi vida. Y, mientras tanto, camino y sueño, deseo y busco». Jesús pasó sanando corazones que buscaban, alegrando vidas que soñaban. Miró hasta lo más hondo y encontró la belleza. Tocaba a los enfermos con sus manos heridas. Los sanaba con su mirada. La misericordia era la llave que abría la puerta de la esperanza. Jesús hacía lo que tantas veces nosotros no hacemos. Jesús se detenía y miraba a los hombres. Perdía el tiempo con ellos. Lo sabemos bien. Admiraba al otro y le hacía sentir que lo admiraba. Ese es el camino de la sanación. Es una fuerza impresionante que nos tira hacia arriba y saca lo mejor de nosotros. De lo contrario, al pensar que no confían en nosotros, esa fuerza tira de nosotros hacia abajo. Creer en el otro a pesar de que le conozca, y dejar siempre espacio a lo nuevo, a que me pueda sorprender, es el camino de la misericordia. Es sanador que nos miren así. Es sanador mirar así. Jesús pasó así junto a los hombres, sanando, mirando, enalteciendo.

Hoy seguimos recorriendo un día de Jesús: «La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar». Jesús cura a muchos. Cura a la suegra de Pedro. Me impresiona su forma de curar. Habla de la delicadeza de Dios. Se acerca. Se inclina. La toma de la mano. Podía hacerlo desde la distancia. Él lo puede todo. En ese gesto está su amor humano. Sabe que los hombres necesitamos caricias, que nos toquen, que nos besen, que nos abracen. Él también lo necesita. Necesitamos que Dios toque con sus manos nuestras heridas, desde cerca, a nuestro lado. Jesús se deja tocar. Jesús toca. Se pone al lado. La levanta. Y ella se pone a servirles, la hace capaz de amar de nuevo, de ponerse en pie. Lo primero que hace después de estar enferma es servir a otros. La fuerza sanadora de Jesús la levanta, le da un corazón nuevo. Jesús nos sana y libera. Nos da la fuerza para amar y servir. Jesús, al liberar el corazón enfermo, lo capacita para vivir la vida con pasión, intensamente. Le pido que me levante cada día para servir, para dar lo mejor que hay en mí y que guardo a veces porque no lo valoro, porque tengo miedo de que otros no me acojan, por comodidad. Así pasó Jesús por la tierra. Acercándose a cada hombre. Viviendo y amando intensamente. Inclinándose ante el misterio sagrado del alma de cada hombre. Cuando Jesús cura, establece entre él y la persona un momento de intimidad único. No cura simplemente lo físico. Jesús hace sentir al otro que le importa. En ese momento sólo existe esa persona. Mira hacia dentro del alma. Con compasión, con misericordia. Y eso es lo que de verdad sana el corazón, ya lo sabemos. Jesús nunca hace milagros para demostrar que es Dios. Cura por amor, por compasión, mirando a los ojos, leyendo en su mirada todos sus sueños y sus miedos, acogiéndolos. Le conmueve el dolor del hombre. Me gustaría ser como Él. Acercarme al otro y no esperar que la gente venga a mí. Buscar al otro por lo que es, no por lo que me puede aportar a mí. A veces me protejo tanto. Me alejo de los demás para no herirme. Jesús pasó por la tierra, cada día, acercándose a los hombres. ¡Cuántas veces ante problemas de los otros damos soluciones, cuando lo que necesitan es que estemos a su lado, que los toquemos, que nos pongamos junto a ellos! No quieren que desde lejos les digamos lo que tienen que hacer. Jesús sale de sí mismo cada día para ir hacia el otro. Tiene el oído atento a cualquiera que le implore por otro. Jesús no pone límites a su amor. No calcula, se entrega. A veces podemos vivir cumpliendo obligaciones, ateniéndonos a los límites, amando con cuentagotas. Medimos, calculamos, contabilizamos. Y no nos abrimos a la generosidad. El otro día me hablaba una persona de su madre recientemente fallecida. Y me decía que le impresionaba su generosidad. Que lo daba todo. Que ella siempre se ponía en segundo lugar, la última. Que daba a manos llenas, sin calcular las consecuencias, sin esperar algo a cambio. Me impresionó la descripción: «Quería sin limites y sin limites se daba a ella y todo lo que tenía». Así me gustaría vivir a mí. Tantas veces no miro el ideal y me conformo con el mínimo. El P. Kentenich lo decía: «El ideal ilumina el ámbito de las obligaciones, nos permite desarrollar de forma más fácil y apropiada el ámbito de las obligaciones y, además de ello, nos ayuda a hacer, de manera heroica, más que lo obligatorio y a regalar todas las fuerzas de nuestra vida a aquellos que Dios nos ha dado y confiado»[7]. Hacer más de lo obligatorio. ¿Hizo Jesús más de lo obligatorio? Jesús nunca escatimó esfuerzos. No buscó su comodidad. Cuando se retiraba al silencio se retiraba a orar, a llenar el lecho de su océano. Quería estar a solas con su Padre. Necesitaba descansar en Él. Y sacaba tiempo de su sueño, no de los demás, no de curar, no de estar con los suyos. Ese tiempo de soledad en el que respira el alma. Donde reposa en el regazo de su Padre. Donde se siente hijo amado. Desde su oración Jesús coge fuerzas para amar, para dejarse el corazón hecho jirones. Es su roca. Busca la soledad y la intimidad con su Padre. Sabía que necesitaba ese diálogo sin palabras, ese amor lleno de presencia. Sabía que sin la paz de Dios no podría enfrentarse al camino y las preocupaciones podrían pesar en el alma. La magnanimidad es un don que necesitamos para vivir. El otro día leía: «Por eso creo que para escribir, como para vivir o para amar, no hay que apretar, sino soltar, no retener, sino desprenderse. La clave de casi todo está en la magnanimidad del desprendimiento. El amor, el arte y la meditación, al menos esas tres cosas, funcionan así»[8]. Sin la magnanimidad en la entrega somos mediocres, nos ceñimos a la ley, no hacemos más de lo exigido, y nos secamos. Muchas veces me siento así, escatimando, midiendo, calculando, siendo tacaño con mi vida. Me limito y limito el amor. Doy y retengo. Quiero entregar y espero recibir al mismo tiempo, la misma cantidad. La magnanimidad, por el contrario, nos hace vivir con el alma ancha, abierta al cielo, desprendida de cualquier cálculo. Se ensancha el corazón, no espera nada. Damos a manos llenas. Y no exigimos. Así viven los santos.

Todo el mundo buscaba a Jesús. Jesús pasó por el mundo haciendo el bien. Siempre me cautivó ese resumen de la vida de Jesús. Lo vemos en el día de hoy. Jesús consuela y da la mano, comprende y sana, se deja invadir en su tiempo libre, alivia y libera. Comparte la vida. Desde la mañana a la tarde, Jesús es accesible. Cualquiera puede acercarse a Él. Todos lo buscan. No respetaban sus tiempos: «La población entera se agolpaba a la puerta». No sabían de sus necesidades. No se preguntaban tanto cómo estaba Él, qué le faltaba. Por eso le buscan cuando se retira a orar. Porque piensan solo en su propia necesidad. Le buscan también cuando está ocupado con otros. Lo rodean cuando va recorriendo los caminos yendo a sanar a los enfermos. Lo abordan junto al lago hasta que se ve obligado a subirse a una barca y predicar desde el mar. Escuchan, esperan, anhelan, piden. ¿No se cansaba Jesús de la gente? Parece que no se cansa. Hoy responde a la petición de los discípulos: «Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: - Todo el mundo te busca. Él les respondió: - Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios». Marcos 1, 29-39. Todo el mundo lo busca. Quieren retenerlo. Él se va a otro lugar donde hace falta su presencia. Abre los horizontes. No se queda sólo con los que ya conoce. Es el pastor que busca a las ovejas descarriadas, a las que no están en su redil. No pone límites a la entrega. No hace cálculos humanos ponderando lo que más le conviene. Es el pastor que se adentra en la espesura de la periferia. Se aleja de su zona de confort. Para eso ha venido, para dar la vida, para ir más allá de sus miedos. La Iglesia es misionera. Soñamos con una Iglesia en salida. Nos dice el Papa Francisco: «Una Iglesia que no sale es una Iglesia de exquisitos. Y a lo más, en vez de ir a buscar ovejas para traer, o ayudar o dar testimonio, se dedican al grupito, a peinar ovejas. Son peluqueros espirituales. Salir de nosotros mismos. Una Iglesia o un movimiento, una comunidad cerrada se enferma. Tiene todas las enfermedades de la cerrazón. Un movimiento, una Iglesia, una comunidad que sale se equivoca. Pero es tan lindo pedir perdón cuando uno se equivoca. Así que no tengan miedo. Salir en misión». No podemos callarnos lo que llevamos dentro. Queremos salir en misión, ir a tantos lugares que no han oído hablar de Dios. Hoy escuchamos: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio». Somos predicadores. No podemos dejar de contar lo que nos ha pasado. De anunciar la alegría del Evangelio. Hace falta valor para salir y dejar Cafarnaúm. La comodidad nos puede impedir movernos de donde estamos. Nos podemos acostumbrar a lo nuestro y no salir. Nos puede faltar espíritu de lucha y entrega. Fuerza para ponernos en camino y romper nuestros límites. Nos hace falta el Espíritu Santo para salir. Ser signos de contradicción es molesto. Duro para el que tiene la misión. Ser políticamente correctos es más atractivo. Ser aceptados por todos es lo que deseamos. Cuando no somos incómodos, todos nos buscan. Queremos ser capaces de romper nuestra comodidad y salir. Una misionera al hablar del ébola decía el otro día: «Cuando ves la necesidad de los demás, te olvidas de ti misma». Vemos la necesidad de los demás y nos olvidamos de lo que nosotros necesitamos. Así nace el misionero. Se pone en camino porque ve la necesidad a su alrededor. Es el camino de la misión. Merece la pena dejarlo todo y salir.



[1] Albert Espinosa, El mundo amarillo, 35

[2] J. Kentenich, Pedagogía del ideal

[3] J. Kentenich, Hacia la cima

[4] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual

[5] J. Kentenich, Pedagogía del ideal

[6] J. Kentenich, Hacia la cima

[7] J. Kentenich, Textos pedagógicos

[8] Pablo D´Ors, Biografía del silencio

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