IV Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Deuteronomio 18, 15-20; 1 Corintios 79 32-35;
« ¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen»
« ¿Cómo hacer para vivir el día como vivía Jesús? No es tan sencillo, pero lo deseo. Caminar, soñar, tocar, mirar y pensar que todo lo que tengo es una oportunidad que Dios me da para amar la vida»
Creo que por lo general huimos de lo que no nos gusta y buscamos lo que nos agrada. Es una tendencia muy humana, como leía el otro día: «Como casi todo el mundo, también yo ando siempre persiguiendo lo que me agrada y rechazando lo que me repele. Estoy un poco harto de vivir así: atraído o repelido, corriendo en pos de algo o, por el contrario, alejándome de ello todo lo posible. Una existencia que discurre tomando y repudiando termina por resultar agotadora, me pregunto si no sería posible vivir sin imponer a la vida nuestras preferencias o aversiones. Se trata de tener el receptáculo que soy cuanto más limpio mejor, de modo que el agua que se vierta en él pueda distinguirse en toda su pureza. Sería estupendo ver algo sin pretensiones, gratuitamente, sin el prisma del para mí»[1]. ¡Qué difícil vivir así! Sin más tocar la vida, acariciar la superficie de las cosas, plantarme ante el presente sin pretensiones, escuchar paciente el viento de cada día. Sí, así sin más. De pie, firme, dispuesto. Viviendo el presente, apreciándolo entre mis dedos. Palpando su sobriedad a veces tan hiriente. Sin huir de lo que temo. Sin correr nervioso hacia lo que ansío. No es sencillo detenerme así ante la vida. Normalmente huyo y corro. Desprecio y elijo. Guardo y olvido. Critico y alabo. Y me da miedo que el caprichoso querer de mi alma determine mis actos. Y entonces me pregunto. ¿Cuántas veces juzgo la realidad antes de que ocurra? ¿Cuántas me alejo de la vida sin conocer bien lo que desprecio? Salvo y condeno. Y entonces no soy libre. Porque antes de que ocurra lo que temo ya quiero evitarlo. Y antes de tocar lo que deseo pretendo poseerlo. Me gustaría vivir sin pretensiones. Al menos que las mismas no condicionaran mi ánimo. Quisiera vivir sin prejuicios que me traben. Al pensar en lo que viene o me turbo o me alegro, y no me abro a la posibilidad desconocida de lo que sólo intuyo. ¿Cómo hacer para vivir el día como vivía Jesús? No es tan sencillo, pero lo deseo. Caminar, soñar, tocar, mirar y pensar que todo lo que tengo delante de mí es una oportunidad que Dios me da para amar la vida. Para dejar un reguero de esperanza a mi paso. Para sembrar semillas eternas con mis manos. No quiero perderme nada por mis prejuicios. No quiero que mi afán por poseer lo que deseo me prive de lo que aún no he conocido y por eso aún no lo deseo. Sí, no quiero. Como decía una persona creo que se trata de «mirar el pozo roto, la fuente que se abre, el sol, la noche, el agua. Mirar y no mirar. Tocar sin poner los dedos. Abrazar con silencios. Cubrir de besos. Recoger lágrimas en pañuelos. Sin decir nada. Levantar la mirada al cielo, siempre dando gracias. Sintiendo, como Jesús siente, como yo no siento. Tocándole a Él en mi carne enferma. Desentrañando misterios desparramados en mis manos. Como queriendo elevarme a lo alto de las nubes. Como rozando los vientos que cabalgan por mis mares. Sin llevar cuenta de nada. Sin saber bien qué respondo. Cuando el tiempo cuenta tan poco». Por eso hoy le pido a Dios que me libere y me enseñe a vivir, y a mirar, a contemplar la realidad que me regala. Que me haga capaz de despreciar mis fobias y logre con su mano que mis deseos no me aten con cadenas haciéndome su esclavo. Me gusta el alma libre de Jesús. Me gustan sus sueños y sus vuelos. Me gusta el alma libre de los santos. De los que ya se fueron y están en el cielo. Y el alma libre de los santos vivos que conozco y caminan a mi lado.
Me gusta también el alma libre del Papa Francisco, que se conmovió ante Glyzelle, una niña filipina de 12 años. Se presentó ante el Papa acompañada de Jun Chura, otro niño de la calle de 14 años, y leyó un conmovedor testimonio sobre la vida de los pequeños filipinos abandonados y que afrontan abusos, drogas y prostitución. Ante el testimonio de esta niña dijo el Papa Francisco conmovido: «Ella hoy ha hecho la única pregunta que no tiene respuesta, y no le alcanzaron las palabras, necesitó decirlo con lágrimas». Ante sus lágrimas, el Papa cambió su discurso. Y finalizó pidiendo perdón por no haber leído lo que traía escrito: «La realidad que me plantearon fue superior a lo que había preparado». ¿Cómo entender tanto dolor? La realidad nos supera. Supera nuestras expectativas, nuestros propios prejuicios, lo que pensamos que hará falta para la ocasión. La realidad, definitivamente, supera siempre la ficción. Supera la imaginación, las pretensiones. Es más fuerte que nuestros pensamientos y anhelos. La realidad se impone siempre sobre nuestros deseos. Pero, ¿yo me abro a ella? ¿Me dejo tocar por lo que el día me regala? A veces me turbo cuando no se corresponde con lo que espero. Traemos nuestros discursos escritos, todo claro. Pero luego la vida nos sorprende. Hace falta mucha flexibilidad para vivir cambiando, para abrir el corazón ante la sorpresa. La capacidad de asombro mide si el corazón es puro y si es un corazón de niño. Los que creen que lo saben todo, los que tienen todas las respuestas ya escritas, han perdido normalmente esa docilidad. A nosotros nos pasa a veces. Nos falta la capacidad para asomarnos a una ventana y emocionarnos con lo que vemos. El asombro ante la bondad del otro, ante una persona que nos descubre algo. El asombro ante la belleza que siempre es nueva. Ante la vida llena de secretos. El asombro ante el dolor injusto, ante el daño que ya no se puede evitar, ante la herida abierta que busca consuelo. El asombro nos pone en disposición de aprender, porque algo nuevo llega a nuestra vida y no lo controlamos. Una persona escribía: «Quiero abrazar los silencios como los niños traviesos. Quiero empezar de nuevo a tejer la historia, sin escatimar en gastos. Vivir y vivir, amar y amar. Como los niños que se abren a la vida. Así, de repente». La realidad nos puede ayudar a cambiar si nos dejamos tocar por ella. El mirar como los niños nos ayuda a ser flexibles. A empezar de nuevo. En realidad, el asombro, no depende tanto de la vida, de que haya cosas nuevas y excitantes, de que haya cambios en situaciones o personas. Depende de mi mirada. De mi capacidad de admirar en lo que ya conozco, la novedad y la belleza. Depende de mi capacidad de enamorarme de la vida, de reconocer algo que no es mío y que, de alguna forma, desafía mis esquemas bien montados. Los esquemas de mi vida. A Jesús lo siguieron los que fueron capaces de asombrarse y admirarse al contemplar su vida. Por su novedad. Por su amor. Por su humanidad. Algunos lo encasillaron, le pusieron la etiqueta. Se dejaron llevar por sus prejuicios y se alejaron de su realidad. Lo miraron como a un rebelde, como a un blasfemo, como a un traidor. Así tenían poder sobre Él, así no los desconcertaba. No respondía a sus esquemas de siempre. No cabía en ellos y no podía ser controlado. No lo podían meter en una categoría que les diese seguridad. No despertó en su alma admiración, ni asombro. A veces nos pasa a nosotros. Lo que no conocemos nos da inseguridad. No soy yo el protagonista. No responde a lo que siempre he hecho y he creído. Me pierdo oportunidades. Y dejo de escuchar a Dios que a veces habla de forma nueva, en situaciones nuevas, en personas distintas. ¿Qué admiro yo? Ante la persona que amo, ¿me asombro de su belleza? Me gustan las personas que se asombran. Esas personas que han vivido su vida y son capaces de admirarse y de volver a empezar de nuevo, sin pensar en el esfuerzo. Esas personas que tienen el alma abierta a lo que el día y la vida les pueda regalar. Y no viven dando lecciones.
Me gustaría que Dios me regalase un corazón de niño. Para mirar con asombro. Decía el P. Kentenich: « ¡Qué hermoso y encantador es estar delante de un niño sencillo y contemplar sus ojos llenos de asombro! ¡Qué grande es la capacidad de asombro de un niño! El primer acto consciente del niño es un asombro respetuoso ante todo lo que percibe» [2]. Los niños nos enseñan a asombrarnos con su mirada. Quisiera tener un corazón de niño para escuchar con admiración. Para aprender, para dejar todo lo sabido y comenzar, cada día, una vida nueva. Para dejar espacio a Dios y no encasillarle donde yo he decidido que tiene que actuar. Para darle gracias cada día por la belleza de la vida, por las sorpresas impensables, por sus pasos a mi lado, a veces sorprendentes. Para no dar por evidente nada de lo que tengo, ni exigir a la vida derechos que no puedo exigir, porque casi todo en esta vida es don, aunque nos empeñemos en que sean derechos. Me gusta la alegría de los niños. La sonrisa contagiosa, la libertad del alma. Esa ingenuidad ante la vida. Decía el P. Kentenich: « ¿Por qué el niño vive esa alegría tan propia de su edad? ¿Por qué en cierto sentido se puede decir que él también tiene confianza en sí mismo? Porque no ha experimentado suficientemente las limitaciones de sus capacidades. Él cree en un poder fuerte y benefactor que está dentro de sí mismo y a su alrededor. El poder que rodea al niño es generalmente el poder paternal o maternal. El niño ha experimentado mil veces que más allá de las necesidades de su hogar y a pesar de que a veces hubo que ajustarse el cinturón, por lo común el padre y la madre le dieron de comer, lo vistieron, etc. El niño percibe que está rodeado por un poder fuerte y bondadoso»[3]. Me gusta esa confianza de los niños. Creen y esperan. No temen, no se turban. Me gustaría vivir así cada día. Confiando. Creyendo en el poder de Dios sobre mi vida. Asombrándome ante la vida. Hoy me llama la atención el asombro de aquellos que estaban junto a Jesús. Se quedaron asombrados por su manera de hablar, porque hablaba con autoridad. Se asombraron después de curar al endemoniado. Hablaba y curaba de un modo nuevo. De una forma que no conocían. El asombro es la apertura del alma a lo nuevo, a lo sorprendente. Dios a veces nos habla en lo que es diferente, en lo nuevo. Pero, ¡cuántas veces nos cerramos a la novedad! Nos produce inseguridad. Tenemos miedo de perder el control de algo aprendido durante mucho tiempo. Jesús tenía esa capacidad para asombrarse y cambiar sus planes. Como los niños. Porque confiaba en el poder de su Padre que lo protegía y cuidaba. Jesús, que no tenía pecado, que era perfecto hombre y perfecto Dios, se asombra y admira ante la realidad. Se asombra ante aquellos que tienen una mirada pura. Los ojos limpios. Se admira de la fe de los hombres y se conmueve ante ellos. Se asombra al ver el alma abierta, el corazón de niño. ¿De qué me asombro yo en el camino de la vida? ¿Tengo alma de niño? A veces no me asombro ante las cosas que me suceden. Ni ante las personas. Puedo perder esa capacidad de la sorpresa y dejar de mirar como los niños. Dejo de ver a Dios en los hombres. Dejo de ver en la rutina y en las cosas cotidianas algo nuevo, la voz de Dios susurrada en el silencio. A veces no miro como los niños. No tengo pureza y juzgo. Ojalá tuviera siempre su mirada pura.
A veces me encuentro con personas que viven su vida con una flecha señalando hacia ellos mismos. Viven en una autorreferencia permanente. El mundo ha de girar siempre en torno a ellos. Y, cuando el azar evita que ellos estén en el centro, se desconciertan. Vivir en segundo plano no parece ser para ellos tan deseable. Pueden caer en la vanidad de sentirse siempre los más importantes. Son aquellos que quisieran ser el novio en la boda, el muerto en el entierro, el niño en el bautizo. Y si no es así, se alejan, se niegan a colaborar, buscan otro camino, no quieren ser segundos. Son los que siempre buscan que los alienten y se olvidan de alentar a otros. Son los mismos que nos recuerdan que no desean la fama, mientras que, al mismo tiempo, la suplican con sus gestos. Unas palabras de Santo Tomás de Aquino hoy me han dado que pensar: «No te aficiones a los vestidos y las riquezas, ya que se repartieron sus ropas. Ni a los honores, ya que Él experimentó las burlas y los azotes. Ni a las dignidades, ya que le pusieron una corona de espinas. Ni a los placeres, ya que para su sed le dieron vinagre». Jesús vivió así. Libre, despreocupado. Y nosotros, que seguimos sus pasos, queremos vivir de forma distinta. A veces, esas personas centradas en sus deseos, desean tanto y con tanta fuerza, que viven centradas en lo que anhelan. Sus planes, sus pretensiones, sus sueños, sus estrategias, sus anhelos de futuro, sus proyectos, su horizonte. Todo lo construyen en primera persona. En ocasiones algunas personas cercanas quedan fueran de sus planes. Pero ellos no se inmutan. Porque sus decisiones son lo primero. Son las que importan. El mundo, o gira en torno a ellos, o no tiene sentido que gire para nadie más. Es ese yo enfermo que todos podemos alimentar sin darnos cuenta. La flecha vuelta sobre nosotros mismos. ¿Hacia dónde señala mi flecha? El Papa Francisco hablaba de esta enfermedad de la referencia constante a uno mismo: «La enfermedad de la vanagloria. Pasa cuando la apariencia, los colores de las ropas y las insignias de honor se convierten en el principal objetivo de la vida. Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos y a vivir una ‘mística’ falsa». Hacemos las cosas no por amor a Dios, sino por un amor enfermizo por nosotros mismos. Buscando puestos, cargos, reconocimiento. No nos gustan los segundos puestos. Ni pasar desapercibidos. Las cosas son buenas o malas si lo son para nosotros mismos. Y tienen sentido y merecen la pena si nos traen algún beneficio. Y no importan tanto si no nos afectan. Nos gustaría vivir como decía el P. Kentenich: «Que cuando estoy entregado a mí mismo, todo me impulse hacia Él. Que así como el pez vive en el agua, como el pájaro en el aire, mi alma quiera acercarse a Dios»[4]. Sí, es verdad, nos gustaría vivir descentrados y volcados en Dios. Pero no es tan sencillo. Es el camino de la santidad como decía Enrique Schaeffer, uno de los congregantes de Schoenstatt en 1939: « ¿Quiero ser santo o no? Es tiempo de que superemos radicalmente nuestro egoísmo. Si tomo en serio la meta, me comprometo por entero. No puedo decir sí a una actividad vital mediocre y a la vez, decir sí al ideal. En todos los casos, radicalismo y decisión. Si tomamos en serio la meta tenemos que ofrecernos nosotros mismos. Debemos cortar las cadenas que nos atan a todo lo que nos aleja de Dios». Cadenas, límites, mediocridad. Todo eso es un obstáculo en nuestro camino de santidad. Porque queremos ser santos. Y santo es aquel que hace lo que Dios desea. Libre de apegos. Anclado en el mundo sobrenatural. Buscando el querer de Dios. Aunque a veces nos cueste distinguir bien sus deseos. O nos parezca que no nos habla. Pero nosotros seguimos caminando en sus pasos y eso nos da paz. Ser santo es vivir enamorados. Encendidos en un fuego que nos llama a dar la vida. Siempre pienso que el cristiano señala con su flecha a Jesús en los otros. No se señala a sí mismo. No vive buscando beneficios, sino haciendo el bien. No se obsesiona con lo que desea, sino que hace deseable la realidad con su amor, con su luz. Sí, así son los santos. Nos enseñan a vivir y a amar con libertad.
Hoy queremos detenernos a contemplar a Jesús. Era un hombre como otro cualquiera. Un hombre enamorado. Un peregrino en busca del encuentro con su Padre. Un caminante recorriendo las huellas de su propia alma. Porque Él tenía el alma abierta. Parece tan sencillo abrir el alma. Pero no es fácil. Muchas veces la encerramos bajo una coraza. Por miedo a ser heridos por los hombres, por la vida. Jesús era un pozo abierto sin temor, un cauce esperando sediento el río, el lecho del océano acogiendo las aguas. Jesús buscaba el amor de Dios y lo llevaba conmovido en sus entrañas. Jesús era un hombre libre. No hacía planes, no tenía una estrategia fríamente calculada, no tenía prejuicios. No huía de lo que no quería. No se precipitaba siguiendo sus deseos. No tenía pensados todos sus pasos. No conocía el futuro y sus misterios. Sus discursos no estaban escritos previamente. No sabía calcular ni sacar provecho de la vida. No se rodeó de gente poderosa. No buscó un lugar seguro y protegido, desde el que poder cambiar el mundo. Su vida era sencilla. Rodeado de personas sencillas. Era la vida de un pescador, de un hombre libre, de un hombre pobre. No vivía lleno de pretensiones y expectativas. Vivía con pasión el hoy, sin temer el mañana. Caminaba sin tener preparado lo que iba a hacer. Dudaba. Volvía al camino. Aceptaba la invitación de cualquiera y detenía sus pasos. Cambiaba su esquema del día por aquel que le necesitara. La realidad se imponía. Iba siempre con los suyos, se abría a los desconocidos. Y amaba al mismo tiempo la soledad. Compartía el día y la noche. Jugaba y soñaba al lado de los hombres. Los necesitaba, porque sin ellos no tenía sentido su vida. Buscaba momentos de oración en los que se retiraba solo, al mar, a la montaña. Allí descansaba con Dios, con su Padre. Se llenaba el océano. Se desbordaba el río. Su forma de vivir era compartir el pan, los sueños, la vida misma. Se conmovía ante el dolor. Y hubiera querido acabar con todo el mal del mundo. Vivía todo de forma intensa, sin preocuparse del paso del tiempo. Para Él la persona era lo primero, más allá de la norma, del precepto, del cumplimiento. A cada uno lo miraba según su corazón, según su alma. No encasillaba a nadie. No tenía prejuicios. En las comidas se reunía con sus amigos, porque eso era lo más importante para Él. Tenía lugares donde echar raíces como Betania. No tenía prejuicios, no le importaba el qué dirán. Comía con publicanos y prostitutas. Se dejaba querer. Su forma de vivir consistía en curar el alma y el cuerpo. Le llevaban muchas personas enfermas del corazón y enfermas del cuerpo. Por misericordia, por compasión, los miraba. Y les hablaba de un Dios que nos ama con locura, que lo deja todo por nosotros. Jesús camina, come, ama, habla de su Padre, toca el corazón, acoge a todos, ayuda a que otros sueñen con que pueden amar más. Siempre miraba al hombre en su realidad. Jesús perdonaba, levantaba, se ponía en el lugar del otro. No se asustaba ante el pecado del hombre. No le temía al dolor. Aunque sufría al pensar en la agonía. Jesús era el hombre libre. El hombre niño. El hombre apasionado. Ese corazón lleno de fuego y compasión. Jesús seguro que reía y lloraba con los suyos. Se cansaba y descansaba. Comía y bebía. Se turbaba y confiaba. Era hombre. Era Dios.
Jesús comienza en Cafarnaúm su vida pública. Marcos, en este capítulo, nos cuenta un día de Jesús. El evangelio de hoy sólo relata un trozo de la mañana de ese sábado. Merece la pena seguir leyendo su día. Un día más. Un día cualquiera: «En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaúm, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad» Marcos 1,21-28. Hoy es sábado. Nos cuenta que después sale de la sinagoga y va a casa de Pedro y cura a su suegra, levantándola. Al atardecer le llevaron enfermos y él los curó. Y de madrugaba salió a orar solo, para vivir su día con su Padre, hasta que le vinieron a buscar sus discípulos. Un día muy lleno. Jesús enseña, cura, come con los suyos, ora, ama. Todo es una unidad. Me gusta ver la vida de Jesús. En un día tiene momentos de soledad, otros de intimidad con los suyos, en casa de Pedro, otros con todos. Los evangelios de estos domingos nos hablan de sus inicios. Jesús llama a los suyos al borde del lago. Todo lo que durante treinta años había guardado en su alma de niño y de joven se despierta lentamente. Comienza a vivir para los hombres. Sus palabras. Su forma de curar. La invitación a los discípulos a seguir sus pasos. Jesús se fue a vivir a Cafarnaúm. Allí es donde hizo más milagros en su vida. Es un lugar lleno de vida al borde de un lago que parece un mar, donde el horizonte se vuelve inmenso. Un pueblo rodeado de montes verdes. Cuando uno va hasta allí se emociona al ver lo que Jesús miraba y amaba. Hoy, es verdad, sólo quedan ruinas. Aquel lugar que vio tantos milagros hoy sólo son ruinas. Pero el valle es precioso, lleno de vida. Seguramente, cuando Jesús se fue a Jerusalén tendría nostalgia de ese primer tiempo, de ese lugar donde echó raíces. Allí vivía en casa de Pedro. Durante un tiempo, iba y venía de un sitio para otro, pero su hogar humano estaba en ese lugar. Con sus amigos. Con los que acaba de llamar a vivir con Él y como Él. Pienso que mirar su día es confirmar eso de lo que asombran en la sinagoga. Jesús vive. Deja que su Padre le vaya mostrando. Cada día es distinto. Sin programa previo. Habla menos, pero su forma de vivir es lo que en realidad llena de asombro. A veces hablamos mucho de Jesús. Creo que tenemos que ser más Jesús. Vivir como Él, amar como Él. Tocar como Él. Orar como Él. Dejarnos invadir por los hombres como Él. Jesús se pone en camino. Cada día de la vida de Jesús era con los hombres. Buscando y dejándose encontrar. Jesús vive con sus discípulos. Es una vida sencilla. Cura, predica, libera a un endemoniado, atiende a todos. Se deja interpelar por la vida. Es bonito recorrer su vida. Admirarnos con su apertura, con su libertad, con su corazón grande y lleno de sol. No se esconde en el templo. No huye de los hombres. Vive entre ellos, es uno más. Camina con ellos. Se deja abordar por aquellos que lo tocan y siguen, piden y reclaman. Lo van a buscar. Quieren que haga realidad sus deseos.
Es bonita ver la actitud de Jesús que no se aleja. Permanece siempre abierto a cambiar sus planes. Siempre dispuesto a perder el tiempo, a perder la vida, como nos decía hace poco el Papa Francisco: «El gran maestro de perder el tiempo es Jesús. Ha perdido el tiempo acompañando, para hacer madurar las conciencias, para curar heridas, para enseñar. Acompañar es hacer camino juntos». Jesús no teme perder el tiempo. Tal vez no tiene una agenda llena de encuentros y planes prefijados. Vive del momento. Se alegra con las sorpresas. No se protege. Tal vez no se cuida demasiado. Aunque siempre encontrará tiempo para retirarse a orar. Y también allí irán a buscarlo. Es uno más entre los hombres. Jesús no buscaba tanto la utilidad de cada cosa que hacía. No pretendía la máxima efectividad de sus dones. Simplemente sabía perder el tiempo con los suyos. Con mucha paz. Con paciencia ante la vida que en ocasiones puede llegar a ser rutinaria. Una persona rezaba: «No quiero pedirte que me quites mi dolor. Lo necesito para ser mas paciente, para no planear grandes cosas, ni cosas a largo plazo. Lo necesito para valorar cada minuto, para agradecer y centrarme en lo cotidiano. Lo necesito para valorar la compañía de mi familia, para disfrutar de ella. Para aprender a ‘perder el tiempo’ en casa sólo con ellos. Eso es lo más fecundo ahora para mí, es tu voluntad y así lo acepto. Lo necesito para rezar y acompañarte mas, sin prisa, sabiendo que no quieres nada de mí, nada que no sea mi aceptación». Vivir así nos cambia el corazón. A veces el dolor de la cruz nos permite detenernos y tomar la realidad en nuestras manos. Acariciarla y besarla. Esa cruz que beso y me bendice. ¿Cómo vivimos ese aparente perder el tiempo en nuestra vida? A veces, es verdad, una enfermedad, un golpe de mala suerte, un cambio de planes, puede acabar con nuestras prisas, con la eficiencia en nuestra vida. En esos momentos comprendemos que Dios quería que cambiáramos el ritmo al que vivíamos. Que estábamos perdiéndonos la vida. Son esos cambios drásticos que nos sorprenden y asustan. Pero puede ser que no ocurra nada especial, nada que nos baje de nuestra vida tal como es hoy. Aún así, en ese momento, es bueno que nos preguntemos. ¿Soy capaz de perder el tiempo por amor? ¿Cuándo pierdo el tiempo? ¿Con quién lo pierdo? ¿O vivo acelerado sin detenerme ante los hombres que buscan mi cercanía? Me gustan las personas calmadas, que no tienen prisa. Los especialistas en perder el tiempo sin turbarse. Van por la vida con el tiempo en sus manos. Con mucha paz. Parece como si no tuvieran que estar en un lugar diferente. No tienen reloj. O si lo tienen, no les importa. Es como si ya hubieran llegado donde querían. Me gustan esas personas tranquilas que no tienen prisa. Que caminan como detenidos en el tiempo. Que un abrazo para ellos es el motivo de su camino. Y la persona con la que están, la única importante en su agenda. Sí, me gustaría vivir siempre así. Sin prisas. Contemplando la realidad. Dejándome tocar por ella. No pasando raudo como si alguien más importante fuera siempre el motivo que moviera mis pasos.
Jesús entra en la sinagoga. Es sábado. Mira al hombre. No la ley: «Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: - ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios. Jesús lo increpó: - Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: - ¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen». Es sábado y no puede curar. Algunos le criticarán por eso. Otros se asombraron de su poder y de su fuerza, de su amor y de su compasión frente a alguien que era agresivo y poco abierto a Él. Porque aquel hombre endemoniado lo ataca, es violento, es agresivo. A veces en la vida nos alejamos de las personas tóxicas, de aquellas que nos hacen daño con su violencia, con su dolor, con su agresividad y falta de paz. Y buscamos la paz lejos de ellos. Nos cuesta detenernos y abrazarlos en su dolor. Cualquiera de nosotros hubiese huido ante el endemoniado. Me cuestan la agresividad y los ataques. Pero Jesús sabe que este hombre está atado. No es él el que habla. Todos se asombran de su poder. Por echar espíritus. Yo me asombro de su amor. De su capacidad para compadecerse y no juzgar. Algunos se sorprenden de la misericordia de Dios y salen de la sinagoga transformados y conmovidos. Sin embargo, otros lo condenan porque lo hizo en sábado. No ven más allá. Están cerrados. Lo condenan porque no cumple la ley. Porque se quedan en un precepto sin mirar con compasión. No les importa el dolor del endemoniado. Prefieren cumplir una norma. A veces nosotros condenamos a los demás por la norma. No miramos a la persona. Miramos sólo la ley. Jesús mira el corazón. En otras ocasiones Jesús cura tocando, cuidando, mirando al otro. Hoy Jesús usa la palabra. Nadie le pide que lo cure. Pero Él se compadece y lo sana. Se conmueve ante un hombre que no logra ser quien es. Jesús pasó liberando por la tierra. Hoy lo sigue haciendo. Él nos ayuda a ser quienes somos. Nos libera de lo que nos ata en lo profundo del alma y no nos deja sacar lo que somos en nuestra verdad. Libera al hombre que está escondido en nuestro interior. Jesús no se asustó. No huyó del endemoniado. Miró dentro de él, en lo más hondo. Miró más allá de lo que parecía. Miró lo escondido. Miró la huella de Dios en su corazón. Jesús libera. Su carga no es pesada. Nos ayuda a reconocernos. Jesús toca lo más profundo. Allí donde tenemos nuestros miedos inconfesables, nuestros anhelos mejor guardados. Nuestros sueños. Allí donde está grabado el nombre que Dios nos puso al crearnos. Donde está nuestra sed. Estar cerca de Jesús tiene que ser liberador. Nos permite ser más nosotros mismos, más plenos y felices. Por eso es tan fuerte la atracción cuando nos invita a seguir sus pasos y dejarlo todo. Me gusta un poema de Amado Nervo que dice así: «Si Tú me dices: ¡ven!, lo dejo todo. No volveré siquiera la mirada para mirar a la mujer amada. Pero dímelo fuerte, de tal modo que tu voz, como toque de llamada, vibre hasta el más íntimo recodo del ser, levante el alma de su lodo y hiera el corazón como una espada. Si Tú me dices: ¡ven!, todo lo dejo. Llegaré a tu santuario casi viejo, y al fulgor de la luz crepuscular; mas he de compensarte mi retardo, difundiéndome ¡Oh Cristo! ¡Como un nardo de perfume sutil, ante tu altar!». Su voz nos llama en lo más profundo y todo cambia. Le sigo. Me libera y le sigo. No sigo un conjunto de normas. Le sigo a Él que despliega mi alma y toca cosas dormidas en mí. Quita lo que no es mío. Hoy Jesús se salta sus normas. Suele curar al que tiene fe. Hoy se muestra impotente ante al que no cree, eso siempre me impresiona. Su amor no puede ver sufrir. Le pido a Él que me enseñe a mirar con sus ojos. Más allá de los gritos del otro. De las heridas del otro. Más allá de lo que veo. Que me enseñe a mirar el alma del otro, a comprenderlo, a acogerlo. A no juzgarlo. A saltarme una y mil veces mis maneras de hacer las cosas por el otro. Su amor lo sanó. Su amor lo liberó. No sabemos nada de ese hombre. No sabemos qué sucedió con él una vez liberado. No sabemos si siguió los pasos de Jesús. Antes no era libre. Ahora, una vez sanado, es libre y puede elegir. Es el mejor regalo que se le puede hacer a alguien. Ante Jesús desaparece la oscuridad y brilla la luz. Su presencia ilumina y libera. La presencia de Dios siempre llena de paz. Da alegría. Nunca Dios nos puede traer escrúpulos, miedo a lo oscuro, al demonio, a lo raro. Su presencia sana y libera. Y nos dice: «Ven». Donde está Él, siempre hay luz. Nos ayuda a vivir una vida sencilla, trasparente, humana, cercana a los demás. Nunca estar cerca de Dios nos puede alejar de lo más sencillo.
Jesús habla y actúa con autoridad. Hemos escuchado en la primera lectura: «Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que Yo le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, Yo le pediré cuentas». Ese profeta es Jesús y muchos no le escucharon. Muchos tampoco lo escuchan hoy. Hemos repetido en el salmo: «No endurezcáis el corazón». ¡Cuántas veces lo hacemos! ¡Cuántos lo hicieron en la época de Jesús! Jesús hablaba con autoridad, y, pese a ello, muchos no lo escucharon, tenían el corazón endurecido. A lo mejor tampoco yo hoy lo escucho y lo sigo. ¿Veo la autoridad que tiene Jesús? Seguimos a las personas que tienen autoridad, nos fiamos de ellas. Pero hoy hay tantas personas que hablan sin autoridad que nos cuesta encontrar a alguien que lo haga con autoridad. Hay muchos que hablan, que dicen, que escriben. Pero detrás vemos muchas veces mentiras, falta de honestidad, falta de justicia, corrupción. Y entonces lo que dicen pierde fuerza, deja de tener valor. Jesús habla con autoridad. ¿Hablo yo con autoridad? A veces hablamos mucho y hacemos poco. Para mí, hablar con autoridad significa que lo que hablas sea vida. Jesús hace lo que habla y habla lo que hace. Por eso tiene autoridad. En Él no hay diferencia. No hay doblez. Habla de un Dios que sana, que es misericordioso, y Él toca con amor las heridas de los enfermos y se conmueve. Ora y vive con su Padre, pero se deja invadir por los que le buscan. Por eso, cuando nos habla de un Dios que sale a buscarnos, son creíbles sus palabras. A veces hablamos mucho de Jesús y nuestra vida no lo muestra tanto con sus hechos. Nos falta amor y luz en lo que hacemos. Cuesta que nos crean. Surge la duda y la sospecha. Es verdad que el evangelio de hoy acaba diciendo que su fama se extendía por toda Galilea: «Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea». Y muchos se entusiasmaron con sus palabras y lo buscaban. Pero nosotros sabemos el final de la historia. Y sabemos que en la cruz se quedará solo. Jesús tenía un corazón libre. Amaba y se entregaba. Ahí radicaba su autoridad. Era amado por su Padre. Y sólo en Él su vida tenía sentido. En Él estaba su autoridad. Hoy le pido a Dios que me enseñe a vivir como Él, de forma coherente. Aceptando lo que me toca vivir con alegría. Mirando mi realidad con paz, sintiendo que es lo que Dios me regala para ser más santo. Y con una certeza en el corazón: Él siempre estará conmigo. Y su presencia es la que me da autoridad. Sus palabras en mi voz. Su amor en mis gestos. Su luz en mi mirada. Su misericordia en mi compasión. Quiero vivir como Él.
[1] Pablo D´Ors, Biografía del silencio
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios, 86
[3] J. Kentenich, Hacia la cima
[4] J. Kentenich, Hacia la cima