La pobreza elegante de Sto. Domingo
La pobreza elegante de Sto. Domingo
por Duc in altum!
La pobreza, tal y como la vivió Cristo, lejos de tener algo que ver con el pauperismo, fue el desprendimiento de todo para estar con el que lo es todo. A veces, pensamos –equivocadamente- que el cristianismo nos pide que vivamos en la miseria; sin embargo, a la par que reconoce el coraje del pobre que no se deja amedrentar por la situación, nos anima a construir un mundo en el que sea posible vivir con mayor dignidad. Cuando hablamos de pobreza evangélica, no estamos diciendo que haya que andar sucios o mal vestidos, sino que es muy importante evitar los excesos, la acumulación de cosas que ni siquiera necesitamos. En este sentido, aparece el maestro Domingo de Guzmán, aquel fraile que predicaba tanto en los conventos como a la sombra de los árboles. Un hombre convencido que no podía guardarse para sí mismo la ilusión de predicar la verdad.
Del fundador de la Orden de Predicadores, podemos decir muchas cosas, pero hoy nos detendremos en la manera que tenía de vivir la pobreza entendida como desprendimiento. La tradición de la orden nos cuenta que le gustaba recorrer descalzo algunos tramos del camino para recordar que era un fraile mendicante, pero que antes de llegar al convento, para evitar los aplausos o las muestras de admiración, tomaba de nuevo sus zapatos y los voleaba para luego volver a ponérselos. Era su manera de practicar la austeridad y, al mismo tiempo, ocultarlo para no llamar la atención de otro que no fuera Dios. Aunque el voto de pobreza es propio de los religiosos, también los laicos tenemos que imitar esta parte del Evangelio. No se trata de andar descalzos en la calle, pero sí de llevar una vida desprendida, capaz de adaptarse a nuevos escenarios y exigencias. Que aceptemos tanto el metro como un recorrido en convertible. En este sentido, como decía la S.D. Ana Ma. Gómez Campos F.Sp.S., “nada pedir, nada rehusar”.
Nuestra pobreza, entendida como evitar la acumulación de cosas superfluas, tiene que ser elegante, digna. El pauperismo, la falta de higiene personal, no tiene ninguna conexión con el Jesús al que seguimos. Eso sí, cuando de vestirnos se trata, evitar los extremos. No iremos de jeans a una boda, pero tampoco exageraremos los aditamentos del traje. Ostentar, gastando más de lo necesario, provoca dependencia, superficialidad y esto choca con la fe cristiana que lleva a lo esencial, a lo que trasciende. Comprar en la medida de las necesidades y de las posibilidades, es un gesto congruente con el Evangelio. De otra manera, hacemos de la pobreza algo tan abstracto que no impacta en nuestra relación con las cosas. Si nos causa ilusión organizar una fiesta en casa, ¡adelante!, pero que no sea para deslumbrar a los invitados, ostentando poder, sino por el gusto de reunirnos.
Repetimos, Jesús no quiere vernos desatendiendo nuestros negocios, pero que los activos recibidos sean usados con sentido común; es decir, ajenos al despilfarro. Nos viene bien terminar con un consejo de la Venerable Concepción Cabrera de Armida, quien también vivió una pobreza digna, de altura: “deja que los pobres sean parte de tus gastos cotidianos”.
Del fundador de la Orden de Predicadores, podemos decir muchas cosas, pero hoy nos detendremos en la manera que tenía de vivir la pobreza entendida como desprendimiento. La tradición de la orden nos cuenta que le gustaba recorrer descalzo algunos tramos del camino para recordar que era un fraile mendicante, pero que antes de llegar al convento, para evitar los aplausos o las muestras de admiración, tomaba de nuevo sus zapatos y los voleaba para luego volver a ponérselos. Era su manera de practicar la austeridad y, al mismo tiempo, ocultarlo para no llamar la atención de otro que no fuera Dios. Aunque el voto de pobreza es propio de los religiosos, también los laicos tenemos que imitar esta parte del Evangelio. No se trata de andar descalzos en la calle, pero sí de llevar una vida desprendida, capaz de adaptarse a nuevos escenarios y exigencias. Que aceptemos tanto el metro como un recorrido en convertible. En este sentido, como decía la S.D. Ana Ma. Gómez Campos F.Sp.S., “nada pedir, nada rehusar”.
Nuestra pobreza, entendida como evitar la acumulación de cosas superfluas, tiene que ser elegante, digna. El pauperismo, la falta de higiene personal, no tiene ninguna conexión con el Jesús al que seguimos. Eso sí, cuando de vestirnos se trata, evitar los extremos. No iremos de jeans a una boda, pero tampoco exageraremos los aditamentos del traje. Ostentar, gastando más de lo necesario, provoca dependencia, superficialidad y esto choca con la fe cristiana que lleva a lo esencial, a lo que trasciende. Comprar en la medida de las necesidades y de las posibilidades, es un gesto congruente con el Evangelio. De otra manera, hacemos de la pobreza algo tan abstracto que no impacta en nuestra relación con las cosas. Si nos causa ilusión organizar una fiesta en casa, ¡adelante!, pero que no sea para deslumbrar a los invitados, ostentando poder, sino por el gusto de reunirnos.
Repetimos, Jesús no quiere vernos desatendiendo nuestros negocios, pero que los activos recibidos sean usados con sentido común; es decir, ajenos al despilfarro. Nos viene bien terminar con un consejo de la Venerable Concepción Cabrera de Armida, quien también vivió una pobreza digna, de altura: “deja que los pobres sean parte de tus gastos cotidianos”.
Comentarios