(Texto del 1 de diciembre de 1990, publicado en "Caminar con Jesús al compás del año litúrgico", Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 59-62).
Hace pocos días, al celebrar la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, consideraba una vez más el afán apostólico que nuestro Padre supo transmitir a tantos millares de personas, con su palabra y con su ejemplo, porque ardía de amor a Dios. Al renovar la consagración del Opus Dei al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, he pedido a Nuestro Señor que cada día encienda más nuestras almas en esos afanes divinos; que sus hijas y sus hijos del Opus Dei, ahora y siempre, hasta el fin de los siglos, vivamos sólo para extender su reinado en todas las almas, dando así gloria a la Santísima Trinidad.
Deseo con estas líneas impulsaros a realizar un apostolado cada vez más intenso, plenamente confiados en el Señor. Pensad, hijas e hijos míos, en la fuerza transformadora de la gracia divina, capaz de esclarecer las inteligencias más ciegas, hasta el punto de convertir, en un solo instante, al perseguidor Saulo en el Apóstol Pablo. Estos prodigios se siguen realizando también en nuestros días.
El tiempo litúrgico que ahora comenzamos, el Adviento, es una invitación a reforzar nuestra esperanza. El Señor pondrá fin al tiempo de prueba que padece la Iglesia y que tanto nos hace sufrir, si continuamos en una perseverante siembra de doctrina y de amor. En estas semanas, mientras preparamos la gran fiesta del Nacimiento del Redentor, podemos considerar el modo de actuar de Nuestro Señor. Aunque deseaba ardientemente tomar nuestra carne, preparó a la humanidad con pedagogía divina y vino a la tierra en el momento prefijado por el Padre desde la eternidad. Pasaron muchos siglos antes de que se verificase el sublime acontecimiento de la Encarnación; luego, una vez hecho Hombre, Jesucristo permaneció treinta años sin revelar su condición de Mesías e Hijo de Dios. Sólo más tarde manifestó su poder y su divinidad en todo su esplendor.
Sed, pues, optimistas, aunque la realidad concreta que muchas veces palpáis a vuestro alrededor sea difícil. No basamos nuestra esperanza en los medios humanos —aunque hemos de poner todos los que estén a nuestro alcance—, sino en Jesucristo Nuestro Señor, que es Dominus dominantium[1], Señor de los que dominan, que ha conquistado el mundo entero mediante su Sacrificio en la Cruz.
Os parecerá a veces que el non serviam! [no quiero servir], que tantos hombres y mujeres pronuncian tristemente con sus vidas, compone un clamor más fuerte que el serviam! [serviré] que —con la gracia divina— sale cada día de los labios y de los corazones de todos los que deseamos ser dóciles a la gracia. No os dejéis engañar por las apariencias. Os repito que el Señor triunfa siempre. Habéis de tener presente que, como nos recordaba nuestro Padre, «en los momentos de crisis profundas en la historia de la Iglesia, no han sido nunca muchos los que, permaneciendo fieles, han reunido además la preparación espiritual y doctrinal suficiente, los resortes morales e intelectuales, para oponer una decidida resistencia a los agentes de la maldad. Pero esos pocos han colmado de luz, de nuevo, la Iglesia y el mundo. Hijos míos, sintamos el deber de ser leales a cuanto hemos recibido de Dios, para transmitirlo con fidelidad. No podemos, no queremos capitular»[2].
La oración es nuestra fuerza. Es la palanca que remueve el Corazón Misericordioso del Salvador, siempre dispuesto a ayudar a los suyos. «Dios no pierde batallas. Hemos de llamar continuamente a la puerta del Corazón Sacratísimo de Jesucristo, que es nuestro amor, y del Corazón Dulcísimo de María, que es nuestra salvación; y no olvidar que, para el Señor, los siglos son instantes»[3]. Pero es bueno que le urjamos. Si nos exigimos a fondo en nuestra lucha cotidiana, hijas e hijos míos, veréis cómo resurge la Iglesia en todo el mundo, cómo arraiga la fe en tantas almas; si en cambio no peleamos, aun estando ayudados por la gracia, engrosaremos el clamor de ese non serviam!, con una grave responsabilidad de nuestra parte, puesto que Dios nos ha llamado con especial confianza. Hemos de pedir a Jesús, con aquellas palabras del Evangelio que le dirigía nuestro queridísimo Padre: «¡Óyenos, Señor! Aumenta nuestra fe, más aún. Repitamos, con el centurión: tantum dic verbo (Mt 8, 8), di una sola palabra, ¡una sola!, y se arreglará todo»[4].
Con la oración constante —¡esa oración por mis intenciones, que continuamente os pido!—, ha de ir inseparablemente unido el esfuerzo diario de cada uno por impregnar de espíritu cristiano el ámbito en el que se mueve. No penséis que podéis contribuir muy poco: cada uno, cada una, puede llegar a mucho, porque la eficacia apostólica depende, en primer lugar, de vuestro amor a Dios y de la visión sobrenatural con que realicéis el apostolado entre quienes os rodean.
Pero déjame que te pregunte, hijo mío: ¿cómo has aprovechado este año las ocasiones que se te han presentado para acercar las almas a Dios? ¿Has procurado insistir una vez y otra, sin desanimarte por la aparente falta de correspondencia de parte de algunas personas? ¿Has buscado nuevas vías para llegar a más gente? Y, fundamentalmente: ¿somos apóstoles que basan su acción en una oración profunda y en una abundante mortificación? ¿Trabajamos con perfección, por el Señor, ofreciendo un ejemplo claro de cristianos coherentes, en el ejercicio de nuestra labor profesional? ¿Nos esforzamos por aprender de los demás, mirando sus virtudes y sus cualidades?
En estas semanas de preparación para la Navidad, nuestro Padre, entre otras muchas oraciones, solía rezar con creciente insistencia: veni, Domine Iesu!, veni, Domine, et noli tardare!...; ¡ven, Señor Jesús!, ¡ven, Señor, y no tardes! Os recomiendo que sigáis también en esto su ejemplo: os ayudará a tener más presencia de Dios, a encenderos en afán de almas, a hacer más urgente vuestra oración por la Iglesia; y sentiremos el deber de purificar nuestras almas y nuestros cuerpos para que Él venga a tomar más plena posesión de nuestro yo.
«Empecemos ya a dar gracias al Señor: ut in gratiarum semper actione maneamus, vivamos en una continua acción de gracias a nuestro Dios. Acciones de gracias que son un acto de fe, que son un acto de esperanza, que son un acto de amor. Agradecimiento, que es conciencia de la pequeñez nuestra, bien conocida y experimentada, de nuestra impotencia; y que es confianza inquebrantable —también de esto tenemos experiencias maravillosas— en la misericordia divina, porque Dios Nuestro Señor es todo Amor: y de su Corazón paternal brotan raudales de designios de paz y de gozo, para los hijos suyos. Designios misteriosos en su ejecución, pero ciertos y eficaces»[5].
Permaneced muy unidos a María y a José en estos días de Adviento y suplicadles que nos dejen participar con más hondura en la gozosa espera que ellos vivieron cuando Jesús estaba para venir al mundo. También ahora el Señor ha de nacer en muchos corazones: nada más lógico, pues, que impetrar la ayuda de su Madre y del que hizo las veces de padre suyo en la tierra.
[1] Ap 19, 16.
[2] San Josemaría, Carta 28-III1973, n. 18.
[3] San Josemaría, Carta 17-VI1973, n. 35.
[4] San Josemaría, Carta 28-III1973, n. 6.
[5] San Josemaría, Carta 28-III1973, n. 20.