XXXI Domingo Tiempo Ordinario-Día de los difuntos
por Al partir el pan
Isaías 45, 1. 4-6; Rom 8, 31b-35. 37-39; Juan 14,1-6; Mateo 11, 25-30
«Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy Yo, estéis también vosotros»
«Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy Yo, estéis también vosotros»
«Ya sea en el lugar mismo, o en un santuario filial, o en mi santuario hogar. Allí donde he estado en esta fecha sagrada es importante la profundidad de lo que he vivido, mi sí audaz»
Ha concluido el año jubilar. Un año de gracias. Cien años de camino. Miro hacia atrás y me sorprende que todo haya concluido. Uno espera con muchas ganas que llegue un día importante y, súbitamente, todo concluye y el corazón se queda gratamente sorprendido. ¿Era todo esto lo que esperábamos? ¿Soñábamos con algo así? ¿Y ahora qué? ¿Hacia dónde vamos? Son preguntas abiertas. El futuro queda abierto. Hemos traspasado el umbral de un nuevo siglo. Un nuevo comienzo. Somos la generación del 2014. María nos ha dicho que sí. Nosotros somos sus instrumentos y hemos dicho que sí. Muchos sueños nos despiertan. Mucha gratitud. Hemos tenido la suerte de estar vivos en este año de gracias. Lo hemos vivido en directo o en la distancia. Hemos leído noticias. Hemos visto vídeos y escuchado charlas. El tiempo pasa. También pasan los jubileos. Pero el tiempo de Dios no pasa nunca. Se queda el alma quieta, sostenida en unos minutos de espera, colgada de Dios. ¿Qué hago ahora? Vivir pensando en una fecha que se consume en pocas horas puede resultar frustrante si no se abre al horizonte del mañana. Un instante que pasa. Un presente hecho historia. Un mañana que ahora es ayer. Concluyó el año jubilar tan deseado, tan vivido, tan soñado. No se detienen los pasos. El cuerpo avanza por el camino de la vida. El umbral traspasado. María nos renueva su sí. El P. Kentenich nos recuerda que lo grande comienza muchas veces con acontecimientos casi insignificantes. ¿Y nuestra fe? Creo que el jubileo ha de pasar por el corazón. Siempre es el corazón lo importante. La alianza de amor es mi alianza de amor. Es mi experiencia la que me permite comenzar un camino. Soy un congregante. Creo en la fe del P. Kentenich. Participar de un jubileo, en el lugar mismo o desde nuestra casa, exige que pongamos el corazón de nuevo en las manos de María. Ella es nuestra Madre. Como nos decía el Papa Francisco: «María es Madre. No se puede concebir ningún otro título de María que no sea la Madre. El cristiano no tiene derecho ‘a ser huérfano’. Tiene Madre. Tenemos Madre». Tenemos Madre y eso nos alegra. Pero no es la maternidad en abstracto. Es mi madre. Mi madre en primera persona. ¿Cómo he renovado mi alianza de amor con mi Madre? Lo importante de estos días es haber renovado nuestro sí desde lo profundo del corazón, con sinceridad, humildemente. Ella necesita mi sí. Ha aguardado paciente. Lo quiere, lo desea. ¿Se lo he dado? Una persona rezaba: «Tú siempre me miras. Enséñame a buscarte siempre en el silencio. A buscarte para mirar juntos el día y respirar. Enséñame a preguntarte cada día, a recogerme y estar contigo, por más lío que tenga. A ponerte en el centro. Que siempre rece por otros, que siempre pueda pasear contigo por mi alma irregular y por la tuya. Ayúdame a saber esconderme siempre y a mirar hacia dentro de mí para hablar contigo. A contarte todo. Te abro mi corazón». Tenemos que aprender a rezar así, a mirar así a María, a Jesús. A lo mejor no he tenido una experiencia personal, un encuentro profundo. Quizás todo se ha quedado en fotos y poca hondura. Tal vez no he dado ningún salto audaz y me he quedado en lo de siempre. Ya sea en el lugar mismo, o en un santuario filial, o en mi santuario hogar. Allí donde he estado en esta fecha sagrada es importante la profundidad de lo que he vivido, mi sí audaz. Es una oportunidad para renovar mi alianza de amor.
Sin transformación del corazón no ocurre nada. Si no hay una renovación personal y única no hay aspiración a ser santos. Y esto es lo importante. Queremos ser santos. Decía el P. Kentenich hace cien años en el acta de fundación: « ¿Alcanzaremos el fin que nos hemos propuesto? En cuanto depende de nosotros, mis queridos congregantes, -y esto no lo digo vacilando y dudando, sino con plena convicción-, nosotros haremos todo lo posible». Es la santidad la que se espera de nosotros como cristianos. No hay dos clases de cristianos. Los que aspiran a ser santos y los que se conforman con un mínimo. Es imposible. O somos cristianos con todo el corazón o no somos cristianos. No podemos conformarnos con ser cumplidores de la ley y no llegar a ser hombres enamorados de Dios hasta lo más hondo. Todos tenemos la misma aspiración: ser entera posesión de Dios. Decía el P. Kentenich: «Este es el sentido de la vida: que yo logre liberarme de mí mismo y me entregue incondicionalmente a Dios y sus deseos»[1]. Por eso, en cuanto dependa de nosotros, no queremos quedarnos quietos. Nos liberamos de nuestras ataduras y damos nuestro sí. Queremos vivir en Dios y para Dios. Ojalá este año jubilar haya despertado en nosotros el deseo de dar más, de luchar más, de amar más. Ojalá hoy queramos ser más santos que ayer. Ojalá queramos ser un santuario vivo de María, una morada del Dios Trino. El día de todos los santos es una invitación a engrosar esa lista de santos anónimos con nuestras vidas. No es un día para ser recordados por nuestras obras. Queremos dejar una huella de luz con nuestro paso en muchos corazones. ¿Dónde he renovado mi alianza entregando mi vida de nuevo? Nuestros nombres están inscritos en el cielo, en el corazón de María. Por eso no queremos conformarnos con una vida mediocre. Queremos tocar las alturas. Pero esa santidad a la que aspiramos es la santidad de los pequeños, de los niños que confían. Es la santidad del amor cotidiano, de los gestos de entrega sencillos. Decía el P. Kentenich: « ¿Qué entendemos por las pequeñas virtudes? Son virtudes extraordinariamente grandes, pero que se practican en la vida diaria, que hacia afuera jamás llevan el sello del heroísmo. Es lo cotidiano, lo ordinario. En la Familia hablamos de la santidad de la vida diaria. Hacer lo ordinario extraordinariamente bien»[2]. Una santidad de los pequeños gestos. Una santidad que consiste en hacer las cosas ordinarias extraordinariamente bien. Una santidad del amor que se entrega con libertad y con paz en el día a día. Ser santos hoy no nos lleva a alejarnos del mundo. No, muy al contrario. El mundo de hoy necesita santos vivos y cercanos a los que poder tocar. A veces ponemos tan lejos la santidad de nuestras vidas que no creemos en la santidad humana de los que están más cerca. Hemos vestido la santidad de perfección y no admitimos entonces los defectos en los santos. Ni los errores. Ni las caídas. Hemos dibujado una santidad de blanco y oro, de perfecciones inalcanzables y así nos hemos eximido de la obligación de ser santos. Santa Teresita quería ser subida por el Señor como en un ascensor. La verdadera santidad pasa por dejar que Jesús nos tome en sus brazos. Pero no podemos ser santos sin intimidad con Él. Una persona rezaba: «Gracias por ser roca rota, Señor. Tú lo sabes todo, Tú sabes cuánto te quiero. Estate siempre a mi lado. Que vea tu rostro, tus ojos, diciéndome que me amas muchísimo. Te entrego mi ancla. Ánclame en tu corazón para siempre y que los que más sufren puedan anclarse siempre en mí. Tú me velas». Es imposible avanzar sin un amor personal a Él. Hace poco me contaban de unos cristianos que confesaban que ellos nunca le rezaban a Jesús. Me sorprendió la respuesta. Sin esa conversación cercana y personal con Jesús no crece nuestra vida interior. Es el amor del amigo que si no se cultiva se enfría. Jesús es ese amigo desconocido para muchos. Un auténtico extraño en sus vidas. ¿No nos acompaña en todo lo que hacemos? ¿No volvemos hacia Él la mirada cada vez que nos sentimos solos? ¿No nos anclamos en Él? Sin profundidad en la mirada, sin profundidad en el encuentro, no podemos aspirar a la santidad.
La santidad siempre nos va a quedar grande. Porque es una gracia de Dios. Porque Dios nos reviste de su amor. Pero todo comienza con el reconocimiento de nuestra pobreza. Cuando asumimos que solos no podemos. Una persona rezaba en Schoenstatt en la celebración de los cien años: «En esta tierra santa veo mi propio barro. Me veo tan pequeño, tan impuro. Tú arrodillada ante mí. Yo arrodillado ante ti. Veo tanto amor. Tanto respeto. Tiemblo. Me supera tanto amor. Es pobre mi corazón. Pobre y herido. Roto. La voz quebrada. ¡Cómo no alzar las manos y soñar! Es fácil soñar. Basta con ver lo que no veo. Oler lo que no huelo. Sentir lo que no toco. Todo tan fácil. Tan imposible. Sonrío. El alma quieta. Abierta. Como un cántaro. Como un cáliz al pie de tu herida. De mi herida. Me veo diminuto en este Santuario tan pequeño. Perdido a tus pies. Callo y pronuncio mi sí. Es lo que cuenta. A tus pies como un niño. A tus pies como un pobre. Es difícil entenderlo todo. Muchas cosas no las entiendo. Pero pronuncio mi sí. El que te doy cada día. Gracias. Como un niño. Como el sol se eleva ante mí. Vuelvo a decir que sí. Me callo. Cojo el cáliz. Cojo la cruz. No me da miedo la vida». Ser santos no tiene que ver con la perfección. Más que nada porque no podemos ser perfectos. Porque nos queda grande. Porque nuestra torpeza tiene poco que ver con una vida perfecta y sin manchas. Aspiramos a la santidad como un don de Dios que pedimos cada día. Es el deseo que crece en el corazón ahora con más fuerza cuando hemos traspasado el umbral de los cien años de Alianza. Se abre un nuevo tiempo de gracias. Un nuevo siglo. Un nuevo año. Un nuevo día. De nosotros depende. Queremos ser santos. Pero si no damos nuestro sí nada cambia. Dos caminos: o seguimos igual o nos ponemos en marcha. O nos arrastramos por la vida pensando que estamos cansados o seguimos caminando sin miedo a lo que haya de venir. Siempre me gustó decirle a Dios que quiero construirle una casa. Que mi vida quiere ser invertida en esa casa para Él. Una casa en la que Él y los hombres puedan descansar. Una casa abierta. Una casa trasparente. Una casa llena de alma, de su presencia. Una casa sin rejas, vulnerable, donde es posible entrar a robar. Una casa sencilla y llena de luz. Nuestra propia vida es esa casa. Muchas veces he querido construirle la casa solo, sin su ayuda, con mis manos débiles. Me he visto fuerte y he creído que podía yo solo. He alzado las manos queriendo coger la vida en mis manos, obsesionado con ganar, negando mi debilidad. Ocultando heridas por miedo a fracasar, a ser rechazado. He pretendido ser arquitecto y albañil, carpintero y electricista. Todo perfecto. Sin errores, sin manchas. He querido serlo todo hasta que he visto que era imposible y he caído. No puedo solo. La casa la construyo con Dios y sin Él no construyo nada. Él trabaja mi piedra, la talla, saca lo mejor. Así es siempre en nuestra vida. Él construye a partir de nuestra tierra.
Hace tiempo escribí un pequeño cuento. Pensaba en mi propia vida. Pensaba en Dios: «Un hombre encontró un día una piedra debajo de la tierra. Parecía una piedra normal, pero no lo era. A él le gustó porque era suya. Al principio pensó que era una piedra como las demás. Pero con el tiempo dejó de serlo, porque el cariño hace que las cosas sean distintas, únicas. La guardó en su bolsillo. Pasaron los años y siempre llevaba la piedra consigo. La tocaba en momentos de temor. La usaba para tranquilizar su alma inquieta. La apretaba en la dificultad. Siempre estaba con él. Él siempre estaba con ella. Sin la piedra no podía vivir. Un día, ya mayor, cogió la piedra a la luz de la luna. La piedra comenzó a brillar. No entendía mucho. A veces la vida es así, no entendemos mucho. Pero se conmovió. La miró feliz. Era su piedra y no era su piedra. Vio en su interior una belleza que nunca antes había visto. Sorprendido la besó. Y dentro de su alma algo de ese brillo se quedó para siempre. Esa piedra vulgar que un día siendo joven encontró, en verdad, nunca fue vulgar. El amor hace que las cosas no sean vulgares. Esa piedra era una perla preciosa y el uso y el amor, y el tacto y el cariño, habían sacado la belleza que antes escondía. Esa belleza sagrada que sólo tienen las cosas que amamos. Era una piedra preciosa. El secreto era que el hombre la miró siempre como una perla. La amaba como una perla. La trataba como una perla. La acariciaba como una perla. Tanto fue así que la piedra, algo tosca al principio, acabó creyendo que en su interior tenía luz y descubrió que podía llegar a ser una perla. La mayor alegría de la piedra fue poder darle luz a él, poder embellecer un poco su vida, poder darle calor en sus días fríos, sostener sus pasos. Bajo su mirada brillaba, porque sus ojos, llenos de vida, eran un motivo para seguir dando luz al mundo. Sin esa mirada tampoco podría vivir la piedra y llegar a ser una perla». Me gusta este cuento de la piedra y la perla. La piedra es Dios, somos nosotros, es la vida. La piedra son personas que hemos amado en el camino. La piedra es nuestro corazón duro y blando, tosco y precioso. En realidad todos tenemos mucho de piedra y de perla. El amor nos vuelve brillantes. El amor hace de la piedra una perla. El desprecio y el odio nos vuelven toscos, duros, oscuros. Dios puede trabajar la piedra de mi alma y hacer que sea una perla con brillo que ilumine a muchos. Sólo así puedo pensar en construir una nueva casa. Una casa abierta para los hombres. Una casa, un hogar, un espacio sagrado. Sólo contando con que Dios trabaje mi piedra, mi perla. Él cree en mí. Y cuando Él construye, la obra parece fácil. Él modela las piedras, mi piedra, mi alma. Talla, quiere cincelar su rostro en mi rostro con amor. Tendrá que desfigurarme un poco. Así será más fácil. Duele, pero merece la pena. A veces el amor duele. El amor verdadero, no el amor enfermo que provoca dolor sin sentido. El amor verdadero duele porque exige lo mejor, porque desea lo mejor y da lo mejor. El amor sano saca lo mejor del alma. Eso a veces nos exige esfuerzo, lucha, renuncia, sacrificio, entrega, pero es muy bonito. No es tan blando el barro como quisiéramos. Construir una casa firme, que resista el viento, cuesta. Si los cimientos están rotos y son blandos, no resiste. Pero cuesta tirar los cimientos y volver a empezar. Dios talla la piedra. A veces siento la fragilidad de mis propios cimientos. La piedra tosca se rompe. Y le pido a Dios empezar otra vez desde abajo, desde lo profundo. Dios construye sobre lo que hay. Coloca su propia piedra preciosa en mis cimientos. No prescinde de mí, aunque yo lo pretenda. Cuenta conmigo, para mi sorpresa. Sus cimientos son firmes. La roca de Pedro. El fuego de Pablo. Cimientos firmes hundidos en la hendidura de su roca. Me costará toda la vida construir la casa. ¡Qué importa! Tenemos todo el tiempo del mundo. Su tiempo.
Tal vez vivimos demasiado centrados en nosotros mismos y por eso resulta difícil construir. A lo mejor es inevitable. Vivimos centrados en nuestras necesidades, sueños, anhelos. Medimos desde nuestro pequeño mundo, desde lo que yo siento, pienso y hago. Miramos todo desde nuestra pertenencia a Schoenstatt y podemos creernos también el centro. Vamos a Roma y podemos sentir que todo gira en torno a nosotros. Vivir centrados no nos salva. Vivir descentrados parece el camino, pero, ¡qué difícil es! Siempre me hace gracia recordar una viñeta de Mafalda. Miguelito, uno de los protagonistas, veía el mundo desde su ego. Quizás como todos. Y visto el mundo así resultaba que la gran torre que veía a lo lejos, era insignificante cuando colocaba su dedo gordo delante de los ojos. En ese momento su dedo era mucho más grande que la torre. Su dedo importaba más que la torre diminuta. Era su dedo. Esta viñeta habla mucho de la vida. Mucho de nuestro ego. Ese ego que tenemos dentro y que nos lleva a conjugar todos los verbos en primera persona. Yo hago. Yo tengo. Yo soy. Yo he estado. Yo he logrado. Yo he vivido. Sí. La irrenunciable primera persona con la que conjugamos la vida. Yo dije, yo escribí, yo amé. Dejar de estar en el centro parece peligroso. Nos asusta no ser nombrados, mencionados, admirados. Pretendemos que todos piensen bien de nosotros y nos quieran. Nos da miedo perder el centro y perdernos. El otro día el Papa Francisco, en la audiencia que tuvimos con él como Familia de Schoenstatt, con ocasión de nuestros cien años de historia, nos decía: «Ayuda no mirar las cosas desde el centro. Porque el único centro es Jesucristo. Ayuda la mirada amplia y clara que se da sólo cuando no se miran las cosas desde el centro, sino desde las periferias». Vivir descentrados. Vivir fuera y mirarnos. Vivir en Cristo y desde Él mirar nuestra vida. Parece muy difícil. Tal vez imposible contando con nuestras fuerzas. Al fin y al cabo, yo soy el que tengo sed, a mí me duele la vida, yo me canso cuando me esfuerzo y envejezco cuando vivo, yo sufro con los fracasos y amo la vida que vivo, a mí me limita la enfermedad. ¿Cómo se conjugan si no los verbos principales de la vida? ¿Cómo se puede amar si no es en primera persona? Yo amo y soy amado. Yo doy y yo recibo. Yo gano o pierdo. Yo avanzo o retrocedo. Siempre aparece la primera persona en el centro. Yo en el centro. Lo mío es lo que importa. Lo que me afecta a mí y me hace sufrir. Las injusticias conmigo. Las derrotas en las que pierdo. La ofensa que me afecta. El olvido. Son mis planes, mi agenda, mis pasiones, mi vida. Lo que me gusta o disgusta. Mi viaje, mi experiencia. Ponernos en la piel de otro es aparentemente imposible. Tal vez nos falta empatía. Aún así, el Papa Francisco tiene razón. La vida se ve de otra forma cuando nos descentramos. Cuando lo mío deja de ser lo más importante. Cuando la vida no gira en torno a mí. Entonces las cosas me afectan de otra manera. Soy más libre. Más de Dios. Cuando renuncio a mi ego por amor a un tú, a muchos túes, la mirada cambia. Sufrimos menos. Amamos más.
Hay personas que tienen un don especial para salir de ellos mismos, a lo mejor han recibido una gracia de Dios, y viven su vida descentrados. Son ángeles. O santos a los que podemos tocar. Porque la santidad se puede ver y tocar, sentir y encontrar. Nos gusta tocar a los santos vivos. Darles la mano. Escuchar su voz dirigida a nosotros. Su bendición. Porque al tocarlos sentimos que una fuerza especial nos ha llenado el alma. Porque están cerca y pertenecen al mundo de Dios. Tienen los pies en la tierra y el alma pegada al cielo. Porque son hombres y ángeles al mismo tiempo. Porque tienen luz y esa luz nos hace brillar a su lado. Aman la vida, aman a Dios en los hombres, ven más de lo que nosotros vemos. Los miramos de cerca y queremos que nos toquen. Jesús era tocado por los caminos. Los niños se acercaban y Él los bendecía. Como el Papa cuando entra en una sala abarrotada de hombres que buscan a Dios. Muchos tocaron a Jesús sin fe. No cambió nada en sus vidas. No hubo milagro. Otros lo tocaron con mucha fe, y su fe los salvó, los cambió. Porque Jesús, al ser tocado, desprendía un poder que sanaba. Tocar a los santos vivos nos sana, nos salva, nos cambia por dentro. Nos hace más de Dios. Nos anima a aspirar a las alturas. Vivir al lado de los santos es lo que deseamos, caminando despacio, tocando su manto con fe. Dejarnos ayudar no por sus palabras, sino por su vida, por su testimonio, por sus gestos, porque es eso lo que nos salva. Ver en el otro hecho realidad lo que parecía imposible. El corazón se alegra y quiere cambiar, quiere ser mejor. Porque Jesús pasó haciendo el bien, tocando y dejándose tocar. Y su amor cambió los corazones. Por eso Jesús nos pide que amemos como Él, con compasión, poniéndonos al lado del otro. Dejándonos tocar, dando el mejor sitio a los demás, el mejor lugar. Nos pide que comprendamos al otro desde lo que el otro es, no desde mí, desde su lugar, descentrados. Amar al otro como a mí mismo. Jesús nos pide que cuidemos al otro como nos gustaría que nos cuidasen a nosotros. Eso es la santidad, el amor de Dios obrando milagros en nosotros. A veces medimos con una medida a los demás y a nosotros con otra distinta. Ofendemos sin darle importancia, pero nos duele si somos ofendidos. No comprendemos a los otros, pero queremos que nos comprendan siempre. ¿Con qué medida medimos? En la última cena Jesús nos pide amarnos como Él nos ama. Es nuestra medida. El amor de Cristo. Eso nos descentra. Él va con nosotros y nos enseña a amar. Él ama en nosotros. Él nos sostiene. Desde su amor crucificado nos levanta. Es su amor entregado el que sana el mundo. Jesús se entrega del todo. Le pido que me ayude a amar como Él. Quiero tocarle para que su amor me enseñe a amar. Desde mi pequeñez. ¡Cuánto nos cuesta descentrarnos y amar al otro con el amor de Dios!
Cuando nos descentramos vemos que el encuentro con Dios se da en el corazón del otro. El otro día, el Papa Francisco también nos lo dijo: «La pastoral de ayuda tiene que ser cuerpo a cuerpo. O sea acompañar. Y esto significa perder el tiempo. El gran maestro de perder el tiempo es Jesús, ¿no? Ha perdido el tiempo acompañando, para hacer madurar las conciencias, para curar heridas, para enseñar. Acompañar es hacer el camino juntos». Nos lo ha dicho muchas veces y no acabamos de comprenderlo. Ya no basta con acoger. No. Durante muchos años la Iglesia se ha limitado a esperar que llegaran los cristianos al templo. Y llegaban. Pero eso ya no basta hoy. El hombre necesitado no recurre a la Iglesia a pedir ayuda. No busca a los cristianos, no necesita un sacerdote. No cree que su sanación se encuentre allí. Desconfía de los hombres que hablan de Dios. No cree en su coherencia de vida. Desconfía por causa de los escándalos y no cree en la gratuidad del amor. Cree que siempre hay una segunda intención. No ve que Dios sea capaz de salvar al hombre. Tal vez no le convencen los argumentos de los cristianos. Y es que todos creemos tener razón. A mí como sacerdote me ocurre que apenas logro hablar con no creyentes. En bodas, bautizos y funerales les predico a muchos. Pero normalmente estoy rodeado de creyentes. Corro el riesgo de quedarme tranquilo con lo que hay, convencido de que eso es lo único que puedo hacer. Pero no es así. Decía el Papa Francisco al referirse a esa actitud: «En vez de ir a buscar ovejas para traer, o ayudar o dar testimonio, se dedican al grupito, a peinar ovejas. Son peluqueros espirituales. Eso no va». Podemos dar mucho más. Podemos hacer mucho más que peinar ovejas. Claro que hay que cuidar a los creyentes, a los que necesitan más, a los que buscan crecer en su camino de santidad. Somos pastores. Somos padres. Dios nos da hijos en el camino de la vida. Nos tocará perder la vida cuidando otras vidas. Cuidando a los que desean llegar a lo más alto, a los heridos que buscan un hogar en la Iglesia, en el Santuario, a los que han echado raíces en el corazón de María. El Santuario es lugar de acogida y encuentro. Allí tantas personas encuentran su descanso: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré». Jesús nos recuerda que Él es lugar de descanso. Es nuestra misión cuidar a los que el Señor nos ha confiado. Así lo hizo Jesús con los apóstoles, con los suyos, con los más cercanos. Así lo decía hace poco el Papa Francisco al acabar el Sínodo de la Familia: «La tarea del Papa es recordar a los pastores que su primer deber es alimentar al rebaño que el Señor les ha confiado y procurar acoger —con paternidad y misericordia, y sin falsos miedos— a las ovejas perdidas». Una parte importante de nuestra misión es acoger. Es el camino por el que crece nuestra paternidad. Somos fieles en lo pequeño, cuidando la vida. Es la misión del cristiano: cuidar, acoger, acompañar, servir. Comentaba el P. Kentenich: « ¿Cuántas veces debo examinarme acerca de cómo le va a cada uno, dónde tiene especiales dificultades, cómo lo puedo ayudar, cómo lo puedo servir? Son las cuestiones más esenciales para la consistencia, la firmeza de una familia. Mientras más sirvo, mientras más me entrego y me obsequio, tanto más soy objeto de regalos. En cada individuo sirvo a sus características, a su misión e incluso enteramente a su misión. ¡Yo estoy para servir! La mayor alabanza, el mejor mérito que puedo reclamar para mí es la conciencia de haberme entregado desinteresadamente por cada uno»[3]. Es el don de acoger, de servir y ser hogar, de cuidar a otros y ser tierra donde recobrar fuerzas. Queremos ser fieles y no olvidarnos de los que Dios pone en nuestras manos.
Pero el Papa nos invita a ir más allá de los que nos ha confiado: «Me he equivocado; he dicho acoger: ¡ir a buscar!». Hay que salir al encuentro de los que no buscan. Es necesario acompañar a los que no creen. ¿Cómo podemos hacerlo? Es tan difícil entrar donde no somos bien recibidos. Hablar con quien no quiere escuchar. Sin embargo, no podemos darnos por vencidos. Hay que ir a encontrar al que no nos busca, incluso al que busca algo sin saber bien qué.Eso sí, no se trata de hacer proselitismo. Fue una de las palabras más usadas por el Papa en nuestro encuentro. No se trata de convencer a los demás con las palabras. Las palabras se las lleva el viento. Estamos cansados de palabras. La vida pasa por el amor, no tanto por las palabras. Nuestros gestos serán los importantes. El amor no se juega en razones sino en hechos. Nuestra misión es salir al encuentro del hombre que necesita ser amado y acompañado en el lugar y en la situación en la que se encuentra. Amar sin esperar nada. Amar sin buscar respuesta. Así lo decía la Madre Teresa: «Darle a alguien todo tu amor nunca es un seguro de que te amarán de regreso, pero no esperes que te amen de regreso». Sólo el amor arrastra, convence. Dar todo el amor sin esperar que nos lo devuelvan. El amor despierta amor. Tenemos que aprender a perder el tiempo con los que no nos dan nada, con los que no nos son útiles para nuestros fines, sin esperar algo más. Más aún cuando sabemos que puede que esa inversión no sea fecunda. ¡Qué difícil es dejar de hacer lo que teníamos previsto, lo que queríamos hacer, y dar la vida por amor a otros, perdiendo el tiempo con ellos! Así es la vida. Así lo hizo Jesús. Él fue un especialista en perder el tiempo. Un maestro. Lo perdió muchas veces por los caminos. Se hizo el encontradizo. Se dejó buscar. Se dejó encontrar. Se dejó tocar. Escuchó con paciencia y el corazón abierto. No tenía prisas, ni agenda, ni una estrategia fríamente calculada. Calmó al que sufría en su dolor. Se detuvo ante el hombre roto. Sostuvo al herido al borde del camino. Perdió el tiempo tantas veces. No le importó. A veces pensamos que el tiempo de las personas importantes vale más que el de las que no son tan importantes. Y nos sorprende cuando el Papa es capaz de perder el tiempo con una persona sin buscar nada. El tiempo vale siempre lo mismo. El tiempo es de Dios. El tiempo siempre es valioso. Porque es donde Dios se hace carne. Donde se hace vida.
Este fin de semana es un tiempo de gracias. Ayer celebramos a los santos y hoy rezamos por los difuntos. Ayer fue el día de los creyentes. Hoy es el día del hombre. Hoy recordamos a los difuntos. Vidas que concluyeron. Vidas tantas veces inconclusas. Se cerró el horizonte de la vida. Nos dejaron dolor y vacío. ¡Cómo no temer la muerte que frustra todos los planes de plenitud! Todos caminamos con la pregunta de la muerte. Con esa herida. La tapamos con cosas y proyectos, asegurando un futuro incierto. De vez en cuando nos duele. Todos dudamos, todos confiamos de alguna forma, todos deseamos dejar huella, que no nos olviden, todos tenemos miedo al sinsentido, a desaparecer. La muerte forma parte del misterio humano más hondo, nos hace vulnerables y humanos. Somos pequeños. Necesitados de otros. ¿Cómo será? ¿Cuándo? Es la incertidumbre que a todos los hombres nos acompaña y nos une. Vivimos la vida con pasión pero sabemos que el tiempo es limitado y soñamos con la vida que no termina, con el amor que no acaba. En la muerte se esconde el misterio de la vida y en la vida el de la muerte. Las cosas que son importantes en el momento de la muerte, son las importantes en la vida. Ante la muerte nos importa lo más sagrado, las personas, Dios, y tantas cosas pequeñas dejan de estar en primer plano. Así quisiéramos vivir cada día. Pero estamos divididos entre la altura y las caídas. El alma y el cuerpo, lo más alto y el descenso. La imagen de la meta, la casa, un destino, un descanso. No queremos perder la esperanza. Tenemos miedo a perder a los que más amamos. Echamos de menos a los que no están y no es fácil sentir su presencia desde el cielo. Necesitamos tocar, ver, acariciar. Añoramos no tenerlos a nuestro lado. A veces dudamos. Aquellos que no creen puede que se pregunten si de verdad existe algo más. Para nosotros que creemos, también a veces es difícil creer sin ver. Nadie ha vuelto para contarnos. Es humano temer y dudar. No pasa nada. Querríamos caminar por la vida sin miedo. El salto de fe es tembloroso e incierto. Nuestra vida es caminar hacia el cielo en ese claroscuro de la fe y del amor. Consiste en ayudarnos los unos a los otros, sabiendo que nuestra sed sólo se apagará en el cielo. Nada tendría que apartarnos de su amor. Debería bastarnos para caminar. Confiando avanzamos. La muerte es ese final que turba tanto al corazón. El corazón desea el infinito y sufre con la temporalidad, con lo caduco.
Quisiéramos que todo lo vivido fuera eterno. Los momentos de alegría, de encuentro, de familia, de hogar. Los mejores recuerdos de infancia, de intimidad con alguien que nos ha amado mucho, que nos comprendió, los instantes de paz en que hemos tocado a Dios y hemos sentido su abrazo. Los momentos de risa, de diversión, de ternura, de misericordia y perdón dado y recibido. Los momentos de luz. De descanso después de la tormenta. El nacimiento de un hijo, un descubrimiento que nos abrió la vida de nuevo, una palabra que nos marcó. Todos esos momentos que guardamos dentro son tesoros que quieren ser eternos. A veces nos duelen por la nostalgia del pasado y anhelamos que vuelvan. Cada uno sabe qué guarda dentro. Esos momentos serán eternos en el cielo. De alguna forma serán eternos junto a Dios. Y mucho más, porque el sello de Dios es que siempre desborda. La renuncia a tantas cosas que nos tocó en la vida hará que nuestro cáliz del alma vaciado se llene por fin. Todo eso es lo que viven los que nos han precedido en el camino, eso es lo que creemos. Pienso que el cielo es estar junto a Dios, junto a María, junto a las personas que hemos amado más en la tierra. Sin nada de lo que nos enturbia ahora la mirada y el corazón. Sentirnos perdonados del todo, amados del todo, abrazados del todo. Aún así, no sabemos, no conocemos, porque no lo vemos, y preferimos esperar. Necesitamos a los que amamos, que se queden, que no se vayan todavía. No podemos vivir sin ellos. No queremos que sufran, que pasen dolor ni enfermedad, no queremos estar sin ellos. El alma se desgarra. Pero esperamos, confiamos, nos fiamos del amor de Dios, de que siempre cumple sus promesas. Él escucha nuestra oración y nuestro corazón da un salto al vacío. Creemos porque otros creen, creemos porque hemos conocido el amor de Dios. Creo que mi vida es para siempre, creo que mi vida en plenitud no terminará nunca. Creo que los que más sufren serán consolados, que Dios y María los esperan a la puerta del cielo para cogerlos en brazos. Y creo que los que más han amado recibirán un amor que no podemos imaginar. Creo que mis seres queridos que han dado la vida por los suyos de forma sencilla, ahora me cuidan, me esperan, me protegen, interceden por mí y de alguna forma están a mi lado. Creo que Dios saldrá a buscarme en el momento de mi paso, que sabe mi pecado mejor que yo y que sólo desea perdonarme, y decirme que soy su hijo querido, que por fin estoy con Él. Y ante Él me sentiré niño de nuevo. Jesús nos dice hoy que va a prepararnos el camino. Que nos guarda sitio, junto a Él. Eso nos sostiene. No nos promete un cielo frío. Nos promete estar junto a Él. Me aguarda, me reserva el sitio mejor, el lugar que anhelo con todas mis fuerzas, donde se calme mi herida, mi sed, mis sueños. Ese lugar donde lo que soy llegue a plenitud, donde estén los míos. Nos dice que hay muchas estancias. Que cabemos todos. El camino es Él. Y está siempre abierto. Su costado abierto nunca se cierra. Recorriendo su corazón, su misterio, su cruz, su vida y su muerte, llego a mi hogar, a la casa de mi Padre. Y mientras tanto, va a mi lado, enseñándome a amar la vida, a dejarme el corazón hecho jirones y a vivir un poco, junto a otros, el cielo en la tierra.
[3]Este fin de semana es un tiempo de gracias. Ayer celebramos a los santos y hoy rezamos por los difuntos. Ayer fue el día de los creyentes. Hoy es el día del hombre. Hoy recordamos a los difuntos. Vidas que concluyeron. Vidas tantas veces inconclusas. Se cerró el horizonte de la vida. Nos dejaron dolor y vacío. ¡Cómo no temer la muerte que frustra todos los planes de plenitud! Todos caminamos con la pregunta de la muerte. Con esa herida. La tapamos con cosas y proyectos, asegurando un futuro incierto. De vez en cuando nos duele. Todos dudamos, todos confiamos de alguna forma, todos deseamos dejar huella, que no nos olviden, todos tenemos miedo al sinsentido, a desaparecer. La muerte forma parte del misterio humano más hondo, nos hace vulnerables y humanos. Somos pequeños. Necesitados de otros. ¿Cómo será? ¿Cuándo? Es la incertidumbre que a todos los hombres nos acompaña y nos une. Vivimos la vida con pasión pero sabemos que el tiempo es limitado y soñamos con la vida que no termina, con el amor que no acaba. En la muerte se esconde el misterio de la vida y en la vida el de la muerte. Las cosas que son importantes en el momento de la muerte, son las importantes en la vida. Ante la muerte nos importa lo más sagrado, las personas, Dios, y tantas cosas pequeñas dejan de estar en primer plano. Así quisiéramos vivir cada día. Pero estamos divididos entre la altura y las caídas. El alma y el cuerpo, lo más alto y el descenso. La imagen de la meta, la casa, un destino, un descanso. No queremos perder la esperanza. Tenemos miedo a perder a los que más amamos. Echamos de menos a los que no están y no es fácil sentir su presencia desde el cielo. Necesitamos tocar, ver, acariciar. Añoramos no tenerlos a nuestro lado. A veces dudamos. Aquellos que no creen puede que se pregunten si de verdad existe algo más. Para nosotros que creemos, también a veces es difícil creer sin ver. Nadie ha vuelto para contarnos. Es humano temer y dudar. No pasa nada. Querríamos caminar por la vida sin miedo. El salto de fe es tembloroso e incierto. Nuestra vida es caminar hacia el cielo en ese claroscuro de la fe y del amor. Consiste en ayudarnos los unos a los otros, sabiendo que nuestra sed sólo se apagará en el cielo. Nada tendría que apartarnos de su amor. Debería bastarnos para caminar. Confiando avanzamos. La muerte es ese final que turba tanto al corazón. El corazón desea el infinito y sufre con la temporalidad, con lo caduco.
Quisiéramos que todo lo vivido fuera eterno. Los momentos de alegría, de encuentro, de familia, de hogar. Los mejores recuerdos de infancia, de intimidad con alguien que nos ha amado mucho, que nos comprendió, los instantes de paz en que hemos tocado a Dios y hemos sentido su abrazo. Los momentos de risa, de diversión, de ternura, de misericordia y perdón dado y recibido. Los momentos de luz. De descanso después de la tormenta. El nacimiento de un hijo, un descubrimiento que nos abrió la vida de nuevo, una palabra que nos marcó. Todos esos momentos que guardamos dentro son tesoros que quieren ser eternos. A veces nos duelen por la nostalgia del pasado y anhelamos que vuelvan. Cada uno sabe qué guarda dentro. Esos momentos serán eternos en el cielo. De alguna forma serán eternos junto a Dios. Y mucho más, porque el sello de Dios es que siempre desborda. La renuncia a tantas cosas que nos tocó en la vida hará que nuestro cáliz del alma vaciado se llene por fin. Todo eso es lo que viven los que nos han precedido en el camino, eso es lo que creemos. Pienso que el cielo es estar junto a Dios, junto a María, junto a las personas que hemos amado más en la tierra. Sin nada de lo que nos enturbia ahora la mirada y el corazón. Sentirnos perdonados del todo, amados del todo, abrazados del todo. Aún así, no sabemos, no conocemos, porque no lo vemos, y preferimos esperar. Necesitamos a los que amamos, que se queden, que no se vayan todavía. No podemos vivir sin ellos. No queremos que sufran, que pasen dolor ni enfermedad, no queremos estar sin ellos. El alma se desgarra. Pero esperamos, confiamos, nos fiamos del amor de Dios, de que siempre cumple sus promesas. Él escucha nuestra oración y nuestro corazón da un salto al vacío. Creemos porque otros creen, creemos porque hemos conocido el amor de Dios. Creo que mi vida es para siempre, creo que mi vida en plenitud no terminará nunca. Creo que los que más sufren serán consolados, que Dios y María los esperan a la puerta del cielo para cogerlos en brazos. Y creo que los que más han amado recibirán un amor que no podemos imaginar. Creo que mis seres queridos que han dado la vida por los suyos de forma sencilla, ahora me cuidan, me esperan, me protegen, interceden por mí y de alguna forma están a mi lado. Creo que Dios saldrá a buscarme en el momento de mi paso, que sabe mi pecado mejor que yo y que sólo desea perdonarme, y decirme que soy su hijo querido, que por fin estoy con Él. Y ante Él me sentiré niño de nuevo. Jesús nos dice hoy que va a prepararnos el camino. Que nos guarda sitio, junto a Él. Eso nos sostiene. No nos promete un cielo frío. Nos promete estar junto a Él. Me aguarda, me reserva el sitio mejor, el lugar que anhelo con todas mis fuerzas, donde se calme mi herida, mi sed, mis sueños. Ese lugar donde lo que soy llegue a plenitud, donde estén los míos. Nos dice que hay muchas estancias. Que cabemos todos. El camino es Él. Y está siempre abierto. Su costado abierto nunca se cierra. Recorriendo su corazón, su misterio, su cruz, su vida y su muerte, llego a mi hogar, a la casa de mi Padre. Y mientras tanto, va a mi lado, enseñándome a amar la vida, a dejarme el corazón hecho jirones y a vivir un poco, junto a otros, el cielo en la tierra.
J. Kentenich, conferencia 1963
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