La cruz de Cristo nunca tiene un nombre especial. Es la cruz de Cristo, la cruz de la entrega, del amor hasta el extremo. La cruz pobre, un madero. La cruz de la humillación y la victoria. La cruz del odio y del amor. La cruz de la traición y la vida. El árbol verde que quisieron destruir. La vida ofrecida. Gotas de sangre. Costado abierto. El peso y la caída. Las manos que sostienen al Hijo. Las manos que se alzan queriendo tocar su manto. El silencio roto en una roca al entregar su espíritu. Tal vez no hace falta ponerle un nombre a la cruz. Porque la cruz, nuestra cruz, siempre tiene un nombre. Un nombre gris a veces, otras heroico. Un nombre fuerte, rudo, impronunciable muchas veces, insostenible por momentos. Mi cruz tiene nombre propio, con apellidos. Tiene mi olor y mi alma. Tiene mi silencio y mis lágrimas. Por eso no es necesario ponerle nombre a la cruz en general. Porque la cruz no tiene un nombre abstracto que valga para todos. Tiene mi nombre único e irrepetible. Al cumplirse cien años de historia de nuestra alianza con María en el Santuario nos entregaron una cruz con nombre propio: La cruz de la unidad. Una cruz que muestra lo central de nuestra espiritualidad. María, en la cruz, unida a Cristo. Decía el P. Kentenich:
«Al igual que todo su ser, también su vida y su actuar, están totalmente ordenados a Cristo, a su persona y su misión. Ella sólo existe a causa de Él. No hay otra razón para su existencia»[1]. Es una cruz que habla de unidad. De la unidad entre Cristo y María. Entre Cristo y los hombres. Entre los mismos hombres como hermanos. La cruz del cáliz abierto en el que se derrama su sangre. Hasta su última gota. La unidad entre la Madre y el Hijo. Entre Ella y nosotros. La unidad anhelada por nuestra alma dividida. Rota por las heridas que nos deshojan. En las caídas que nos deshacen. Desunidos ante una cruz que se llama de la unidad. Porque nuestras vocación tiende a la unidad. Nacemos unidos a una madre y toda nuestra vida es querer volver a estar unidos para siempre. La muerte es el nacimiento a una vida nueva en la que nos unimos a Dios. Soñada unidad. Un solo corazón. Una sola alma. Un solo deseo. Un encuentro. Unidad en la diferencia. Unidad en la distancia. Unidad superando las barreras que separan, los límites, las incongruencias, las caídas. Unidad más allá de la afirmación de nuestra verdad, renunciando a nuestro orgullo. Sufrimos tanto por afirmarnos que acabamos negando a otros. Por elevarnos pisamos otras vidas. Nos empeñamos tanto en valer que desvalorizamos a los demás. Nos ofuscamos buscando quiénes somos, queriendo ser. Y no nos miramos en el espejo de aquellos a los que amamos. Una cruz de la unidad. María elevada ante la cruz, alzada casi en el aire. Sosteniendo un cáliz abierto. Recogiendo la vida. Los pies en la tierra, en las manos de los hombres. Las manos alzadas tocando el cielo, en medio de una muerte. El amor que asciende. El amor que desciende. La mirada de Jesús cerca ya de perderse. Su aliento, sus palabras. Sostenido en un gesto difícil de describir. El sí de María a Jesús. El sí de Jesús a María. El sí que es unidad.
La unidad de esa sangre que es nuestra sangre. De ese amor que es el nuestro.
Dios permite muchas veces en nuestra vida cosas que no entendemos. Tal vez demasiadas. Y a nosotros nos gustaría entenderlo todo, el porqué pasan las cosas, al menos para qué pasan. Decía el P. Kentenich:
«Deberíamos acostumbrarnos a contemplar cada suceso como un cúpula en cuyo extremo superior está sentado Dios. Y ahora, yo coloco la escalera para el entendimiento, esto es, para el espíritu de la fe. ¿Qué quiere Dios ahora, a través de tal desilusión, o de tal infortunio?»[2].El sentido de la vida, de la enfermedad, de la muerte, del dolor, de la violencia, de la pena, de la soledad, de la injusticia. ¿Dónde buscamos el sentido? La vida se nos queda muy grande. El cielo se nos queda grande, la eternidad, el mar sin orillas. El océano profundo, el cielo sin bordes. El tiempo sin fin. Cuando lleguemos al cielo lo veremos todo mejor, quizás entenderemos, allí estará todo más claro. Comprenderemos y las piezas del puzle encajarán. Aquí nos sentimos pequeños, diminutos ante el universo, perdidos en la temporalidad de nuestros días. La vida nos parece injusta. La cruz no nos une a nada. La cruz muchas veces nos separa. Nos rompe por dentro. Nos divide. Aquellos a los que amamos se van y se queda en nuestras vidas el amor que les tenemos, las historias tejidas a su lado. El alma rota. El dolor de la cruz que nos distancia de aquellos a los que queremos. Las paradojas. Necesitamos amor en el dolor y a veces lo rechazamos. Nos aislamos. Nos quedamos divididos entre el tiempo presente que tenemos, el pasado que hiere en su recuerdo y el futuro que nos parece pesado sin tener a los que tanto amamos. Nos duele el alma cuando perdemos. La cruz nos quita lo que amamos. Ya sea la salud, la vida, el amor, los sueños, las posibilidades. Nos divide y nos separa. Tantas veces la cruz no nos une. No es cruz de la unidad, sino de la discordia. No crea vínculos profundos, sino que profundiza heridas y diferencias. No ata corazones, sino que los separa por profundos abismos. La cruz nos puede unir a Dios o nos puede sumir en la incomprensión, en la soledad, en el desamor. La cruz del que ama hasta el extremo la podemos vivir sin amor. Sin llegar al extremo de nuestro amor. Sin llegar a darnos. La cruz nos puede hacer egoístas. Coleccionistas de caricias fugaces y fútiles, que no nos llenan. Acaparadores de momentos de luz en medio de la noche. La cruz es momento de abandono en los brazos de Dios, pero podemos vivirla rebelados contra una voluntad de aquel Dios injusto a quien no entendemos. La cruz es el momento de la entrega. Porque, el que no entrega, no recibe. La cruz es ese monte de Moria en el que se entrega lo más amado y se recupera bendecido. Abrahán en el monte Moria entregó a su hijo sin comprender y Dios se lo devolvió y le regaló por su amor un pueblo numeroso como las arenas de la playa y las estrellas del cielo. El monte del silencio roto por el grito de alegría de un corazón agradecido al recuperar a su hijo entregado. En Moria gana el que entrega. Pierde el que retiene. La cruz se puede vivir como camino de vida o de muerte, de unión o división, de paz o de lucha. La cruz hiere con un garfio de hierro el alma. Hasta las mismas entrañas. Abre un canal para la vida. Nos hace vulnerables, al alcance de cualquiera que ha sufrido. Nos hace frágiles e indefensos, cercanos y pobres. Nos hace dignos de compasión y de amor. Nos hace incapaces para dar, sólo capaces para recibir. Porque con los brazos clavados en un madero sólo es posible recibir. El costado abierto derrama hasta la última gota de sangre, no retiene. Y el cáliz vacío no da, sólo recibe, para luego poder dar. María, que entrega la vida por su Hijo en la cruz, sólo puede recibir el amor derramado y entregarlo a los hombres. Hoy le pedimos a Dios la paz y el consuelo. No le pedimos comprender, no importa tanto. Sí le pedimos hacer de nuestra cruz personal una cruz de la unidad. ¿Cuál es el nombre de mi cruz? ¿Cómo se llama mi renuncia? ¿El nombre de mi sangre derramada? ¿Mi cruz une? Que en nuestra cruz esté siempre María. Que en nuestra cruz seamos capaces de derramar nuestra sangre, la sangre de Jesús.
Que nuestra cruz no divida, sino que una.
Hay una ventana en el Santuario original en Schoenstatt en la que antes no me había fijado. Porque usaba la puerta para entrar y mirar. Ignoraba la ventana. No me hacía falta. Pero estos días de jubileo el Santuario estaba lleno de gente y me detuve ante esta ventana. Una persona comentaba: «Guardo en el corazón la mirada de María cuando me asomaba como una niña por la ventana del Santuario porque no se podía pasar. Me miraba. Yo a ella. Ella me esperaba, con mi historia desde que hice mi primera alianza. Sus ojos de perdón, de acogimiento, de amor. Su sonrisa de Madre». Es una ventana que deja entrar la luz de la vida y salir el amor de María. Entra la luz del día y de la noche. Sale la luz del cielo en los ojos de María. Una ventana que nos deja ver el sol desde dentro, desde lo profundo. En la vida hay ventanas abiertas y ventanas cerradas. Opacas y diáfanas. Ventanas sucias y limpias. Hay ventanas sin brillo. Hay ventanas claras que dejan ver el interior. Y ventanas que no permiten ver nada. Así suele ser también con las ventanas del alma. A través de ellas nos abismamos en el alma de los hombres y los hombres en nuestro interior. Lo hacemos con profundo respeto. Sobrecogidos. De rodillas. Sí, hay ventanas que revelan la vida. Ventanas que muestran lo escondido. La ventana del Santuario es la ventana más cercana a María. Allí, a su izquierda, uno se detenía y miraba, y rezaba, y callaba. Era una bocanada de aire fresco en mi vida. Es la ventana más cercana a su rostro. A través de ella pude estar muy cerca, dentro, al lado. Allí. De pie, yo también la miraba. Y otros muchos detuvieron sus pasos en esa ventana. Y rezaban. Tal vez una ventana basta para dejarnos caer en lo profundo de su alma de Madre. Una ventana con colores. Se veía todo bien. A veces cuando uno no puede entrar por la puerta le queda una ventana. A veces basta con mirar, con sencillez, como los niños. Muchas personas no podrán entrar por la puerta de nuestra vida, les quedará una ventana, para entrar, para mirar. Necesitamos cuidar nuestras ventanas. Que estén limpias y cuidadas. Son importantes. Asomarse a la ventana y ver cómo somos. Los más pobres e indefensos en el camino de la vida siempre tienen una ventana por la que asomarse. Cuando falla la puerta, queda la ventana. Cuando no tenemos títulos. Cuando no somos los invitados de honor a una fiesta, nos queda la ventana. Nadie te pide invitación para mirar, ni siquiera un título. No hay que entrar. La mirada nos introduce. La mirada de María. Nuestra mirada. Uno se puede asomar furtivamente y ya es parte de la historia. Forma parte de la tierra sagrada. Sella la alianza en silencio. María sabe mirar por la ventana. Siempre sorprende que el cuadro de María nos mira allí dónde nos sentemos en el Santuario. También mira a través de la ventana. Miré sus ojos, miró lo míos. Me vio furtivo mirando, casi pidiendo permiso, suplicando. Ella siempre me ve y me llama. Me invita a ser parte de una historia santa. Aunque crea que no tengo mucho que dar. Aunque no sepa bien cuál es mi lugar. ¡Qué importa! A lo mejor mi lugar es allí, al pie de su ventana. Callado. Mirando. Asombrado. Como el hijo querido del que una Madre no se olvida. Como aquel amado que espera paciente la llegada de la amada. Al pie de la cruz, de la puerta cerrada, de la ventana clara. Entre las sombras de la vida o la oscuridad de la noche. Velando.
En la vida hay muchas cosas enterradas, invisibles para nuestros ojos. Creo que las cosas más importantes suceden sin mucho ruido. Hace cien años fue ese sí de unos jóvenes y un padre. Fue el sí de Catalina Kentenich a su hijo entregado siendo niño y a su Madre que lo acogía. Fue la entrega y la renuncia. La renuncia es fecunda. Decía el P. Kentenich hace cien años: « ¡Cuántas veces en la historia del mundo ha sido lo pequeño e insignificante el origen de lo grande, de lo más grande!». Fue la paja enterrada como cimiento. Fue el fuego que quemó lo invisible. Fue el olvido de tantas oraciones entregadas. Fue el misterio de tantas vidas que no conocemos. Fue el desconocimiento de lo que estaban haciendo al entregar su vida. Cien años después lo pequeño dio vida a lo grande, a lo inmenso. Así es en la vida. Lo oculto vale más que lo que se ve. El iceberg deja ver sólo una pequeña parte de su volumen. Lo que no se ve importa mucho. Hoy que todo se quiere saber, sigue habiendo tantas cosas enterradas, ocultas. Con un halo de misterio que sobrecoge. Es verdad que la curiosidad nos impulsa a querer saberlo todo. Nos molesta lo oculto. Como si pensáramos que todo tiene que poder verse para ser bueno, verdadero, puro. Pero no es así. No tenemos derecho a verlo todo, a comprenderlo todo. En lo oculto, en lo enterrado, está la vida creciendo. Es lo que ha dado más fruto en nuestra historia de Schoenstatt. Los héroes enterrados al pie del Santuario. Sus vidas casi desconocidas. Esas cruces negras y blancas en la pared de un Santuario. Esos nombres entregados en un pacto al pie de una torre, como una nueva primavera sagrada. Esas páginas escritas con miles de oraciones que nunca más serán pronunciadas. Esas melodías cuyos autores ya no se conocen. Esas letras sin dueño que nos devuelven las esperanza cuando las leemos. Lo oculto es fuente de vida verdadera. Es el agua profunda de un pozo del que brota vida eterna. Nombres inscritos en el corazón de Dios, de María. La enfermedad del que sufre en el silencio de su vida. Oculto en la sombra. El miedo escondido. El dolor callado. La cruz enterrada. El amor que crece. Lo que nunca sabremos. La raíz que busca el agua en lo profundo de la tierra. Oculta. Sin raíz no hay vida. En lo más hondo. Allí donde nadie sabe que existe vida. La raíz que es fuente de una vida nueva. ¡Cómo entender la vida del árbol si no hay raíces! Cuanto más profunda, más vida surge. Lo oculto permite que exista lo visible. Así es la semilla que muere para dar fruto. Hay mucho más oculto en el valle de Schoenstatt que visible. Más vida bajo la tierra que por encima. Más momentos de entrega, sacrificios, amor, que gestos públicos de agradecimiento. Tanta renuncia que permanece escondida para siempre. El amor vive de lo oculto, del sacrificio, de la renuncia. No nos hace falta saberlo todo. Nos basta con comprender que las cosas que merecen la pena necesitan renuncia y silencio. La vida no surge sin perderla antes. Es el valor sagrado de la renuncia oculta. ¿A qué renunciamos por amor sin que nadie lo valore? ¿Por qué nos cuesta tanto renunciar para que otros tengan vida y ser olvidados en el intento? Así nace Schoenstatt. De la entrega silenciosa y generosa de tantos. Así vuelve a dar vida. Desde nuestro sí entregado en silencio. Sin títulos, sin cargos, sin lugar. Simplemente el sí silencioso a una vida de alianza que se hace fecunda. Tal vez nos gusta más ser reconocidos que olvidados. Que agradezcan por lo que hacemos a que pasen de largo. Ser tomados en cuenta y recordados que simplemente ignorados. Duele dar sin recibir nada. Sacrificarnos y que no aparezca nuestro nombre inscrito, para que el mundo lo vea. El anonimato nos duele.
Silencio y ruido. El valle escondido y silencioso. La montaña que se eleva queriendo tocar el sol. Tal vez en nuestra vida hay más ruido que silencio. Más gritos que paz. Más palabras que gestos. Nos hace falta aprender a escuchar más. Hay muchas palabras en nuestra vida. En el silencio aprendemos a reconocer a Dios, sus deseos, su voluntad. En el valle de Schoenstatt normalmente hay silencio. Estos días ha habido mucho ruido de cantos y de vida. Ruido de voces y risas. De rostros de muchos países, de encuentros y alegría. Ruido de ese gozo que se desborda agradecido. Hubo voces y gritos. Pero también hubo mucho silencio. Schoenstatt está más unido al silencio que al ruido, a la soledad que a la multitud. Celebrar un gran jubileo en un valle de silencio es una gran paradoja. Es un paréntesis muy breve. Es vivir en unos días lo que no sucede durante el año. Es romper por un momento el velo del silencio sagrado de un valle entre montañas. Adentrarse en el valle es introducirse en lo más sagrado de esta tierra. Es echar raíces hondas buscando la vida oculta, enterrada, callada. Es abismarnos en esa realidad tapada de la noche. Ir al valle es querer dejar la vida para siempre con María. Arraigada en su corazón de Madre. En esta tierra se toca a Dios, se huele su presencia. Es una tierra sagrada, santa. Y todos anhelamos ser santos. Una persona me decía hace poco:
«Yo quiero ser santo». En realidad es lo único importante. En el valle se entierra la vida para que sea fecunda. En esa tierra verde y llena de vida podemos acercarnos a la belleza de Dios y admirarnos. Allí decimos:
«Yo te amo, Señor; Tú eres mi fortaleza. Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador». Lo exclamamos entre las piedras profundas del valle. Al pie de las piedras que se elevan hacia el cielo en la montaña. Las piedras que levantan el castillo de Dios. Allí nos llama Dios a dar la vida. Decía el P. Kentenich:
«Si dependemos del rostro de Dios y tratamos de asentir a sus deseos en todo y realizarlos, recibiremos la gracia y la fuerza para servirle en todas las situaciones de la vida, aun cuando nos cueste la vida»[3]. Es el camino para ser santos. No importa que nos cueste la vida. Vale la pena entregarla. La entregamos con alegría. En el valle nos encontramos con María, con el P. Kentenich, con tantos congregantes que dieron su vida en silencio. Allí, en lo oculto, ha brotado la vida verdadera. El corazón se alegra por ser hijo, por volver a ser niño. Queremos escuchar los deseos de Dios en lo más hondo del alma. Allí donde nada puede interrumpir su voz. Allí donde la noche se hace luz con su presencia.
Allí donde volvemos a ser quienes somos porque Dios nos reconoce y nos ama.
Cuando nos íbamos del valle, y dejábamos nuestra tierra sagrada vacía, nos embargaba la alegría. No había acabado nada, había empezado un nuevo siglo. No nos íbamos vacíos, sino llenos. El Santuario se iba con nosotros, en nosotros. Porque nuestro sueño es ser santuarios vivos. Decía el Obispo Stefan Ackermann en el jubileo:
«Santuario significa un lugar extremadamente marcado por Dios y con ello extraído del mundo cotidiano. Los lugares santos están fuera de la disposición del hombre, le pertenecen por completo a Dios». Y pensaba en nosotros que habíamos hundido nuestras vidas en tierra sagrada. Nos habíamos vuelto sagrados. Templos de Dios. Santuarios de Dios. Sí. Entresacados, extraídos de lo cotidiano. Hoy Jesús nos lo recuerda:
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Somos propiedad de Dios. Amantes de Dios. Consagrados a Él. Lo que no le pertenece a Dios quiere ser propiedad suya. ¡Qué lejos estamos del ideal! No nos conformamos, como nos lo recuerda el P. Kentenich:
«Luchamos contra el hecho de conformarnos con lo mínimo. En nuestras banderas está inscrito lo más elevado que es posible alcanzar. Luchamos por lo máximo. Para no tocar la llanura nos mantenemos siempre en las alturas»[4]. No queremos conformarnos con el mínimo. Con todo el corazón, con toda el alma, con todo nuestro ser. La palabra todo nos parece imposible. Muchas veces nos quedamos a medias, no lo damos todo, no aspiramos a todo, a lo máximo. Vemos que nuestro corazón se apega a la tierra, a la fama, al honor, a nuestros planes. Ese corazón rebelde, lleno de pliegues en los que no entra la luz. Lleno de sentimientos que no son los de Cristo. Queremos entregarnos. Aspirar a lo más alto. No conformarnos. Pienso en las tumbas de aquellos jóvenes idealistas enterradas junto al Santuario. Ellos creyeron, se fiaron. Dieron su vida y no se conformaron con una vida mediocre, de mínimos. Ellos se dieron cuenta de que la vida sólo valía la pena si se entregaba por entero. Hoy comienzan los nuevos cien años de nuestra historia santa. Hemos experimentado el amor de María en nuestras vidas. Hemos vivido su acogida, su mano santa calmando el corazón. Hemos tocado la paz de sabernos inscritos para siempre en su corazón de Madre. Hemos visto, oído, encontrado, tocado, sentido. La vida y la paz, los sueños sagrados que nos dan la vida. Hemos tocado piedras santas sobre las que descansamos, sobre las que construimos. Hemos gritado y reído alegrándonos con la vida. Nos hemos callado en silencio, de rodillas, orando en lo profundo del alma, porque ese encuentro personal con María en nuestra historia es lo que nos cambia. Hemos orado en lo oculto de un Santuario, en lo sagrado de un bosque. Hemos entregado la vida, la hemos enterrado para siempre seguros de recuperar un día aquello a lo que renunciamos. No nos pertenece el tiempo que se nos regala, ni la tierra, ni las personas que pone Dios en el camino. No es nuestro el amor sembrado en el alma, ni el amor que entregamos a veces con reservas. Sabemos que sólo si la semilla muere da su fruto. Lo sabemos. Miramos hacia atrás conmovidos. El Santuario, el monte, el valle, queda vacío de voces, y lleno de nuestra presencia. De ese sí pronunciado con fuerza en lo profundo del valle. María acoge ese sí dado a nuestra historia, a nuestro camino. Le pertenecemos por entero a Dios. Ella nos ha recibido con su corazón abierto.
Somos parte del Santuario. Somos santuarios vivos.
Dos imágenes nos acompañaron estos días en la celebración del jubileo de los cien años: la Anunciación del ángel a María y la visitación a su prima Isabel. La Anunciación tiene que ver con nuestro sí, con nuestra disponibilidad para ser hijos. Lo que nos salva en la vida es aprender a ser niños. Jesús fue hijo. Aprendió en los brazos de María a ser hombre siendo niño. Aprendió en los brazos de Dios a escuchar sus deseos. Se dejó educar, cuidar, acoger.María en la Anunciación también es hija, niña débil en las manos de Dios. El sí silencioso de María en la Anunciación es el sí de una niña que ha aprendido a confiar, despojándose de sus seguridades. María se deja conducir. Acepta su condición de esclava y se pone en las manos de Dios. Comienza así el camino de su vida. La visitación sólo es posible desde la experiencia de la precariedad. Cuando no tenemos nada, cuando estamos vacíos, cuando no tememos perder nuestros derechos, podemos emprender nuestro éxodo. María se hizo pobre y se puso en camino. Obedeciendo, perteneciendo a Dios por entero. María ha salido estos días del Santuario original para ir a buscarnos. Así lo hizo en el cuadro que se puso en camino en la renovación de la alianza. Siempre había estado dentro. Pero el día 18 dejó su seguridad y fue a buscarnos.Nosotros somos esos hijos a los que busca María. Se puso en camino. Es lo que hace siempre. No sólo nos espera, nos va a buscar. Nos seduce con su amor. Nos abraza esperando nuestra respuesta. Aguarda con respeto nuestro sí. Anunciación y visitación están íntimamente unidas en la vida de María y en nuestra propia vida. No hay camino de salida sin nuestro sí en la entrega. Sin anunciación no puede haber visitación. Hemos experimentado la anunciación estos días. El Ángel del Señor ha venido a nuestras vidas a decirnos que nos necesita. Y nosotros de rodillas hemos dicho que sí entregando nuestra vida. Por eso hemos experimentado también el deseo de visitar, de llevar el rostro de María a tantos lugares. Decimos que sí y nos ponemos en camino. Llevamos el rostro de María en nuestra alma. Su vida, su gracia, su fuerza.
Hoy nos ponemos en camino. Cuesta que muera la semilla. Cuesta perderlo todo para dar vida a muchos. No importa el silencio, ni lo oculto, ni el olvido de nuestros nombres. Dios no los olvida, no nos olvida. María ha guardado nuestras vidas para siempre en su corazón de Madre. Ahora quiere enviarnos. Porque nos necesita en medio de los hombres que viven sin esperanza. Allí comienza el verdadero camino. No quiere un club de autosantificación, de santos guardados y seguros. Quiere que entreguemos gratis lo que hemos recibido gratis. Quiere que vayamos allí donde reina la desorientación. ¡Tantas personas que no saben qué tienen que hacer con sus vidas! ¡Tantas personas encerradas en su egoísmo, deseando sólo realizar sus deseos, buscando lo que envidian, soñando lo que no tienen! ¡Cuántas personas perdidas que no reciben amor, que no dan amor! ¡Cuánta búsqueda infecunda, cuánta entrega sin sentido! Decía el Papa Francisco en el sínodo de la familia:
«El peligro individualista y el riesgo de vivir en clave egoísta son relevantes. Una afectividad narcisista, inestable y mutable que no ayuda a los sujetos a alcanzar una mayor madurez». Dios ausente de tantas vidas. Por eso María nos necesita. Porque podemos llevar su Santuario en nuestra vida. Porque podemos hacer posible que Cristo nazca en muchos corazones. Depende de nosotros, de nuestro sí, de nuestro caminar. Dios necesita que le demos un sí sin reservas. La llamada viene desde arriba y, como decía el P. Kentenich, por eso estamos tranquilos:
«Hemos sido enviados desde lo alto, no desde abajo. No nos hemos enviado nosotros mismos. Sólo una idea nos da fuerzas: ¡Somos enviados! Esto hincha nuestras velas, nos da ánimo y voluntad para asumir este compromiso»[5]. Somos enviados desde el valle para salir al mundo, para romper nuestros miedos y las barreras que nos separan. Para vencer los límites que nos imponemos y aspirar a las cumbres más altas. La llamada viene desde el castillo de la montaña. Y desde allí bajamos a la vida. Somos enviados a dar lo que hemos vivido, lo recibido, lo rescatado de esta tierra sagrada. Somos enviados a entregar lo que somos y tenemos, no se nos pide más. Las velas se hinchan con el viento de Dios al descubrir el ancho mar por el que navegamos. Nuestro barco va mar adentro, llevado por el viento del Espíritu, donde Dios nos quiera, como Él nos quiera, cuando Él nos necesite. Somos suyos. Somos propiedad de Dios. Su Santuario. Hoy no acaba nada, comienza un nuevo tiempo. Somos la generación del 2014 y eso nos llena de esperanza y de orgullo. Somos los congregantes de esta nueva hora y nos alegramos de estar aquí, en sus manos, a su servicio.
El P. Kentenich también nos llama hoy, para que seamos remeros libres. María nos llama, somos sus hijos.
Dios quiere contar con nuestro amor. Necesita remeros libres que quieran seguir llevando el rostro de Dios. El otro día pensaba en la inmadurez religiosa que hay a nuestro alrededor. Muchas personas necesitan tantos seguros para caminar. Se han acostumbrado a obedecer ciegamente. En eso son maestros. Pero luego, cuando tienen que tomar decisiones propias, se ven incapaces. Se dejan llevar por la masa y necesitan aprobación desde arriba a todo lo que hacen, necesitan normas claras. ¡Qué importante es la formación adecuada de la conciencia! Decía el P. Kentenich:
«Nada puedo hacer con hombres masificados. Sólo con personas autónomas, hombres o mujeres; con personas capaces de formarse un juicio propio y defenderlo»[6]. Esta inquietud del P. Kentenich sigue siendo hoy igual de acuciante. Hacen falta hombres, atados a Dios, a María, enamorados, capaces de tomar decisiones, de formarse un juicio y actuar en consecuencia. Si no lo logramos, si no forma María este tipo de hombres, estamos perdidos. Porque la corriente de la vida es muy fuerte, el tiempo que vivimos nos urge a formarnos, a vivir en Dios, consagrados por entero a Él, con todas nuestras fibras. Decidir en Él, actuar en Él. No es fácil. Es un camino que recorremos a lo largo de toda nuestra vida. El amor es lo que hace que una misma decisión esté bien tomada o no. No todo es medible, ni se puede encasillar en una norma. No siempre, en las encrucijadas, vamos a saber qué tenemos que hacer, qué es lo que Dios quiere. Así es el caminar humano. Pero siempre, frente a Dios, con honestidad, podemos dar el paso con amor. Por amor. Nuestro estilo debe ser el amor. Es nuestro sello, en cualquier decisión u opción, en un acto religioso o en un momento de diversión, en lo pequeño y en lo importante. Acertar o fallar no está en nuestras manos. Lo que cuenta es el amor, el cómo lo hagamos. Preguntarme por qué lo hago, qué hay detrás, por quién lo hago. Una misma opción, empezar una relación o dejarla, comenzar un trabajo, emprender un proyecto, ir de vacaciones, quedarse, emprender una vida en otro país, un mismo acto externo puede ser por amor o por egoísmo. Y eso sólo lo sabe uno y Dios. Es sagrado, es un misterio precioso que Dios ha puesto en nuestras manos. Mi amor es el ejercicio de libertad más grande que puedo hacer. A veces puedo rezar por egoísmo, olvidándome de mi familia, de los que me necesitan. Otras veces puedo divertirme por amor, sacrificando lo que a mí me gustaría hacer por dar gusto a alguien a quien quiero. Es más fácil que me digan con una norma, con un consejo, qué debo hacer, qué camino tomar, pero eso es ir al mínimo. Dios nos ha hecho a su medida infinita, ha puesto su huella de eternidad en nosotros, por eso nuestra sed de amor no se agota, por eso el amor que damos y recibimos es lo único que ensancha el corazón, lo único que sana, lo que nos hace vivir en Dios, tocar el cielo en la tierra. Y cumplir es muy poco. ¡Cuántas veces preguntamos a sacerdotes o amigos qué debemos hacer! Lo que cuenta es mi opción libre, mi generosidad, mi amor, mi estilo en hacer algo. Respetando los mínimos de las normas, pero aspirando al máximo. Nosotros queremos tener un estilo distinto. El estilo de Jesús. Vivir como Él. Amar como Él. Según Él. Conformar nuestro corazón según el suyo, con sus sentimientos. Jesús vino a cumplir la ley, vino a dar plenitud a todo lo anunciado por los profetas durante siglos. Pero Él es mucho más que la ley y los profetas. Los supera. Cura en sábado no porque desprecie el sábado. Él creció respetando ese día sagrado, sino porque el amor es más. Porque el hombre es más. Jesús hoy les dice a los fariseos que todo debe sostenerse en el amor. Siempre el centro es el otro, es Dios, no la norma. Hoy Jesús les muestra el camino. En realidad el camino es Él, sin Él es imposible. Les abre horizontes. La ley no es más que la palabra de amor de Dios. Los profetas son la voz susurrada de Dios a lo largo de los siglos diciendo a su pueblo que lo ama, que ha hecho una alianza de amor con ellos para siempre, que no se olvida de sus hijos, que esperen, que confíen, que siempre los va a escuchar si le gritan. El amor sostiene la ley. Lo que hay que medir es el amor, no la ley. Eso es lo primero que nos dice Jesús. Lo segundo es algo que me llama la atención. Es el grado del amor a Dios, habla de una pertenencia completa. Somos suyos. Del todo. Usa la palabra
«todo». Amar con toda la mente, con todo el corazón, con toda el alma. Sin que haya una parte que no le pertenezca. Nuestra consagración a María también habla de ese todo. Todo mi ser. Me consagro del todo a ti. Ya que soy todo tuyo. Ese amor es del que habla Jesús hoy. El amor a Dios que debe inundar todo, desde lo más humano a lo más espiritual. Todos tenemos algo que nos cuesta darle a Dios, algo donde Él no puede entrar, en nuestra vida, en nuestro interior. Nosotros, queremos amar a Dios del todo, también con nuestro pecado que nos hace necesitados y vulnerables, también con nuestra herida que nos hace frágiles. Amarlo con nuestras limitaciones, con nuestros dones, con nuestros logros y nuestros fracasos, con nuestra cruz, nuestra soledad. Amarlo en nuestra vocación, en nuestros sueños, en nuestros miedos, en nuestro ideal. Amarlo desde nuestro pasado, desde el presente, desde nuestro horizonte. Amarlo con nuestro nombre. Hemos sellado una alianza de amor con Él, estamos inscritos para siempre en su corazón a través de María.
¿Qué me queda por entregar? ¿Qué parte de mí o de mi vida no está llena de Dios?
[3] J. Kentenich,
Jornada 1950
[6] J. Kentenich,
Terciado de Brasil, 1952