Martes, 26 de noviembre de 2024

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LA ENCRUCIJADA EDUCATIVA HOY: ENTRE EL VÉRTIGO Y LA ESPERANZA 2

LA ENCRUCIJADA EDUCATIVA HOY: ENTRE EL VÉRTIGO Y LA ESPERANZA 2

por Por mí, que no quede

ENCRUCIJADA EDUCATIVA: ENTRE EL VÉRTIGO Y LA ESPERANZA 2

“Para educar a un niño se necesita toda la tribu” dice el adagio africano. Todos somos educadores de una u otra forma, pero con distintas responsabilidades según el papel que nos corresponda: padres, profesores, administradores, políticos o simples ciudadanos. Estos educadores deben tener unas características y virtudes propias de estos tiempos fuertes que nos han tocado vivir.

En primer lugar, deben tener las ideas claras: distinguir entre el fin – la persona que ha de educarse- de los medios por muy llamativos que estos sean. El protagonista es el educando al que le preparamos para un largo viaje como es su propia vida. A medida que pase el tiempo, él debe asumir cada vez más protagonismo y responsabilidad.  Será un viaje largo, cuyo final de etapa ni el propio educando conoce. Los educadores no conocemos, ni siquiera la mayor parte de los peligros, novedades, dificultades  que le surgirán, ni la mayor parte de los medios e instrumentos que tendrá a su alcance, por lo que nuestro papel no pasa de ser entrenadores de una travesía que ellos deben realizar. No podemos tener respuestas para problemas técnicos y operativos que ni siquiera conocemos.

Pero sí que podemos prepararlos para que, con criterios sólidos, den respuesta a los desafíos de todo tipo con los que ha de encontrarse y lleguen a ser el tipo de persona que están llamados a ser. El fin es el desarrollo personal en plenitud. No se trata solo de conseguir su inserción social y laboral. Por ello, junto a los saberes instrumentales, es necesario que tenga unas virtudes y unos valores que den sentido a su vida.

 Son estos valores de sentido los que por miopía, cobardía o desgana están  desaparecidos de la educación actual. Pero sin ellos, cualquier intento de educar  - o educarse- se vuelve absurdos. No existe una educación completa si no se facilita la apertura a la trascendencia sin la cual es imposible entender el ser humano ni la mayor parte de sus creaciones artísticas, morales y vitales.

La educación cristiana, la que se imparte o debiera impartirse tanto en la escuela católica como en las propias familias va más allá: no sólo plantea los valores de sentido, sino que ofrece el sentido último de la existencia. Con el debido respeto a las conciencias y a la libertad personal, debe ser un instrumento que posibilite el encuentro con Dios porque como dice el Papa Francisco: “Si bien es cierto que la fe es un don de Dios, los padres y la misma escuela son instrumentos de Dios para su maduración y desarrollo”.

El cristianismo no es una ideología, por refinada que sea, sino el encuentro  con una persona, Jesucristo, “Dios y hombre verdadero, creador, padre y redentor mío…”. Es la mayor revolución religiosa de la humanidad, un Dios que se acerca al hombre, que se encarna. Un Dios que mira y  mima “como a la niña de los ojos,” a cada uno de nosotros.

En segundo lugar, los educadores deben tener una voluntad decidida de compromiso: nada de excusas, de justificaciones. Lo que no hagamos nosotros, difícilmente lo podrán solucionar otros. Sobran plañideras. Urge encontrar personas que se tomen en serio su condición de educador, y que tomen como lema de su vida: “por mí que no quede”. 

En tercer lugar, ilusionarse con la tarea: dada la gravedad de la situación, no podemos permitirnos el lujo de ser pesimistas  ni afrontar la tarea sólo con resignación. Es cierto que la educación lo resuelve todo, pero la educación  que tiene firmes principios, sólidas creencias, mejor preparación y sobre todo, ilusión en la tarea a realizar. 

En la película “Un hombre para la eternidad”, un joven ambicioso llamado Rich le pide a Santo Tomás Moro, por aquél entonces Canciller de Inglaterra, un puesto en la corte. Este le ofrece el puesto de maestro y evitar así las corrupciones cortesanas. El joven decepcionado, le contesta:

-“Maestro, ¿quién sabrá que soy maestro?

 A lo que Moro le responde:

-Tú, tus alumnos y Dios, ¿Te parece poco reconocimiento?

 En cuarto lugar, el secreto de un educador es el cariño. Sentirse querido es sentirse transformado, por eso el amor es anticipativo, decir: “eres bueno”, ayuda a ser mejor. Se ha dicho, con razón, que da más fuerza sentirse amado que sentirse fuerte. El educador, ya sea padre o profesor, en la medida que ama al alumno anticipa todo lo que de bueno hay en él.

Pero amar no significa sentirse amado. Seremos juzgados de lo que hemos amado no del amor recibido. El educador es un sembrador, que a veces, tiene la suerte de ver la cosecha.

Ser educador es creerse el oficio, como el buen artista, y querer a los alumnos. Educar es una pasión que cautiva y transforma al educador y, en gran medida, al educando.  En cierto sentido, educar es dar vida, ayudar a engendrar un  nuevo ser, - Sócrates hablaba del oficio de partera – y eso supone un compromiso y entrega no sólo intelectual, sino también afectivo y moral. Es lo que en el lenguaje clásico se denominaba la vocación, el sentirse llamado para un oficio determinado, que, en este caso, es uno de los más excelsos que puede tener el ser humano.

Por último y no menos importante, para los creyentes hay que recordar que nuestra vocación, nuestra llamada, proviene de una mirada divina que nos eligió para esta tarea y en Él se asienta  nuestra confianza y nuestra fortaleza, y a Él, en definitiva, debemos rendir cuentas.

 

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