XXVI Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Ezequiel 18, 25-28; Filipenses 2, 1-11; Mateo 21, 28-32
«Se acercó al primero y le dijo: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. Él le contestó: - No quiero. Pero después recapacitó y fue»
28 Septiembre 2014 P. Carlos Padilla Esteban
«Queremos aprender a amar con ese amor en el que no está en primer plano lo que nosotros queremos, sino lo que Él desea para nuestra vida»
El otro día leía una publicidad sugerente: «Hay deseos que cambian el mundo». Es verdad. Hay deseos que cambian el mundo, que lo hacen mejor de lo que es. Hay deseos grandes que no caben en el corazón y por eso se desbordan y dan vida a muchos. Deseos que sacan lo mejor de las personas, que construyen sobre roca firme, que elevan la vida y la hacen mejor de lo que es. Sí, hay deseos que nos sacan de nuestra comodidad, de la rutina, de la pereza y nos hacen ponernos en camino, porque merece la pena luchar, dar la vida por algo valioso, porque no podemos quedarnos quietos. Deseos que son mejores que nosotros mismos, porque nos hablan de Dios y de lo que Dios puede hacer en nosotros. Deseos nobles que despiertan lo más puro del alma. Muchos de esos deseos han cambiado el mundo, lo han transformado, lo han hecho más humano, más de Dios. Son deseos por los que muchos hombres han dado su vida. Han vivido, han amado, han renunciado, por hacer posible ese deseo. Cristo vivió el deseo de amar hasta el extremo. Deseó ser carpintero, como su padre. Deseó conocer a Dios, su Padre, a quien tanto amaba. Deseó vivir en Nazaret tantos años esperando a que otros deseos grandes y nobles le hicieran abandonar a los suyos y seguir su camino. Esos deseos llegaron un día y entonces deseó pescar en su lago, no sólo peces, sino hombres y darles esperanza. Deseó sanar a todos los enfermos, devolver la vista a los ciegos, liberar a los cautivos, mostrar el sentido de nuestro camino, del amor, de la misericordia. Deseó perdonar todos los pecados de los hombres, los más visibles, los más ocultos. Deseó resucitar a los muertos, porque Él era la vida y devolver la alegría a los rostros llenos de amargura, porque es dolorosa la tristeza. Deseó el infinito en una vida finita. Deseó dar la vida por todos, sin saltarse a ninguno. Deseó cambiar el corazón de los que estaban llenos de envidias, celos y odios. Deseó abrazar tantas vidas heridas, rotas, muertas. Levantar a hombres caídos. Devolver la dignidad a los que la habían perdido. Deseó retirarse a orar con su Padre, tantas veces como pudo, cuando el deseo de estar solo era muy fuerte. Deseó hacer comprender a los violentos el camino de la paz. Deseó que la mirada de los hombres fuera pura y para eso Él siempre miró con pureza. Deseó un mundo más justo, más verdadero, más de Dios, y entregó la vida. Deseó un día celebrar con los suyos aquella última cena, porque los quería tanto, porque presentía el final. Deseó llegar a todos, que todos lo comprendieran, que todos cambiaran de vida. Deseó amar a todos y que todos lo supieran. Desde la cruz los miró, conmovido, vacío, lo había dado todo. Allí deseaba que su vida entregada fuera una fuente de la que manara agua para la vida eterna. Sus sueños, aparentemente fracasados, se hicieron fecundos al ser enterrados. Porque la semilla muere para dar fruto. Porque la renuncia siempre trae vida. Porque merece la pena entregarlo todo. Y sus sueños dieron fruto. Muchos hombres siguieron un día sus palabras, se enamoraron de sus gestos, comprendieron la grandeza de su amor. Sí, hay tantos santos enamorados de Dios. Santos de grandes alturas, de deseos profundos. Santos que amaron y renunciaron. Que desearon y lucharon. Santos enamorados, con raíces profundas en Dios. Santos con deseos hondos y grandes. Porque si el corazón no desea nada es que está muriendo, está perdiendo la esperanza o se ha llenado de amargura. El deseo da vida, despierta lo más puro que tenemos dentro. Sí, hay deseos que cambian el mundo. Lo han cambiado tantas veces. Lo siguen cambiando hoy.
Por eso es importante hacernos esta pregunta: ¿Qué deseamos? Hay sueños que enaltecen y elevan. Pero hay otros deseos que destruyen el corazón y el mundo que nos rodea. Hace unos días me volvía a confrontar en una persona con la debilidad de nuestro corazón, con la fragilidad de los deseos. Deseamos mucho y el mundo no nos concede nuestros deseos. Verdaderamente «el mundo no es una fábrica de conceder deseos», como decía la protagonista de «Bajo la misma estrella». Pero además, muchas veces deseamos mal, deseamos lo que no nos hará nunca felices, lo que nos hará más esclavos todavía, lo que no llenará el corazón de esperanza. Deseamos con egoísmo, pensando sólo en nosotros, en lo que nos apetece, en aquello a lo que creemos tener derecho, porque siempre lo hemos deseado. Hacemos planes, construimos castillos de cristal. Nos importa nuestro deseo, caiga quien caiga. Hace poco pude ver en una persona algunos de esos deseos que nos enferman, que a veces todo lo complican, la propia vida, la vida de los otros. Hay deseos buenos en sí mismos, pero que, al ser perseguidos obsesivamente, nos acaban envenenando y nos hacen perder la perspectiva. El fin parece justificar los medios. No nos detenemos. Son deseos aparentemente ingenuos que llevados hasta el extremo destruyen todo lo que también deseamos. Sí, hay deseos egoístas, inmaduros, egocéntricos, autorreferentes. Deseos que pueden llegar a matar vidas, a sembrar dolor y odio, violencia y guerra.A veces mis deseos pueden ser pequeños y mezquinos. Pero los hacemos tan grandes que, al perder la perspectiva, podemos llegar a perderlo todo. Porque grande es lo que veo tan de cerca que me quita la paz pensar que puedo perderlo. No logro ver más allá. Dejo de mirar el todo para centrarme en esa parte pequeña que me esclaviza. Sí, son deseos a veces tan pequeños que caben en una mano. Deseos caducos ya al nacer, que mueren entre los dedos. Hacemos colas eternas para lograrlos, para poseerlos por un instante. Y, una vez logrados, no nos hacen felices. Porque no todos los deseos nos hacen felices. Tal vez la felicidad no llega con la satisfacción de los deseos. No, es verdad, un deseo despierta otro y así en una cadena interminable. Nunca estamos plenamente satisfechos, nunca plenamente felices. Por eso es tan importante que nos preguntemos: ¿Qué deseo en el fondo del corazón? ¿Qué mueve mis pasos? ¿Qué hace que me levante cada día?
Los deseos pueden quitarnos la paz o darnos la vida. Cuando no los vivimos como un don, como una gracia que no saca de la pasividad, nos destruyen. No es malo desear, al contrario, es fundamental. El que no desea, muere. Lo importante es saber dónde colocar nuestro deseo. Hoy sabemos mucho del mundo, de la vida, de la cultura. Conocemos idiomas, dominamos las estadísticas y hemos estudiado historia. Pero seguimos siendo unos ignorantes de nuestro propio mundo interior. No sabemos qué deseamos de verdad. Nuestra inteligencia emocional es escasa. No sabemos enfrentar nuestros conflictos interiores, nuestras luchas del alma. No sabemos cuidar nuestros vínculos. Queremos retener y quitamos la vida. No nos damos por entero por miedo. Queremos poseer y enjaulamos almas. No nos conocemos de verdad. Y a veces nuestros deseos pequeños y egoístas se convierten en nuestro camino de vida. Vivimos divididos por dentro, rotos, inseguros y buscamos la paz en deseos que no podemos hacer realidad, ni tan siquiera retener por unos segundos. Es curioso ver cómo tantas personas rompen con el camino que seguían porque quieren hacer realidad deseos que han descubierto en el alma, deseos nuevos, también caducos. Creen entonces que han desperdiciado su vida sin dar cabida a sus verdaderos deseos. ¿Inmadurez del alma? ¿Desconocimiento de uno mismo? Somos unos ignorantes en lo que al corazón se refiere. Miramos hacia fuera, no nos detenemos a mirar en nuestro interior. Los deseos son un motor, pero no son el fin de nuestra vida. No hemos nacido para realizar deseos. El deseo es una fuerza interior que nos mueve, que alimenta nuestra capacidad para ponernos en camino, para amar, para dar la vida. El amor verdadero coloca los deseos en su sitio. Tiene que ser un amor más grande el que le dé sentido a la vida. El amor es lo único que nos hace capaces de renunciar a nuestros propios deseos por un bien mayor. Una mujer le decía a su esposo: «Deseo amarte como Dios te ama. Deseo cuidarte toda mi vida como Él te cuida, protegerte, ayudarte a caminar. Deseo que seas feliz. Deseo partirme sin reserva, cada día. Deseo vivir cada día como una niña confiada, deseo pasar cada día haciendo el bien como Jesús. Deseo acoger en mi corazón a todos. Pero sobre todo, deseo que tengas siempre un lugar en mí, poderte siempre responder, ser siempre tu descanso, que en mí puedas descansar. Poder siempre acoger todo lo que vives». Es así el amor verdadero, el que nos hace crecer. Es ese el amor por el que es posible renunciar a mis deseos por hacer realidad los deseos de un tú al que amo. Ese amor hace míos los deseos de alguien. Ese amor nos hace comprender que la renuncia, el sacrificio, la entrega desinteresada, forman parte de ese camino verdadero que nos hace plenos. Renunciar por los deseos de otros es una fuente de vida. Renunciar para que otros tengan vida y crezcan en su camino. En eso consiste la vida verdadera. No es sencillo. Porque a veces nos atamos a deseos pequeños e inmediatos. Vivimos el presente como una realidad eterna. No queremos dejar de vivir lo que hoy queremos. Nos cuesta hacernos responsables de las consecuencias de nuestros actos. Los deseos nos tienen que mover a amar más y mejor, con más profundidad y madurez. Si nos dejamos llevar por los deseos del mundo caminamos sin rumbo, sin horizonte verdadero. Si ponemos nuestro deseo en Dios llegamos más lejos.
Creo que a veces algunos ven como el fin de su vida alcanzar la paz del corazón. Parece ser el deseo más noble y sagrado. Vivir y que me dejen vivir. Vivir en paz conmigo mismo y con el mundo. No es algo malo desear la paz, al contrario, es fantástico tener paz, vivir con ella. De hecho, si no tenemos paz en el corazón, es difícil que demos paz a otros, es complicado que muchos puedan descansar en nosotros como en una roca segura cuando vivimos alterados, nerviosos, angustiados, sin alegría. Donde no hay paz es imposible descansar. Hoy comprobamos cómo muchas personas viven inquietas, llenas de turbulencias, nerviosas, sin poder dormir, sin orden, sin alegría. Yo mismo a veces me encuentro descentrado, cansado, derramado sobre el mundo cuando me despisto y pierdo el centro. ¿Cómo no desear entonces alcanzar la paz del corazón? ¿Cómo no anhelar una paz que nos haga enfrentar la vida sin miedo? En realidad es un sueño muy profundo y verdadero. Muchas personas llegan al Santuario buscando paz. Y la encuentran. Y vuelven una y otra vez. En el Santuario el corazón descansa. Es la gran experiencia que hacemos. Por eso hace un tiempo coronamos a María como Reina de la paz del corazón en el Santuario de Serrano. Le dimos ese título porque sabíamos que en Ella podíamos descansar. Es verdad. Era esa paz soñada, anhelada, deseada. La paz verdadera que nos da Dios cuando confiamos y nos abandonamos en sus planes. Todos buscamos una paz que nos lleve a vivir tranquilos con nuestra vida, con las tensiones, con las dificultades. Una paz que nos haga enfrentar las cruces de la vida con valentía. Comentaba el P. Kentenich: «El hombre sobrenatural marcha con valentía asumiendo el riesgo de equivocarse y fracasar en la empresa. Pero esta equivocación y fracaso eventuales se convertirán entonces en medio externo para crecer aún más profundamente en el mundo sobrenatural»[1]. Una paz que nos haga luchar por lo que deseamos sin agobios. Sabiendo que los fracasos momentáneos no nos pueden quitar nunca la alegría. Por eso añadía el P. Kentenich lo importante que es la eucaristía para vivir con sentido, colocando siempre nuestro corazón en Dios: «En la práctica, lo que en concreto está ante mí, siempre son sólo 24 horas. Lo que venga mañana está escondido en el seno de la Providencia; lo que sucedió ayer, está en el seno de la misericordia de Dios. Las gracias que necesito hoy, las recibo en la eucaristía de hoy. Para lo que necesito mañana, está la nueva eucaristía de mañana en primer plano, en el centro»[2]. La paz la encontramos en Dios, cada día, para cada día.
La paz la recibimos cuando anhelamos que nuestros deseos se correspondan con los deseos de Dios. Cuando deseamos que nuestros sentimientos sean los suyos, sus deseos los nuestros y dejamos de lado nuestras esclavitudes. Hoy escuchamos: «Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús». Parece imposible, sólo podemos pedirle a María que modele nuestro corazón a imagen del de Jesús. Le pedimos que nos regale ese amor que mira el corazón, que acoge a todos, que no juzga por apariencias, que mira hondo en el alma del otro y sabe de su sed y sus preguntas. Ese amor que espera siempre, que se alegra si regreso, que le importa cómo estoy más que la viña misma y la eficacia, que me dice que me necesita. Ese amor que come con cualquiera e invita a cualquiera, que perdona, que vuelve a perdonar, que cree en mí cuando nadie cree, que quiere estar conmigo sin condiciones. Un amor que une, que alegra el alma. Parece imposible, cuando vivimos enfrentados los unos contra los otros, cuando hablamos mal de nuestros hermanos, cuando no amamos de forma generosa. Es el deseo más hondo, poder vivir los unos en los otros con paz. Dejando de lado la rivalidad, la ostentación, la vanidad. Parece imposible. Nos comparamos continuamente. Deseamos lo que otros tienen. Envidiamos. Somos codiciosos. No pensamos en lo que el que está a nuestro lado necesita. No preguntamos qué vive en su corazón, qué le falta. Hace falta mucha humildad para vivir así, para construir sobre un mismo amor. Humildad para dejar de ser el centro, para no querer que nos sigan a nosotros, sino sólo a Dios. Para no querer poseerlo todo. Para aceptar que muchos de nuestros deseos no se hagan realidad. Querer los sentimientos de Cristo para nuestra vida es un salto audaz y valiente. Es desear que sus deseos sean los nuestros, los que brotan de sus entrañas, de lo más hondo de su ser. ¿Qué deseaba Jesús en el fondo del alma? Jesús tenía sentimientos de amor, de misericordia, de humildad. Jesús deseaba dar la vida y deseaba que los hombres vivieran mirando a Dios. Nosotros tantas veces vivimos de espaldas a Dios. No le escuchamos, no seguimos sus pasos. Tener los sentimientos de Cristo nos lleva a caminar con Él, como Él, en Él. Supone unir nuestro corazón con el suyo para siempre. Con palabras de San Agustín: «Inscripción del corazón en el corazón de Cristo». Ojalá nuestro corazón estuviera siempre inscrito en el del Señor. Así su amor viviría en mí. Sus sentimientos serían los míos. Y no pensaríamos como piensa el mundo.Desear lo que Cristo desea. Desear vivir en Él y descansar en sus brazos. Sus sentimientos, mis mismos sentimientos. Desear su fuego y su vida. Su entrega y su renuncia.
Por eso pienso que desear lo que Cristo desea no pasa necesariamente por buscar sólo la paz. Me resisto a pensar que esa búsqueda a veces enfermiza de la paz interior sea lo que Dios me pide. Estar en paz conmigo mismo, cuidar mi cuerpo y mi alimentación al extremo, estar pendiente continuamente del estado en el que me encuentro, el peso ideal, el tiempo de sueño que necesito, el descanso adecuado, el deporte que me hace estar sano. Todo eso es importante, es cierto, porque si nos cuidamos podemos darnos mejor a los demás. Sin embargo, no puede ser la meta de mi vida, sólo es un medio, una ayuda. Cuidar el cuerpo y el alma para estar en paz, bien con uno mismo, es fundamental, pero todo tiene sentido si es para entregar la vida, para amar hasta el extremo, cuidando lo que Dios nos ha confiado, lo que tenemos. No podemos caer en cuidarnos a nosotros mismos tanto que no haya espacio en la vida para aquello que pueda complicar un poco nuestros hábitos y rutinas. Buscar la paz, estar en forma, proteger mi espacio, mi bienestar, como único sentido del camino, es algo muy pobre y limitado como ideal en esta vida. Cristo no vino para estar en paz, para tener su espacio. No vino para regalarnos una paz fría y cómoda, un viaje «confort» por los caminos del mundo, una paz soñada al borde de un mar tranquilo. No, no vino para eso. Vino para que el mundo ardiera en su amor, en mi amor. Vino para que su sangre siguiera viva en la nuestra. Vino para que aprendiéramos a navegar por un mar revuelto y a caminar sobre las aguas en medio de las olas. Vino para grabar sus sentimientos en nuestro corazón y pudiéramos así convertirlos en camino de vida, en nuestro ideal a conquistar, en la forma de vivir en este mundo. Cristo no buscaba una paz insulsa y sin colores. Una paz cansina y gris. Quiso más bien educar los corazones para que estuvieran dispuestos a perder la paz por amor al hombre, a perder la tranquilidad por dar la vida. Seguir a Cristo, hacer nuestros sus sentimientos es muy arriesgado, conlleva peligros, la suerte del Maestro. Podemos perder la paz que el mundo nos ofrece y vivir de forma demasiado exigida. Por eso es algo diferente la paz que Dios nos ofrece. Es la paz que calma el alma al final del día, cuando nos hemos dado, cuando no hemos guardado nada y hemos amado sin barreras. Es la paz que recibimos cuando ya nos hemos vaciado por entero dando, entregando todo lo que tenemos. Es la paz que viene cuando después de haberlo perdido todo en la lucha seguimos caminando tranquilos y confiados, porque nuestra meta está en el cielo y no estamos apegados al mundo. Es la paz que habita el alma cuando caminamos sin miedo a perder, a fracasar, sabiendo que podemos estar perdiéndolo todo y no es tan grave. Es la paz que da saber que sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer, como siervos dóciles, sin esperar recompensas, sin aferrarnos a los derechos adquiridos, sin querer retener nuestro puesto, sin pretender no ser nunca olvidados. Es la paz de Cristo que nos mira desde la cruz y nos dice: «Tengo sed». Cuando ya lo había dado todo y su misión había sido cumplida. Es la paz que nos da Cristo, que camina a nuestro lado y nos espera para abrazarnos. Como me decía una persona el otro día, hablando de sus sueños: «Deseo navegar siempre con Dios dónde Él me diga, no dejar de soñar nunca, no conformarme con la mediocridad. Deseo subir las cumbres más altas. Aunque no me sienta capaz en absoluto. Deseo amar sin límites, sin cuidarme. Deseo tocar los corazones, sin pensar que al tocarlos pierdo algo». Así es el amor verdadero. Así es la lucha en la vida, el deseo que nos levanta, el sentimiento hondo que nos invade cuando amamos a Cristo, cuando queremos ser suyos. Al pertenecerle por entero, su suerte es nuestra suerte. Al estar inscritos en su corazón, sabemos que nunca perderemos sus huellas, porque Él recorre nuestra vida en silencio. Es su amor el que recibimos y con él aprendemos nosotros a amar. Queremos aprender a amar con ese amor en el que no está en primer plano lo que nosotros queremos, sino lo que Él desea para nuestra vida.
Hoy Jesús vuelve a hablar de la viña. Dios, el Padre, nos llama a trabajar en su viña. Es la llamada personal a cada uno de nosotros. Es la invitación a tener los sentimientos de Jesús. « ¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña». Es un padre y dos hijos. Un padre con un deseo verdadero. Quiere que sus hijos cuiden con él la viña. El padre ama y desea lo mejor para sus hijos. Son dos hijos que son interpelados por el amor del padre. Pueden seguir sus planes y deseos olvidando el deseo de su padre. Pueden dejarse vencer por la pereza, la dejadez, el miedo. Pero pueden también decir que sí y hacer suyos los deseos del padre. En la vida suele ser así. Podemos seguir un camino o seguir otro. Y Dios es tan maravilloso que siempre está en nuestras decisiones. En nuestro sí y en nuestro no. Nos acompaña y cuida allí donde vayamos. Nos quiere a su lado, nos sigue. Los dos hermanos se confrontan con la pregunta.Y los dos responden: «Él le contestó: - No quiero. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: - Voy, señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: - El primero».¡Qué difícil hacer lo que Dios nos pide! ¡Qué difícil saberlo y decirle que sí a Dios! Ir a la viña o no ir, es la pregunta. Tomarnos la vida en serio o dejar que el tiempo pase. Preocuparnos de nuestro corazón, de lo que mueve nuestro mundo interior, o dejar que la vida siga adelante sin prestar atención. Muchas veces tenemos otras cosas que hacer. Podemos decir que sí y luego no actuar. Siempre hay excusas. Podemos seguir otro camino, no el que Dios nos pide. Pero es triste decir que sí y luego no actuar. A veces lo hacemos para que nos dejen tranquilos. O para quedar bien y salir del paso. O para que estén contentos con nosotros, porque es lo que esperan. Pero luego hacemos otra cosa. Hay buena intención en nuestro primer sí. A lo mejor pensábamos que íbamos a ser capaces. Es un sí primero, ingenuo, loco, atrevido. Nos lanzamos y decimos que sí sin calcular nuestras fuerzas. Siempre pienso que es mejor decir que no y luego hacerlo que al revés. Pero muchas veces somos como ese hijo que dijo sí con la boca y no con el corazón. Ese sí es un sí sin raíces, pobre, frágil. Un sí que muere ante la primera dificultad y se queda a mitad de camino. Me gustaría que hubiera siempre coherencia entre lo que prometo y lo que hago. Hace falta una gracia de Dios para ser fiel en mis «síes». Entre lo que digo y lo que hago, entre mi amor expresado en palabras y en obras. Por eso me gusta más el otro hijo. Dice primero que no con los labios y luego recapacita y va a la viña. Dice que sí con sus obras. Decía el P. Kentenich: «La alegría cotidiana es la conciencia serena y aquietada de reposar en los deseos de Dios, en la voluntad de Dios. Con esa conformidad con la voluntad divina se da al mismo tiempo un profundo reposo de la vida emocional»[3]. Acertar, decir que sí y hacer lo que Dios nos pide es el camino de la verdadera felicidad. El sí al plan de Dios cambia la realidad. Hubo dos «síes» que cambiaron el mundo. El sí de María en la Anunciación. El sí de Jesús en la cruz. Esos dos «síes» se hicieron vida en su alma y sostuvieron cada día su camino. Se sostuvieron mutuamente, nos sostienen a nosotros. El sí de María se hizo vida: «Hágase». La vida de Jesús se hizo palabra en un momento: «Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya». El sí de María en Nazaret, sin saber cómo, ni cuándo, lleno de incertidumbre y preguntas, confiado y abierto, es un salto de amor en el vacío. Lo mantuvo en su vida oculta en Nazaret, cuando los días pasaban sin que nada sucediese, más allá de ese misterio de intimidad familiar. Lo mantuvo en la cruz, en la tumba, en la Pascua. El sí de Jesús fue el sí que expresó toda su vida, el sí del Hijo obediente al Padre cada día, el sí a dar la vida en la cruz igual que la dio por los caminos. El sí a morir para que yo viva, el sí a hacer de su herida la puerta abierta, el sí a cada hombre con el que se encontró. El sí de María al inicio. El sí de Jesús al final. No es fácil decir que sí sin saber las consecuencias. Así fue María en Nazaret. No es fácil decir que sí sabiendo las consecuencias. Así fue Jesús en Getsemaní. Dijeron que sí a las insinuaciones del Padre y fueron a la viña. En ellos no hay ruptura entre lo que desearon y lo que hicieron. Entre sus palabras y sus actos. El sí de María sostuvo a Jesús, el sí de Jesús sostuvo a María. Así fue al pie de la cruz. El sí de los demás muchas veces nos sostiene. Mi sí sostiene a otros. Es un misterio.
Hoy Jesús vuelve a hablar de la viña. Dios, el Padre, nos llama a trabajar en su viña. Es la llamada personal a cada uno de nosotros. Es la invitación a tener los sentimientos de Jesús. « ¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña». Es un padre y dos hijos. Un padre con un deseo verdadero. Quiere que sus hijos cuiden con él la viña. El padre ama y desea lo mejor para sus hijos. Son dos hijos que son interpelados por el amor del padre. Pueden seguir sus planes y deseos olvidando el deseo de su padre. Pueden dejarse vencer por la pereza, la dejadez, el miedo. Pero pueden también decir que sí y hacer suyos los deseos del padre. En la vida suele ser así. Podemos seguir un camino o seguir otro. Y Dios es tan maravilloso que siempre está en nuestras decisiones. En nuestro sí y en nuestro no. Nos acompaña y cuida allí donde vayamos. Nos quiere a su lado, nos sigue. Los dos hermanos se confrontan con la pregunta.Y los dos responden: «Él le contestó: - No quiero. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: - Voy, señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: - El primero».¡Qué difícil hacer lo que Dios nos pide! ¡Qué difícil saberlo y decirle que sí a Dios! Ir a la viña o no ir, es la pregunta. Tomarnos la vida en serio o dejar que el tiempo pase. Preocuparnos de nuestro corazón, de lo que mueve nuestro mundo interior, o dejar que la vida siga adelante sin prestar atención. Muchas veces tenemos otras cosas que hacer. Podemos decir que sí y luego no actuar. Siempre hay excusas. Podemos seguir otro camino, no el que Dios nos pide. Pero es triste decir que sí y luego no actuar. A veces lo hacemos para que nos dejen tranquilos. O para quedar bien y salir del paso. O para que estén contentos con nosotros, porque es lo que esperan. Pero luego hacemos otra cosa. Hay buena intención en nuestro primer sí. A lo mejor pensábamos que íbamos a ser capaces. Es un sí primero, ingenuo, loco, atrevido. Nos lanzamos y decimos que sí sin calcular nuestras fuerzas. Siempre pienso que es mejor decir que no y luego hacerlo que al revés. Pero muchas veces somos como ese hijo que dijo sí con la boca y no con el corazón. Ese sí es un sí sin raíces, pobre, frágil. Un sí que muere ante la primera dificultad y se queda a mitad de camino. Me gustaría que hubiera siempre coherencia entre lo que prometo y lo que hago. Hace falta una gracia de Dios para ser fiel en mis «síes». Entre lo que digo y lo que hago, entre mi amor expresado en palabras y en obras. Por eso me gusta más el otro hijo. Dice primero que no con los labios y luego recapacita y va a la viña. Dice que sí con sus obras. Decía el P. Kentenich: «La alegría cotidiana es la conciencia serena y aquietada de reposar en los deseos de Dios, en la voluntad de Dios. Con esa conformidad con la voluntad divina se da al mismo tiempo un profundo reposo de la vida emocional»[3]. Acertar, decir que sí y hacer lo que Dios nos pide es el camino de la verdadera felicidad. El sí al plan de Dios cambia la realidad. Hubo dos «síes» que cambiaron el mundo. El sí de María en la Anunciación. El sí de Jesús en la cruz. Esos dos «síes» se hicieron vida en su alma y sostuvieron cada día su camino. Se sostuvieron mutuamente, nos sostienen a nosotros. El sí de María se hizo vida: «Hágase». La vida de Jesús se hizo palabra en un momento: «Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya». El sí de María en Nazaret, sin saber cómo, ni cuándo, lleno de incertidumbre y preguntas, confiado y abierto, es un salto de amor en el vacío. Lo mantuvo en su vida oculta en Nazaret, cuando los días pasaban sin que nada sucediese, más allá de ese misterio de intimidad familiar. Lo mantuvo en la cruz, en la tumba, en la Pascua. El sí de Jesús fue el sí que expresó toda su vida, el sí del Hijo obediente al Padre cada día, el sí a dar la vida en la cruz igual que la dio por los caminos. El sí a morir para que yo viva, el sí a hacer de su herida la puerta abierta, el sí a cada hombre con el que se encontró. El sí de María al inicio. El sí de Jesús al final. No es fácil decir que sí sin saber las consecuencias. Así fue María en Nazaret. No es fácil decir que sí sabiendo las consecuencias. Así fue Jesús en Getsemaní. Dijeron que sí a las insinuaciones del Padre y fueron a la viña. En ellos no hay ruptura entre lo que desearon y lo que hicieron. Entre sus palabras y sus actos. El sí de María sostuvo a Jesús, el sí de Jesús sostuvo a María. Así fue al pie de la cruz. El sí de los demás muchas veces nos sostiene. Mi sí sostiene a otros. Es un misterio.
Dios pregunta y espera la respuesta. Es un Dios que propone, se humilla ante mí, me pide, aguarda. Espera paciente, con respeto infinito, mi respuesta. Y luego la acepta, sea la que sea. Se inclinó ante María hace tantos años. El cielo esperó la respuesta de una niña muy pura. ¡Cuánto respeto! ¡Y qué grande es el hombre que dice que sí, que libremente por amor, da su «sí, quiero», pudiendo seguir su vida tranquilamente, sin comprometerse! ¿Cuál es mi sí hoy? Es bueno, de vez en cuando, hacer una lista de «síes» y presentársela a Dios. Repetir mis «síes» fundamentales, los que dije cuando creía, cuando pensaba que todo era posible, y me sentía en el Tabor. Repetir en el valle el sí que di en la montaña. Renovar en el claroscuro del camino el sí que di en medio de la luz. Sí a mi camino, sí a lo que pudo ser y no fue, sí a mi renuncia, sí a las personas con las que vivo, sí a mi marido tal cual es, sí a mi mujer, sí a mis sueños, sí a mi trabajo, sí a mi sed, sí a mi deseo, sí a mis limitaciones, sí a mi vida, sí a mi pasado, sí a mi presente, sí al futuro. Decir que sí libera el alma, ensancha el corazón y nos ayuda a tomar la vida en nuestras manos. Cuando digo que sí, incluso a algo que la vida me ha impuesto, en ese momento, soy libre y esa renuncia, ese dolor, esa cruz, esa pérdida, se convierte en camino de amor. A veces es muy difícil, y necesitamos una vida entera. Mi sí, como el de María, como el de Jesús, cambia el mundo. Mi deseo enraizado en el deseo de Dios. Mi vida en su vida. Mi sentimiento en su corazón. Su sentimiento en el mío. Es importante aprender a renovar el sí de mi vocación. No como lo di hace años, la primera vez, sino con todo lo que sé ahora, con las decepciones y la rutina, con las alegrías y sueños, con la luz y las cruces. Es el sí de ahora, más maduro, más pleno, el sí probado, el sí encarnado en una vida, el sí de la fidelidad que se mantiene con los años. Hoy volvemos a elegir a Dios, su camino, mi camino, mi historia. Entre todas las opciones del mundo, entre todos los caminos del mundo, te vuelvo a elegir como mi camino. Elijo casarme contigo. Elijo consagrarme. Elijo este camino tan propio, sea el que sea. Con los errores y las luces, con los sueños y las luchas, con las decepciones y las alegrías, con mi pecado que me turba. Vuelvo a decir que sí con lo vivido hasta ahora. Es el amor que merece la pena, el amor crucificado, el amor que hace que la vida se llene de sentido. Nuestro sí es lo más valioso que podemos darle a Dios. El aguarda paciente, espera de rodillas ante nosotros. Como el ángel Gabriel inclinado ante María, ante la tierra sagrada del corazón de una niña. Así aguarda Dios ante nosotros. Frente a nuestra libertad, Dios es impotente. Lo que nos hace más hombres es ese sí libre entregado con toda una vida detrás, con toda una vida por delante.
¡Qué importante es aprender a recapacitar en nuestro camino y pensar una y otra vez qué es lo que Dios nos pide y qué es lo que le decimos a Dios! Uno de los hijos dice que no. Es su primera respuesta. Algo inmediata, tal vez sin pensarlo mucho. En realidad muchas veces me siento identificado con este primer no. Me gusta mucho esa libertad del hombre para decir que no. Podemos decirle que no a Dios. Podemos quejarnos, protestar, decirle que no entendemos, que no comprendemos, huir, buscar otros caminos que nos parecen mejores. Como el hijo pródigo, como las prostitutas y los publicanos que nos preceden en el Reino, como nos dice Jesús. Como nosotros cuando nos rebelamos, cuando le respondemos, le gritamos, o nos escondemos de Él. Es muy valiosa esta confianza del hijo que le dice que no al padre. El padre lo acepta y lo respeta. Y sigue ahí sin dudarlo, por si vuelve. Le deja su tiempo, su momento, conoce el alma de su hijo y su rebeldía, confía en él aunque se arriesga a que no vuelva. No sabemos el motivo de la negativa del hijo. Quizás estaba enfadado, o le dio pereza, o pensaba hacer otras cosas, o no sentía suya su viña y quería tener la suya propia, o quizás no quería compartirla con el hermano, o pensaba ir a otras tierras, o no se sentía con fuerzas o capacidad para trabajar en la viña. Cada uno de nosotros sabe cuál es el motivo por el que le dice que no a Dios. Suele tener que ver con mi herida de amor, con mi limitación principal, con mis miedos, con mis deseos más hondos. Decir que no le dio al hijo la opción de recapacitar. Me conmueve pensar en ese camino del hijo. Lo pensó, reflexionó y fue a la viña. No vuelve a hablar el hijo. No usa la palabra, actúa, se pone en camino. ¿Qué pasó en su corazón? Algo cambió por dentro. Esa palabra: «recapacitó», habla de lucha consigo mismo, de decisión interna, de un sí interior que le hizo volver. Es un proceso que lleva tiempo. Es la actitud del hijo que piensa, reflexiona y actúa. ¡Qué importante es reflexionar, meditar y darnos tiempo para pensar qué hacer con nuestra vida, qué caminos tomar! Es necesario ser pacientes y contar con la paciencia de Dios. Pensar lleva tiempo, no se recapacita de la noche a la mañana. Quizás el hijo volvió porque el padre respetó su decisión, porque no se sintió juzgado, porque no hubo presión ni comparaciones. Se sintió comprendido, acogido y sobre todo, vio que podía volver en cualquier momento, que tenía la puerta abierta. Que seguía siendo hijo. Cuando alguien nos respeta, cuando alguien no nos fuerza, nos da alas. Cuando alguien acepta nuestras decisiones de vida y nos sigue queriendo a pesar de que nuestra respuesta no le convenga, o no la comparta, algo cambia. Nos sentimos queridos. Hoy corremos el riesgo de juzgar a los demás por sus decisiones continuamente. No estamos de acuerdo con lo que hacen y se lo repetimos de mil maneras. Para que cambien, para no ser cómplices de la vida que llevan. No participamos de sus alegrías, porque no queremos aprobar su forma de vida. Nos convertimos en el sanedrín que juzga lo que los demás hacen y lo condena. El padre no condena al hijo que dice que no. Jesús no condenó a las prostitutas y publicanos. Comió con pecadores. Es ese amor que espera, aguarda, sueña, desea. Da libertad. Curiosamente, cuando nos obligan a hacer algo, vamos quejándonos y protestando. Cuando somos libres nuestro sí nos hace felices, y queremos dar más, para responder con amor. Damos más de lo que nos piden. Nuestro sí meditado es más hondo, más profundo. Nace después de saber cómo nos respeta el otro. El hijo fue a la viña. Con alegría, trabajó más de lo que hubiese trabajado la primera vez, porque no quiere cumplir, quiere alegrar a su padre con actos de amor. Quiere que su padre trabaje menos y que descanse. Su corazón ha cambiado. Como decía el P. Kentenich: «Tenemos que considerar el agrado de Dios, el deseo y la voluntad de Dios, como el bien supremo de nuestra vida. Así el sufrimiento no estaría ante mí bajo la perspectiva del sufrimiento, del mal, sino bajo la perspectiva del agrado de Dios, como un bien. Y mi alma está apegada a ese bien. Todo lo demás es periférico. De este modo me será posible realizar el deseo del apóstol que dice: Alegraos siempre»[4]. Con gestos le dijo a su padre que sí. Con su esfuerzo y su entrega le contó a su padre que su respeto, su pregunta, su propuesta, su mirada comprensiva, habían hecho que se arrepintiese. Su sí seguramente se mantuvo siempre, recordando ese momento en que el padre contó con él, se acercó a él, y respetó su respuesta sin juzgarlo, amándolo igual. Es el sí de hijo, no de esclavo. Podía no ir, pero fue. Renunció a sus planes sólo por darle al padre la alegría. Porque lo conoció y lo amó.
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