Domingo de la exaltación de la Santa Cruz
por Al partir el pan
Números 21,4b-9; Filipenses 2,6-11; Juan 3,13-17
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna»
14 Septiembre 2014 P. Carlos Padilla Esteban
«Somos de Dios y del mundo, del cielo y de la tierra. Somos eternos y caducos, sencillos y complejos. Somos ese deseo de Dios pronunciado desde la eternidad y hecho carne en el silencio»
«Somos de Dios y del mundo, del cielo y de la tierra. Somos eternos y caducos, sencillos y complejos. Somos ese deseo de Dios pronunciado desde la eternidad y hecho carne en el silencio»
No sé bien si el deseo de escribir surge antes que el deseo de leer. No sé si uno tiene antes necesidad de contar lo que vive en el alma o de leer lo que alguien vive en el alma. No sé si es antes el deseo de abrazar o de ser abrazado, de amar o de ser amados. No tengo claro si necesitamos hablar antes que escuchar, o descansar antes que correr o es al revés. Tal vez todo esté unido, tal vez no importe tanto qué viene antes. Lo importante es que hay cosas que están íntimamente entrelazadas en este camino de la vida. Como si el hombre estuviera integrado de tal forma por sus deseos que la sucesión entre uno y otro fuera un acto casi simultáneo. Es por eso que deseo escribir y leer, amar y ser amado, llegar y salir, comenzar y acabar. Es por eso que cuando hablo quiero escuchar y cuando escucho deseo hablar con toda el alma. Son como los dos pies de un mismo paso, el día y la noche unidos al atardecer o al amanecer, el alma y el cuerpo que son una sola cosa, el comienzo y el fin de un nuevo capítulo. Creo que están tan unidos los deseos que cuando deseo algo deseo al mismo tiempo lo siguiente. Y cuando algo temo, temo también algo diferente o parecido. Así somos. A veces nos queremos dividir, queremos compartimentar la vida, las emociones, los pensamientos. Queremos clasificar, ordenar, distinguir. Queremos ser todo o nada a un mismo tiempo, queremos tocar ya el cielo y abrazar la tierra. Pero a veces nos perdemos en ese intento de alcanzar la plenitud. Y nos conformamos con ser hoy de una forma y mañana de otra. Nos quedamos en la medianía. No levantamos el vuelo. Separamos, aclaramos, distinguimos, pero no integramos. Por eso acabamos separando el momento de sosiego del momento de intensidad laboral. Dividimos la diversión y el esfuerzo, lo extraordinario y la rutina, el placer y la obligación. Nos abruma pensar que todo pueda darse en un mismo momento y preferimos distanciar las realidades. Para no confundirnos. Leemos hoy un poco, escribimos, abrazamos, corremos, llamamos, escuchamos. Y somos la misma persona en todo lo que hacemos. Es esa realidad cambiante en la que lo permanente es lo que somos en lo más hondo del alma. Lo que no cambia nunca. Es la semilla que plantó Dios un día. El original tesoro que colocó con cariño. Allí no cambiamos, somos nosotros mismos, sin engaño, sin maquillaje. Con una ropa o con otra, en una conversación o en otra, en un escenario o en el siguiente. Allí no hay un antes ni un después. Somos el mismo deseo que se sucede de un momento a otro ininterrumpidamente. Nos experimentamos frágiles y torpes pero infinitos al mismo tiempo. Queremos tocar el cielo y acariciamos la tierra. Corremos hasta las alturas y nos quedamos mirando el suelo. Somos la plenitud y el vacío, la presencia y la ausencia. Somos de Dios y del mundo, del cielo y de la tierra. Somos eternos y caducos, sencillos y complejos. Somos ese deseo de Dios pronunciado desde la eternidad y hecho carne en silencio. Eso nos da mucha paz. Las contradicciones del corazón descansan en su corazón de Padre. Sólo en Él todo se ordena desordenadamente. Todo se integra. Porque pretender ordenarlo todo no tiene tanto sentido, no vale la pena. Nos basta con buscarle a Él cada día, en cada hora. Buscar su rostro, desear abrazar sus pasos. Como decía Khalil Gibran: «Quiero saber si puedes ver belleza hasta en los días feos, y si puedes nutrir tu vida desde la presencia de Dios. Quiero saber si puedes vivir con fallas, tuyas y mías, y todavía pararte en la orilla del lago y gritar a la luna llena plateada: ¡Sí!». Vivir así, con toda el alma, con todos los deseos. Caminar al lado de Dios y vivir de su sueño. Desear su abrazo y abrazarlo lentamente. Ser lo que Él desea para mi vida, torpemente, con límites y decir que sí.
Cuando lleguemos al cielo veremos todo con mayor claridad. El camino y la meta, el deseo y su realización. Veremos que muchos deseos quedaron insatisfechos. Y muchos otros cobran sentido al llegar a sus brazos. Veremos también cuántas personas nos sostuvieron y cómo sostuvimos a otros. Veremos lo que provocó nuestro amor y también nuestro pecado. Veremos el sentido del tiempo entregado, de la renuncia, del sacrificio, como un surco horadado en la tierra. Veremos ríos de luz que despertaron nuestros pasos. Y el descanso que provocó dar la vida por algo, por alguien. En el camino no lo vemos. Vemos hilos, cuerdas que nos atan, recuerdos que nos han unido en algún momento. Vemos pasos, sombras, luces. Nos confundimos al interpretar y no valoramos tanto lo que hacemos. No vemos la fuerza de la oración, ni de la acción, ni de las palabras. No entendemos cuánto nos sostiene la oración de tantos. El amor secreto, el amor manifiesto, el amor callado. Estamos atados por dentro, los unos a los otros. Lazos humanos que permanecerán en el cielo, para siempre. Las cosas se quedan aquí, no nos las llevamos. Pero las personas que hemos amado y las que nos han amado son nuestro mayor tesoro y nos lo llevamos al cielo, grabado en el alma. Las que nos han cuidado y las que hemos cuidado. Las que nos han sanado y las que hemos sanado. Los abrazos, los silencios, las palabras de cariño, los gestos de amor concreto, las caricias, las miradas, los «te quiero». Los que nos han amado de forma incondicional, como sólo nos ama Dios. Los que han hecho nuestra vida mejor, han creído en nosotros y han tocado esa cuerda del alma oculta para los demás. Los que nos han conocido hasta el fondo y aún así nos han querido. Los que han permanecido fieles a lo largo de años de camino y nos han alegrado la vida, con una sonrisa, con una palabra, descubriendo en nosotros dones que desconocíamos. Los que nos han esperado al final de la cuesta, nos han acompañado y nos han seguido. Los que nunca han preguntado nada, por respeto, por cariño. Los que no han pedido explicaciones, los que no han pretendido nada especial, pero siempre lo han dado todo. Los que nos han hecho reír y en las cruces han permanecido fieles a nuestro lado, sin saber muy bien qué hacer, sin saber qué decir. Sin todos ellos nunca hubiéramos podido caminar, llegar a ninguna meta, alcanzar ningún deseo, llegar a ser lo que somos, sin miedo, seguros. Pienso que eso es la vida, caminar juntos hacia el cielo, cobijándonos, empujándonos, sosteniéndonos, llevándonos unos a otros, perdonándonos, soñándonos.
Creo que en el camino todos compartimos la misión de Simón de Cirene. Me impresiona ese momento del camino al Calvario. Jesús cansado, caído, hundido. Buscan a un hombre. Desesperados. Alguien que ayude a un condenado. Alguien que manche sus manos con un ajusticiado. Buscan a un hombre, al hombre. Lo encuentran. Simón se acerca confuso. Sólo miraba. No pretendía manchar sus manos, confundir su camino, perder la vida. No pretendía nada. Sólo miraba. Lo llaman. Toma la cruz y la carga. No sabía que ese gesto iba a cambiar su vida para siempre. Dando su vida, la salva. Poniendo su alma, la recupera. No sabía que su camino verdadero empezaba en medio de ese tormento, subiendo al Calvario. Jesús lo mira. Él sólo dice que sí, y comienza su vida. La mirada de Jesús. Su mirada a Jesús. Se miran. Todo cambia. Agradecimiento en los ojos de Jesús. Conmoción en el alma de Simón. Se siente amado por un condenado a muerte. En lugar de mancharse las manos las purifica, su alma, su vida. Se lava en la sangre de Jesús, vive camino a la muerte. Así debería ser nuestra vida. Ayudar a llevar otras cruces, sostener a otros en su dolor. Y, en ese dar la vida, mirar a Jesús, ser mirados por Jesús. La vida cambia cuando somos capaces de caminar con el que no camina, de levantar al que ha caído. Así es nuestra vida. Sostenemos cruces. Sostienen nuestras cruces. Otros nos ayudan a nosotros y vemos con alivio cómo nos levantan en nuestra cruz. No vamos solos, no nos salvamos solos. El mundo es individualista, la Iglesia nunca lo será. No puede. El amor es comunión. Vamos juntos, tirando unos de otros, sosteniéndonos cuando falta el aliento, sin competir por llegar antes, sin quejarnos de lo que creemos injusto, sin criticar ni pensar mal de los hermanos, sin sospechar de otras intenciones. Sí, ése es el camino, Jesús está en medio de nosotros, a nuestro lado, en la cruz, allí cuando invocamos su nombre, allí cuando suplicamos su presencia, su abrazo, su ayuda. En medio de nuestra vida cotidiana, que a veces se hace cuesta arriba, allí donde pensamos que está ausente, allí, oculto entre muchos rostros, en medio de las penas de cada día. Sí, allí está Él. En mi rutina, en mi día a día, en las mañanas grises, en las noches oscuras. En medio de todo lo que me perturba, en medio de los dolores que no comprendo. Allí, cuando me visto de gris y me siento triste. Cuando disfruto de la vida y me alegra la luz del día. Allí, a mi lado. Subiendo el Calvario, bajando al huerto de los olivos. Corriendo por bosques llenos de vida, caminando por desiertos llenos de soledad. No caminamos solos. Nos abrimos al que va con nosotros. Pensamos en todos. No pienso sólo en mí mismo, no vivo mirándome el ombligo.
Miramos a María, agradecemos su amor, su abrazo. Agradecer es una necesidad del alma, o tal vez un don, o la gracia que Dios nos regala en un momento especial. Su nacimiento, su nombre precioso, su firmeza ante la cruz de su Hijo. Sí, mirar su alma es como mirarnos en un espejo. El otro día leía una frase del P. Joaquín Allende con la que quería describir el alma de una persona santa: «Mario Hiriart tenía el cielo en el alma». Así es el alma de los santos. ¡Cómo será entonces el alma de María! El cielo vive en Ella. En su cielo nos reflejamos. Vemos nuestro rostro tal y como Ella lo ve. Nos alejamos confundidos, porque no nos reconocemos. Pero es real, Ella nos ve como de verdad somos, y no como creemos nosotros que somos. No nos reconocemos en tanta belleza. En esa belleza que nos devuelve el espejo de su alma. Nos turbamos. «No somos así», pensamos. Pero María no nos engaña. El cielo está en nuestra alma. Ella sólo nos muestra lo que ve con su mirada pura y profunda. ¿Quién nos puede conocer mejor que Ella, que es nuestra Madre? En estos días María se alegra de acogernos como somos. Con nuestras cruces y sufrimientos. Con nuestra alegrías y sueños. Con nuestras torpezas y heridas. Con nuestras caídas y nuestros triunfos. Nos abraza por la espalda, nos sostiene en el dolor. Nos sentimos desvalidos como los niños, pobres, miserables. Acariciamos nuestro cuerpo dolorido, después de la dura batalla, después de los golpes recibidos. Escondemos lo que no nos gusta. Porque siempre es mejor mostrar la cara buena de la vida. Como si pudiéramos apartar una parte de nosotros y seguir siendo nosotros mismos. Como si pudiéramos engañarla a Ella ocultando una parte de nuestra vida, de nuestra alma. Como si fuera posible romper en dos el alma y tapar la parte que creemos más fea. No, no es posible. Porque somos pureza y pecado, caída y triunfo. ¿Cómo dividir lo indivisible? Somos el nacimiento y el ocaso, el deseo insatisfecho y la promesa cumplida, el sol y la noche, el abrazo y la soledad, el sueño y su plenitud. María se conmueve al vernos, se derrite al contemplar nuestro deseo de amar y dar la vida. Sueña con nosotros y se inclina sobre nuestra vida derramada ante Ella. Tiembla al recogernos caídos, al sostenernos en la cruz que nos pesa. Nos levanta en sus brazos firmes y delicados. Sonríe al mirarnos, no hay reproches. Parece como si amara lo que nosotros detestamos, como si se emocionara al ver esa belleza que nosotros no logramos ver. Tiembla y nosotros también temblamos. Así es Ella. Una Madre, como tantas madres. Una madre que siempre espera a su hijo, aunque el hijo haya dejado de buscarla a Ella, aunque el hijo la haya engañado, herido, atacado, olvidado. No hay exigencias, ni dolor, sólo la paz de una Madre que vuelve a abrazar a su hijo conmovida y alegre. Feliz por ese encuentro que habla de nostalgias y de infinito. María se abaja. Nos toca. Nos levanta. Lo primero en la vida, creo, es el abrazo y luego, la necesidad de abrazar. Es el amor recibido y luego el deseo de dar. Es ese abrazo de María, el de nuestra madre de carne, el de nuestra historia llena de abrazos y carente a veces de tantos otros abrazos, herida en soledad el alma. Rota. Ahora volvemos a desear su abrazo, lo buscamos. Ella, cargada de dolores, acoge nuestro dolor. Al pie de nuestra cruz nos mira. Se mantiene fiel, confiada. Nos da su fe.
No deja de sorprender que la Iglesia exalte hoy la cruz de Cristo. No es fácil exaltar la cruz, adorarla, resaltar su valor, colocarla en lo alto. Más aún cuando decimos tantas veces que Dios no quiere la cruz, que su voluntad es el amor, que detesta el sufrimiento de los hombres, que no quiere nuestro dolor. Decimos que es un Dios que nos ama con locura, que quiere que seamos plenos y felices. Lo repetimos hasta cansarnos, mientras nos vemos rodeados de cruces y dolores sin sentido. ¿Qué sentido tiene entonces exaltar esa cruz que tanto detestamos cuando el hombre parece querer taparla, ocultarla, olvidarla? Parece que Dios permite un dolor inhumano, ilógico, carente de sentido. Dios no hace nada por sembrar la paz, por acabar con la guerra, cuando es un Dios todopoderoso. Dios no evita muertes inútiles, no salva a un joven o a un niño del cáncer, no evita los accidentes ni sus consecuencias, no soluciona las malformaciones ni las enfermedades crueles. Dios no borra de la tierra la cruz, ni la muerte, ni el dolor. ¿Cómo explicar el sentido del mal cuando aparentemente nunca tiene sentido? ¿Cómo hablar de milagros cuando son tan pocos los que suceden? ¿Y si Dios no hace el milagro esperado y pedido con insistencia? ¿Y si no actúa pese a nuestra oración? La Iglesia hoy exalta la cruz, la adora. Hace una fiesta del tormento, coloca sobre el altar de Dios el símbolo de lo que más odiamos, el sufrimiento. Nos recuerda lo que todos sabemos, que la vida está llena de cruces y dolores, enfermedades y sufrimientos. Nos cuesta mucho entender esta vida llena de contrastes, contradicciones y deseos insatisfechos. Sabemos que tenemos que pedir el milagro de vivir felices, pero la realidad es más difícil de lo que creíamos. Y nos unimos a las voces de los judíos: « ¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto?». Ellos estaban extenuados y no comprendían. Nosotros también vagamos extenuados por los caminos. Queremos descansar, tenemos sed y hambre. Y le decimos a Dios: «No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo». El deseo de infinito es inmenso. Deseamos lo que no tenemos. Buscamos lo que no alcanzamos. Abrazamos lo que está muy lejos. Pero hoy la Iglesia nos pide que exaltemos la cruz. La coloca como camino de salvación. La adoramos en silencio. Tenemos que ser muy de Dios para mirar la vida así, la cruz como camino de vida, la muerte como la puerta que nos lleva a la resurrección. Decía el P. Kentenich: «El hombre providencialista se mueve en la realidad sobrenatural y desposa su debilidad e impotencia personal con la omnipotencia divina»[1]. El hombre de Dios conoce su cruz y entiende que es un trampolín hacia el cielo. Ha mirado su corazón y ha descubierto su fragilidad. Ha visto su cansancio y ha alzado la mirada. No se desanima. No se siente abrumado por las dificultades. Carga sus cruces con una confianza ciega. Se desposa continuamente con Dios porque en Él ha puesto su confianza. Así es el hombre de Dios, el santo de la vida diaria. Parafraseando a Raimon Panikkar: «El místico no es el que tiene esperanza del futuro sino de lo Invisible». El místico es el hombre de Dios que ve más allá de la muerte, de las heridas, de lo aparente. Ve más allá del fracaso de su vida. Ve el éxito de Dios cuando le entrega lo poco que tiene y confía.
Exaltamos la cruz de Cristo porque esa cruz no es un madero vacío. Miramos la cruz, la adoramos y encontrarnos a Cristo en ella, porque no es una cruz vacía. Cristo está en la cruz, clavado, mirando, esperando. Desde su cruz, desde nuestra cruz, nos mira y nos salva. Nos sostiene, nos ama. En el camino de Santiago me encontré con una cruz que me sorprendió por su forma. Era la cruz de Puente la Reina. Se conoce también como la cruz de pata de oca. Me impresionó ese Cristo en la penumbra de una Iglesia de piedra muy sencilla y sobria. Allí, en la oscuridad, donde sólo brillaba el Cristo, me sorprendió ver una cruz cuyos brazos se adaptaban perfectamente a los brazos de Cristo en forma de «v». No era la cruz conocida. Era una cruz que dibujaba una «v» en la piedra, una «v» de victoria. Me conmovía pensar que Cristo se acoplaba perfectamente al madero, o la madera al cuerpo de Cristo. Sus brazos reposaban sobre el leño seco. Siempre en el crucifijo los brazos de Cristo marcan esa v, pero no la madera. En esta cruz la madera se adaptaba a Cristo. Pensaba que tal vez nuestra cruz se adapta a nosotros, o nosotros a ella, y somos la misma realidad, el mismo tesoro que Dios ama. Es como si no se viera casi la cruz detrás de mi cuerpo, o el cuerpo escondido detrás de la cruz. Puede ser que entonces la cruz es parte de nuestra vida y no algo ajeno a mi realidad, algo de lo que podamos fácilmente desprendernos. Por eso nos pide Jesús que carguemos con nuestra cruz. Nos está diciendo que carguemos con nuestra vida como es, sin dejar nada fuera. Recuerdo las palabras del protagonista del libro «Bajo la misma estrella»: «Mi cáncer soy yo. Mis tumores forman parte de mí. Sin duda forman parte de mí tanto como mi cerebro y mi corazón». La cruz, esa cruz que a veces rechazamos y golpeamos, esa cruz que pesa demasiado y queremos dejar atrás, somos nosotros mismos, forma parte de nuestra vida. Se ha amoldado a nuestro cuerpo. O nosotros a su forma. Porque en la vida siempre tocaremos la cruz y será parte de nuestra vida. Porque muchos sueños no serán nunca realidad. Y siempre tocaremos el fracaso con dolor. Leía en el libro «Bajo la misma estrella»: «Se me ocurrió que los sueños que se hacen realidad, nunca sacian la voraz ambición humana, porque siempre pensamos que podemos volver a hacerlo todo mejor. Y seguramente es así aunque vivas hasta los 90 años». Muchos de nuestros sueños no se harán realidad. La cruz será parte de nuestro camino. Por eso tiene sentido exaltar la cruz. En ella exaltamos el amor de Cristo, adoramos a Cristo muerto y vivo. Al adorar la cruz exaltamos nuestra vida, porque le pertenece a Dios. Entonces todo tiene un sentido. Desde el dolor viene la salvación, de la muerte la vida, del abandono y el desprecio surge la salvación. La vida surge desde dentro.
Mirar la serpiente elevada, la cruz elevada, es lo que nos salva: «Haz una serpiente venenosa y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a uno, miraba a la serpiente de bronce y quedaba cura». Números 21,4b-9. Hoy hay tantos que minimizan el mal, que huyen de él, porque hace daño. Ocultan el dolor, lo niegan y se cierran. Pero también muchos ven en la cruz la salvación y confían. Se aferran a la vida abrazados al madero y creen. Adoran el misterio, se llenan de luz. Decía el P. Kentenich: «Mira las heridas que le hicieron los hombres. Mira su rostro, burlado y escupido. De Él brota un resplandor del cielo. Mira al interior de su corazón, que ha sido decepcionado y torturado en forma tan tremenda por los hombres. Ahora está rebosante de alegría y regocijo sin igual. Algunos lo reconocen cada vez más, creen en Él, esperan en Él, lo aman. Reconocen su carácter divino, su misión divina. Su gracia irrumpe victoriosa en sus corazones. Por lo que Él se esforzó toda su vida, todo lo que humanamente les formó con sus prédicas, todo eso da ahora su fruto. El Padre le preparará un banquete de bodas junto a todos los que permanecieron fieles y un canto de júbilo, de gratitud, un canto pascual»[2]. Si miramos a Jesús en la cruz quedaremos sanados. Como los israelitas se curaban al mirar la serpiente de bronce en el desierto. Eso es lo que hoy nos pide. Desde la cruz, Jesús sana mis heridas. Mirándolo, mirándome. Ha curado por los caminos a lo largo de su vida, con sus manos, con su voz, con esa fuerza que salía de Él, bastaba con tocar el borde de su manto. Pasó por el mundo haciendo el bien. Todos lo seguían, lo buscaban. Ahora no camina, está herido, moribundo, crucificado. Atado de pies y manos. Privado de libertad. A punto de morir. Herido hasta la muerte, en lo más hondo. Herido en el amor, solo, abandonado. El necesitado es Él, el que padece es Él. ¿Cómo puede sanarme ahora un hombre necesitado? Sus manos no pueden tocar. No tiene casi fuerza para hablarme. Parece imposible que me curen esos ojos casi perdidos. Se le ve tan débil. ¿Cómo puede curar mi herida si la suya es mayor? Está herido por mí, porque me ama. Su costado fue traspasado para que yo viva con la vida que brota de sus entrañas. Sus manos están clavadas para que yo las tenga libres. Sus pies rotos para que yo pueda seguirle. ¿Me detengo a mirar a Jesús en la cruz? ¿Me pongo a sus pies y lo contemplo? El viernes santo lo besamos, aunque a veces es algo rápido. Ojalá podamos hoy adorar a Cristo crucificado. Mirar a Jesús exaltado en lo alto, para que alcemos la mirada buscando el cielo. En silencio. Su costado abierto por la lanza, sus manos traspasadas, sus clavos en los pies. Su mirada llena de perdón, de ternura, de comprensión, de amor infinito. Esa mirada que rompe cualquier dureza del corazón. La mirada que me rompe. Que dice sin palabras: «Te quiero tanto». Su mirada que no exige, que no reprocha, que no recrimina. Sus pocas fuerzas que perdonan. El cielo guardaría silencio en ese momento, asombrado de tanto amor en la tierra. Ante Él no tengo que defenderme, ni ocultarme, ni ser perfecto. Porque todo lo mío está en su corazón, en esa cruz. Sus brazos abiertos para abrazarme. Sus pies clavados al madero. El peregrino ya no camina, pero yo camino en Él, por Él, con Él. Dios atado a una cruz. Una cruz que me enseña el camino. Tiene sed de mí el que es mi fuente de agua viva. Dios herido, Dios que agoniza, Dios clavado en un madero por una injusticia humana. Con las manos atadas aquel que bendijo con ellas a todos los hombres. Es la paradoja de Dios que nos ama con locura. Y nosotros lo atamos, lo matamos. Se dejó prender, azotar, coronar de espinas, dejó que algunos tuviesen pena por Él, que otros se burlasen, que dijesen mentiras de Él. Ese hombre aceptó la traición de los suyos, la indiferencia de otros que miraron el espectáculo, la ayuda de los que se acercaron a socorrerle por compasión. Fue vencido por el peso del madero. Cayó. Miró a su madre para reposar, para poder seguir. No tenía fuerzas ni para cargar con la cruz. Es imposible tanto amor.
Y si lo miro, me sano. Porque su amor me sana. Porque su amor es lo único que puede curarme en lo más hondo. Porque lo que toda mi vida he buscado, tiene su respuesta en Jesús en la cruz. ¿Acaso no busco ser amado por un amor que nunca pase, que no se aleje a la primera dificultad, que permanezca? Un lugar donde pueda ser yo, donde no tenga que hacer nada para que me quieran. En esa cruz que se alza, que es exaltada, Jesús me ama, me llama por mi nombre, me pide ayuda, me pide de beber. No hay mayor amor. El amor hasta el extremo, el amor sin medida de un Dios que se despojó de su rango para ser como yo, para caminar a mi lado. Dios se hace uno de nosotros, se humilla: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Filipenses 2,6-11. Se hace hombre, como nosotros, menos en el pecado. Jesús no tenía en su alma esa ruptura, esa división. En Él no había esa contradicción que forma parte de nuestro camino. Su deseo se hacía realidad, el sueño de Dios se fue abriendo paso en su piel. Tembló como hombre ante el dolor, sudó sangre por el miedo a sufrir. Se conmovió acariciando las heridas abiertas de tantos hombres como Él. Se compadeció del que sufría. Es lo que pasa cuando nos descentramos, cuando miramos otras heridas, cuando nos conmovemos ante el dolor del que sufre. El propio dolor de nuestra cruz no debería nunca aislarnos, sino acercarnos a otros hombres crucificados. Leía el otro día: «Ahora que estoy sufriendo me siento más cerca que nunca de la gente que sufre»[3]. Sufrir con el que sufre nos acerca al hombre, nos lleva a Dios. Cristo sufrió al ver sufrir, y cuando sufrió en su carne se sintió todavía más cerca del hombre crucificado. Lloró y se compadeció. Se sintió vulnerable al desear calmar toda la sed del hombre, curar todas sus heridas, responder a todos sus anhelos de infinito. Se vistió de pequeñez para estar a nuestra altura. Caminó a nuestro paso, haciéndose preguntas, respondiendo dudas, impotente. Abrazó con brazos humanos, limitados y torpes. Sostuvo cruces demasiado pesadas, dando esperanza. Miró con misericordia cuando era mirado con desprecio. Calló al ser atacado. Habló para dar luz en el misterio de la vida. No acabó con todos los miedos, pero se mantuvo al lado del que tenía miedo. Sonrió en medio de las dificultades y dio confianza cuando reinaba el desconcierto. Desde su cruz nos miró elevado, cuando Él nunca se había colocado por encima de los hombres. Fueron los hombres los que lo subieron más alto, sin comprender que, al hacerlo, estaban exaltando al que mataban. Y sus palabras se hicieron realidad: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna». Él pasó haciendo el bien. Y el bien que hizo no le valió para evitar su muerte. No exigió explicaciones ante la injusticia. ¿Es acaso mejor sufrir en silencio la injusticia que luchar con todas las fuerzas por imponer la justicia que nos beneficia? Nos turbamos. Nosotros defendemos con fuerza nuestros derechos, queremos que reconozcan el valor de nuestras obras, nos negamos a que el mundo no valore nuestra vida. Rechazamos con pasión lo que es injusto. Y buscando la justicia podemos ser violentos, agresivos, hirientes. Podemos luchar por la justicia siendo injustos. Reclamar derechos sin amor, atacando. ¡Qué difícil sufrir en silencio la injusticia, la difamación, la mentira, la calumnia! Parece demasiado pesado. Cristo sufrió la peor de las injusticias en silencio, callado. Dios se pone a nuestra altura. Su indefensión nos desconcierta. Preferimos que Dios esté más alto. Es como tener amigos bien posicionados que, en momentos de dificultad, pueden echarnos una mano. Un Dios tan humano, tan indefenso, es de poca ayuda. Un Dios impotente no es Dios. Es hombre. Es pobre. Es el desconcierto de tantos al pie de su cruz. Un Dios muerto no nos sirve. Necesitamos un Dios que nos saque de los apuros, que nos baje de la cruz. Necesitamos un Dios todopoderoso, no un Dios que nada puede. Y ahora muere en una cruz. Y su amor es más fuerte que mis heridas. Mirarlo las sana. Sana desde la cruz. Es la paradoja. Cristo, roto, herido, indefenso, impotente, tiene el mayor poder del mundo. El poder de sanar los corazones rotos, de curar mis heridas, de sostener mis dolores. Él, muerto y resucitado, desde la cruz que salva, nos salva, nos sostiene, nos levanta.
¿Cuáles son mis cruces? ¿He puesto nombre a mis heridas? A veces ni siquiera sabemos por qué estamos rotos, qué nos hace sufrir, cuál es nuestra mayor fragilidad. Él me espera cada día en su cruz para abrazarme, para tocar con sus manos esa herida que aún me duele, mi herida de amor, de abandono, mi miedo, mi herida de anhelo de algo que no llega, mi soledad, mi sed de pertenencia, mi sed de tener un lugar, un sentido. Cada uno sabe cuál es su herida. Ojalá podamos mostrársela a Jesús. Él nos muestra la suya. Jesús puede sanar esa herida desde la cruz. Me comprende, también sintió el fracaso, el abandono, el miedo por los suyos, la preocupación por su madre, la incertidumbre, la oscuridad, la traición, la incomprensión, el dolor físico y el temblor ante la muerte. Su herida también es de amor, como la nuestra. No hay nada humano que Él no pueda comprender. En su corazón cabe todo lo que hay en el mío. Lo acoge, lo hace suyo. No espera que sea perfecto. Me quiere como soy. Su costado es la puerta abierta para que yo pase, para que Él llegue a nosotros. Se conmueve ante mi dolor, ante mi cruz, ante mis heridas. Nada de lo mío le es indiferente. Y yo me arrodillo y lo adoro. ¿Cómo puede un herido sanar a otro herido? Porque es el único que puede comprender mis propias heridas. Porque ante Él no me siento inferior cuando me muestro frágil, vulnerable, humano. Porque ante su cruz no soy juzgado, y su compasión, su consuelo, su cercanía, sanan mi corazón. En esos momentos, necesito sentirme querido y apoyado, no que alguien analice lo que me pasa desde la perfección y me diga teorías, o lo que he hecho mal, o lo que tengo que cambiar para hacerlo mejor. No, necesito a alguien que sufra conmigo, que le duela lo que a mí me duele, que me sostenga, que me dé la mano y me abrace. Que me acompañe cuando yo no entienda sin darme una respuesta fácil. Necesito a alguien que guarde silencio, porque mi dolor es sagrado y las palabras a veces son torpes. Que esté conmigo, que me sostenga. El dolor me aleja de las personas a las que no les importo mucho, y me ata mucho más profundamente a los que me quieren. El amor probado es invencible. Es eterno. Siempre deseamos que las personas cercanas se pongan en nuestro lugar cuando sufrimos. Y cuando amamos mucho a alguien desearíamos sufrir en su lugar. Eso es lo que Jesús hace en la cruz. Se pone en mi lugar. Muere por mí. Es su amor probado. En su cruz está mi cruz, y Él ya ha vencido. Hoy, en la cruz, a cada uno nos dice: «Te quiero, ven, te esperaba, en mi cruz tienes un lugar. Ya sé que a veces no encuentras sentido a tu vida, pierdes la esperanza y sientes que tu vida no vale para nada. Estoy a tu lado, te acompaño, te ayudaré a ver detrás de todo mi mano cuidándote, también en eso que te cuesta más». Así nos salva, así nos sana. Desde su cruz, desde nuestra cruz. Lo adoramos en silencio. Oculto en la cruz nos ama. Le decimos que una sola palabra bastará para sanarnos. Él se parte por mí en cada misa. Sus heridas nos sanan. Su amor nos cura. Sólo el amor puede calmar mi sed, sanar mi herida. Hoy, ante Jesús en la cruz, ante Jesús en la Eucaristía, le pido que modele mi corazón según el suyo, que haga mi vida a su medida, que me ayude a donarme como Él se dona, a ponerme en el lugar del otro, a comprenderlo, a acogerlo, a perdonarlo. A preocuparme de los demás en medio de mis dificultades. A mirar más allá. A tener compasión y estar como María, al pie de la cruz de otros. Nadie quiere la cruz, ni la nuestra ni la de los que amamos. Nos duele. Pero creo que la cruz de Jesús es el sello de nuestro amor. La vida sólo merece la pena si la donamos, si nos entregamos amando, si sostenemos otras cruces, si miramos como Él nos mira.
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