XXIII Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Ezequiel 33, 7-9 Romanos 13, 8-10;Mateo 18, 15-20
«Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos »
7 Septiembre 2014 P. Carlos Padilla Esteban
«Mi corazón necesita reconocerse herido, en camino, necesitado, para poder abrirse a lo nuevo, a lo que nos dicen, a la sorpresa, al cambio»
«Mi corazón necesita reconocerse herido, en camino, necesitado, para poder abrirse a lo nuevo, a lo que nos dicen, a la sorpresa, al cambio»
Con el paso del tiempo cada vez lo veo más claro: escuchamos con el corazón, no con los oídos. Por eso, cuando el corazón se endurece, perdemos el oído, la capacidad de escuchar a los hombres y a Dios. El salmo de hoy nos lo recuerda: «Ojalá escuchéis hoy su voz. No endurezcáis vuestro corazón». Escuchamos con el corazón, vemos la vida con nuestro interior, miramos con los ojos del alma. Juzgamos la realidad desde lo que hay en el fondo de nuestro ser. A veces desconocemos de dónde vienen nuestros miedos y desconfianzas. Vienen de ese lugar sagrado, del océano que hay en nosotros. Lo que se queda en la cabeza se acaba olvidando. Esa memoria es muy débil. La verdadera memoria no se encuentra en el cerebro. Los recuerdos importantes están guardados en el corazón. Allí reposan los acontecimientos más valiosos de nuestra vida, las experiencias más hondas. Los amores más profundos, las heridas más difíciles. Tantos recuerdos cargados de emociones. Allí guardamos a sangre y fuego los acontecimientos relevantes en nuestra vida y ya nunca se olvidan. Nuestro subconsciente entonces rebosa de recuerdos. Algunos positivos, otros negativos. Hay cosas que podremos llegar a olvidar, pero siguen ahí, en lo más profundo. Muchas veces no recordaremos los detalles, los aspectos accidentales de la vida. Olvidaremos las fechas, incluso los nombres y los rostros. Pero lo cierto es que lo que quedó grabado en el corazón permanece allí para siempre, protegido en nuestras entrañas, seguro. Y esa memoria viva es la que determina nuestra forma de comportarnos, nuestra alegría natural o nuestra tristeza habitual. Esos recuerdos nos condicionan en nuestras reacciones, aunque no comprendamos bien de qué recuerdos se tratan. Por eso es tan importante que Dios entre ahí, en lo más hondo del alma, en los recónditos pliegues del corazón. Que entre y purifique. Que limpie y ordene. Pero cuando nuestra experiencia religiosa no capta por entero el corazón, será una experiencia superficial, que con el tiempo llega a olvidarse. Mientras tanto, si Dios ha entrado en lo más hondo, en el subconsciente, ya no olvidamos. En esa tierra sagrada Dios tendrá su morada. Allí está el oído, allí la memoria, allí está lo más verdadero. Allí nos habla Dios y nosotros escuchamos. Y cuando el corazón se endurece, perdemos el oído.
Entonces no escuchamos a los hombres y no sabemos escuchar a Dios. En esta sociedad en la que hay tanto movimiento, tantos ruidos, hemos perdido el silencio y la interioridad. El hombre de hoy no sabe dónde está su núcleo interior. No sabe dónde reposa su corazón. No entiende sus emociones. Desconoce lo que de verdad desea. Vivimos volcados sobre el mundo, rotos, sin un núcleo que nos centre. Como decía el P. Kentenich:«Las acciones que realiza el hombre de hoy no tienen un nexo subterráneo que las una, ni surgen de una misma raíz o núcleo personal. De ahí la discontinuidad del pensamiento, de los sentimientos y de la voluntad. Sus acciones no brotan de una base coherente. El núcleo personal se ha deteriorado gravemente. Hoy se debe aplicar más que nunca la pedagogía de los ideales»[1]. No sabemos hacia dónde vamos. No logramos comprender dónde somos más felices. ¿Quién nos centra? Sólo en Dios nos encontramos con nosotros mismos. Sólo en su corazón hallamos la paz perdida. Queremos aprender a escuchar a Dios. Pero para eso tenemos que comprender que Él está a mi lado, que va conmigo. Donde dos o tres se reúnen en su nombre. Allí donde un hombre abre su corazón y le dice que sí a Dios. Allí, en el corazón pobre y sencillo de María, la esclava de Dios. Allí, en mi corazón que, a imagen de María, quiere ser un jardín de Dios, una morada para ese Dios que me quiere con locura. Dice Carlos de Foucauld: «Y es en la soledad, en esta vida a solas con Dios, en el recogimiento profundo del alma que olvida todo lo creado para vivir sólo en unión con Dios, donde Dios se da completamente a quien se da enteramente a Él». Pero, cuando no hay silencio, cuando no nos replegamos sobre nosotros mismos buscando a Dios, no escuchamos su voz. Hay demasiados ruidos que nos inquietan. Demasiadas preguntas, demasiadas demandas. Y Dios nos habla de mil maneras. Nos habla en esas experiencias guardadas en el corazón. Nos habla en esas palabras que se han quedado prendidas del alma. Nos habla en susurros apenas audibles. Nos habla en insinuaciones del Espíritu que nos vuelven a enamorar. Dios nos aguarda y tiembla al mirar nuestros pasos frágiles. Se conmueve ante nuestra debilidad y vulnerabilidad. Me da miedo que mi corazón un día se vuelva duro e insensible, intransigente y rígido, acomodado y con poca luz, opaco y mustio. Sí, me da miedo que el corazón se seque y se convierta en una piedra fría y sin alma. Cuando el corazón se endurece, no somos capaces de escuchar las voces más profundas. No logramos guardar nada en la memoria. No aceptamos las voces de Dios en boca de los hombres. No queremos dejar lo que nos da seguridad. El miedo se hace fuerte y encadena el corazón. Sí, cuando nos endurecemos no somos el barro blando en manos del alfarero, dejamos de ser esa tierra arada en la que puede entrar suavemente la semilla.
Hay muchas voces a nuestro alrededor y con frecuencia corremos el riesgo de confundirnos. El mundo grita. Los hombres exigen. Las vidas que nos rodean esperan tanto de nosotros. Nuestra propia conciencia nos cuestiona e inquieta. Nuestros deseos nos mueven a buscar sueños imposibles y a anhelar lo que aún no poseemos. Esas voces estridentes pueden quitarnos la paz. Esas voces suaves y seductoras pueden llevarnos por otros caminos. ¿Cómo distinguir entre tantas voces la voz de Dios? ¿Cómo conocer su lenguaje, las palabras que Él usa para llevarme hasta Él? ¿Cómo seguir sus deseos cuando mis deseos gritan aparentemente con más fuerza? Nos cuesta ponernos en movimiento y seguir la voz del que nos llama. Puede ser que nos hayamos quedado en nuestra posición, sin querer cambiar, porque estamos convencidos de que eso es lo que Dios nos pide. ¿Dónde nos habla Dios? ¿Dónde nos sugiere cambios y nuevos caminos? Ojalá escuchase hoy y siempre la voz de Dios. Ojalá mi corazón se mantuviera siempre fresco, de carne, húmedo, abierto, flexible. Sí, un corazón así está abierto a la vida. Un corazón así es un corazón grande en el que muchos caben y encuentran descanso. Un corazón así no tiene miedo a las ofensas, a los ataques, a la vida misma. Un corazón así siempre está abierto a cambiar, a perder comodidades, a recorrer con valentía rutas desconocidas, a dar saltos audaces. Un corazón así se arriesga, porque no ha cortado el cordón que lo une íntimamente con Dios. Pero es difícil confiar, arriesgar en la vida y aceptar hacer cosas nuevas. Puede ser que la vida misma nos exija aceptar esos cambios. Tendremos que cambiar y no nos quedará más remedio que desandar el camino recorrido o madurar para enfrentar los nuevos desafíos. ¿Por qué nos angustia tanto tener que cambiar actitudes y modos de hacer las cosas? ¿Por qué nos asustan los caminos nuevos y los desafíos? En la vida lo importante es caminar abierto a lo que pueda venir. Sin temor a perder. Sin temor a cambiar. Sin miedo a avanzar por caminos nuevos. O a recorrer algunos ya pisados. ¿Qué importa tener que volver atrás? No importa nada. Perder y ganar. Recordar y olvidar. Construir y volver a levantar. Un corazón abierto a la vida, a las voces, a las preguntas es un corazón anclado en el corazón de Dios.
A lo mejor lo que sucede es que ya no sabemos escuchar. Decía Jorge Bucay: «Escuchar es escuchar. Y no solamente hacer una pausa en lo que digo y permitir que, mientras cojo aire, el otro se dé el lujo de decir algunas palabras. Escuchar es escuchar. Y no una atenta y selectiva búsqueda más o menos concentrada en el parlamento de otros, de las palabras que me sirvan para enlazar con arte mi propio argumento. Como si una conversación fuera un encuentro con un compañero que aportara ideas para permitirme explayar mi pensamiento. Escuchar es escuchar. Y se diferencia de intercambiar turnos de oratoria con otro que tampoco escucha»[2]. Hablamos mucho y escuchamos poco. Oímos voces y ruidos, pero nos cuesta mucho prestar atención. Escuchar es escuchar con el corazón, abriendo el alma, atentos a lo nuevo que hay en aquel que se acerca. Hoy hay muchas personas que necesitan hablar, contar lo que les ocurre y encontrar a alguien que los escuche. Hay muchas personas que no encuentran esos corazones abiertos y acogedores y sufren la soledad. Deberíamos aprender a escuchar más a las personas, descubrir en ellas el querer de Dios. Deberíamos ser capaces de sorprendernos siempre ante lo que nos dicen, aunque lo repitan muchas veces. Sorprendernos al ver que Dios nos habla en las palabras de los hombres, torpes y limitadas; limitadas como las nuestras. Abrirnos a los que buscan algo de consuelo y paz. Decía el Papa Francisco:«Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida». Sí, muchas personas viven desorientadas. Necesitan que las escuchemos, que tengamos tiempo para ellas. Ojalá me conmueva siempre al ver la huella de Dios en la piel imperfecta del que me quiere decir algo. En su voz está la voz de Dios que no tiene sonido. En su voz está el amor de Dios que quiere comunicarse. Y necesita que mi corazón esté blando, sea de carne, tenga grietas por las cuales pueda colarse su voz, su amor, su presencia invisible. Mi corazón necesita reconocerse herido, en camino, necesitado, para poder abrirse a lo nuevo, a lo que nos dicen, a la sorpresa, al cambio. Cuando pienso que ya lo sé todo, cuando me creo seguro de mi posición, cuando no veo defectos en mi carne, cuando me coloco en una posición superior, pierdo la capacidad de aprender, de escuchar, de crecer.
El Señor nos manifiesta hoy su amor y nos asegura su presencia en el camino: «Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos». Mateo 18, 15-20. Hoy Jesús nos invita a pedir, porque Él está en medio de nosotros, porque no nos olvida. Esta promesa está llena de esperanza. Cuando dos o tres nos reunimos en su nombre Él se hace presente, se acerca, nos abraza. Está en nuestra oración, se hace presente en medio de nuestros miedos y preocupaciones, nos trae la paz. Es la fuerza de la oración comunitaria. Es la expresión de una unidad imposible de lograr sólo con nuestras fuerzas. Allí, en medio de nosotros, cuando es Él el que nos convoca, está Jesús. Reunirnos en nombre del Señor es la condición. Cuando Él nos congrega, se hace fuerte la unión. Es la comunión verdadera que nada puede romper. El Espíritu del Cristo nos une para siempre. Él está en medio de nosotros cada vez que nos unimos en su nombre, por Él. Me gusta esa imagen. Jesús en medio de nosotros. Jesús uniéndonos en un abrazo. Muchas veces no valoramos la fuerza de esta promesa. Él no se desentiende de nuestra vida. Está presente cuando hacemos comunidad, cuando somos Iglesia. Tertuliano decía que no hay un cristiano solo. Porque uno sólo puede ser cristiano en Cristo y Cristo es comunión, porque en Él estamos todos. En Él somos Iglesia, no hombres solitarios. Un cristiano no puede vivir en soledad su comunión con Cristo. Vive unido siempre a otros hombres con los que camina. Por eso, cada vez que rezamos, aunque estemos solos, Cristo nos une a toda la Iglesia. Nos hace Iglesia en nuestra oración pequeña y frágil. Manifiesta su poder en nuestra impotencia. Nuestra oración personal y comunitaria hacen presente a Cristo en medio de los hombres. Jesús sale a nuestro encuentro por el camino, nos habla, nos abraza. En oración aprendemos a escuchar, a ver, a comprender, a mirar. Nuestra oración es el camino para que Cristo se haga presente. Nos quejamos con tristeza de nuestra fragilidad para rezar. Cristo está presente allí donde nos reunimos en su nombre. No necesita una oración de calidad. Le basta con que expresemos el deseo de estar con Él, de caminar a su lado. Nuestra impotencia, nuestra debilidad, conmueven el corazón de Jesús que se abaja, que viene a nosotros, que desciende a nuestro lado.
No sé si es por culpa de nuestros prejuicios, o de nuestras envidias, o de nuestro espíritu competitivo. No sé si es por nuestras heridas o por esa sensación que tenemos en lo más hondo de que no valemos tanto como quisiéramos. Pero lo cierto es que nos cuesta aceptar a todas las personas como son. Nos cuesta aceptar al diferente, al que es mejor que yo en algún aspecto, al que no piensa de la misma manera, al que no se comporta como yo esperaba. Nos cuesta aceptar al que nos ha herido, al que nos ha excluido en alguna ocasión. Y así, casi sin darnos cuenta, construimos muros, separamos, dividimos, excluimos, rechazamos, juzgamos, condenamos. Nuestro corazón no es ese lugar en el que todos pueden sentirse aceptados sin condiciones. En el camino de Santiago siempre vuelvo a experimentar que allí todos son aceptados sin importar de dónde vienen, en qué trabajan, a qué dedican su vida, cuál es su situación familiar. Hay una pregunta que no se suele hacer salvo que la confianza te invite a ello: ¿Qué haces en tu vida normal? ¿A qué te dedicas? No hay preguntas, no hay un cuestionamiento previo. No se acepta a las personas por su posición económica, por su forma de vestir, por sus amistades, por su posición social, por su idioma. En el camino no hay diferencias. Los mismos albergues, el mismo equipaje, los mismos caminos, el mismo esfuerzo, la misma vida cada día. Es verdad que el camino es sólo un paréntesis en nuestra vida real, una escuela de aprendizaje, un parón para meditar sobre nuestra realidad. Pero tal vez allí aprendemos a aceptar a las personas sin etiquetarlas previamente, sin encasillarlas, sin fijar de antemano lo que podemos esperar de ellas y lo que no nos van a dar. Es por eso que en la vida necesitamos lugares como el camino. Lugares en los que ser acogidos sin ser medidos por nuestro comportamiento, por nuestra idoneidad, por nuestros méritos. Lugares en los que otras personas nos quieran por lo que somos, no por nuestros logros y éxitos. Lugares en los que no nos juzguen por nuestra vida pasada. Espacios en los que poder vivir sin necesidad de estar demostrando siempre cuánto valemos. Lugares donde nos quieran sin examinar nuestra historia. Jesús vivió así con los suyos. No hizo un examen previo a sus discípulos para ver si eran capaces y válidos para la temeraria empresa de seguir sus pasos. No quiso probar antes de llamarlos a ver si valían, si estaban preparados, si respondían a todas las expectativas. Seguramente no hubieran superado la prueba, no hubieran pasado la entrevista de trabajo, no se hubieran atrevido a seguir al Maestro. Por eso Jesús llamó a los que quiso e hizo de ese puñado de hombres un espacio de familia, un lugar de encuentro, un hogar para la misión. Allí cabían todos. Bastaba con querer caminar siguiendo sus pasos para formar parte de esa comunidad extraña, unidos por un amor profundo al Señor. Donde dos o tres se reunían, estaba Él en medio. Bastaba con querer soñar sus sueños. Bastaba con querer dar la vida por amor y estar dispuestos a ser pescadores de hombres. Y todo ello sin dejar de lado sus límites. Sabiendo su historia y aceptándola. Conociendo su pobreza y su riqueza. Podían estar entonces al lado de Jesús sin tener que rendir cuentas cada noche. Todos necesitamos un nido, un hogar en el que echar raíces. Necesitamos una familia en la que descansar. Un lugar alegre en el que vivir con esa paz sencilla que tiene el corazón que reposa en Dios. Nuestra propia familia debería ser ese espacio de alegría en el que poder descansar sin tener que demostrar nada: «Si no transformamos nuestra familia en un reino de alegría, nuestros hijos se irán a buscar otras alegrías fuera de casa. En toda comunidad reinará a la larga una atmósfera de alegría o bien una atmósfera viciada»[3]. Hacen falta espacios de alegría, de paz, de tranquilidad, donde el hombre pueda ser él mismo. Lugares en los que dejar que las raíces crezcan profundamente. Si no es así, buscaremos fuera lo que no tenemos en casa. Viviremos desorientados, por no tener un núcleo. Así debería ser la misma Iglesia, nuestra Familia de Schoenstatt. Decía el papa Francisco: «La familia cristiana ejerce su apostolado mediante la hospitalidad. Abrid de par en par vuestras casas y al mismo tiempo abrid de par en par vuestros corazones. Una casa de verdad no puede dejar de tener huéspedes. El arte de la hospitalidad puede así convertirse en el apostolado de la hospitalidad. Vivid de modo que cada uno de los que visiten a vuestra familia desee vivir como vosotros». Que todos puedan tener un espacio en el que vivir. Un espacio de libertad y de amor en el que cada uno puede darse con libertad. Decía Jorge Bucay: «Para mí, el amor es la decisión sincera de crear para la persona amada un espacio de libertad tan amplio como para que ella pueda elegir hacer con su vida, con sus sentimientos y con su cuerpo lo que desee, aún cuando su decisión no me guste, aún cuando su decisión no me incluya»[4]. A veces es difícil encontrar y dar esos espacios de acogida.Nos podemos ver diferentes y nos cuesta querer bien a los que son distintos. Encasillamos a los hombres por su condición social, por su procedencia, por sus capacidades, por su forma de ser. A veces nosotros mismos nos excluimos sin que otros nos excluyan. El autorechazo nos aleja y evita que nos arriesguemos al dolor que puede suponer ser rechazados. A veces muchos se quedan sin entrar porque temen nuestro rechazo, temen el juicio y la condena.
Hoy el Evangelio nos lleva a mirar al hermano con misericordia. A mirar a Cristo en el que camina con nosotros. Nos lleva a reflexionar en nuestra actitud cuando vemos errores y defectos en aquel al que amamos. ¿Qué hacemos cuando vemos una fragilidad en alguien cercano? ¿Cómo lo miramos? ¿Cambiamos respecto a él? Jesús conoce el corazón humano. Cuando amamos a alguien, a veces queremos que sea perfecto, que sea lo que yo he soñado, lo que necesito, que responda a mis expectativas y a mis ideales. Y cuando descubrimos que es de barro, o que ha cambiado, cuando vemos su limitación, su incapacidad, su pecado, nos alejamos decepcionados, nos enfadamos, como si nosotros fuésemos perfectos. Nos sentimos traicionados. Nuestra mirada cambia. Y no se nos olvida esa limitación, esa caída. Durante mucho tiempo el resto de cosas que esa persona haya hecho no cuentan. Sólo brilla su fallo. Lo tratamos de acuerdo a su limitación. Se lo recordamos siempre con palabras, silencios o gestos. A veces delante de otros. Nos cuesta amar al otro tal como es. Con su verdad, no con la que yo imagino, con su historia, con su don y su pecado, con su nombre, con sus heridas, con sus sombras y sus sueños. Nos cuesta mucho que conozcan nuestra fragilidad. La tapamos. Nos da miedo que no nos quieran, que nos rechacen. No queremos arriesgarnos. Si somos honestos, eso nos pasa a todos. Debería ser que, al darnos cuenta de la debilidad del otro, lo amásemos más. En ese momento, frente a nosotros, esa persona está indefensa, vulnerable, se ha caído ese muro que todos tenemos para ocultar lo que no nos gusta de nosotros. Nuestra mirada de acogimiento o de juicio puede levantarle o dañarle por mucho tiempo. Necesita que le digamos que lo queremos, que estamos con él, que le ayudamos y no nos vamos a alejar, que no lo juzgamos, que nos sigue pareciendo maravilloso, que seguimos confiando en él. Que nosotros también somos frágiles. Que siempre se puede volver a empezar. Necesita ser sostenido y abrazado. Quizás todos recordamos alguna vez que nos mostramos vulnerables frente a alguien y su amor sin reproches, sin condiciones, sin juicio, su mirada de cariño y de perdón, su abrazo, nos sanó profundamente. O recordamos la herida cuando no fue así, esa herida que nos duele todavía. Hace falta mucha humildad para aceptar que otro nos conozca como somos. Hace falta mucho amor para quedarnos cuando el otro ha fallado, para seguir amando sin creernos superiores. Es ese amor verdadero, que ha madurado en la cruz, que no es egoísta, que piensa en el otro y no en uno. Así ama Dios. Cuando caemos Él sale a nuestro encuentro diciéndonos que nos quiere como somos, que cree en nosotros, nos abraza y nos perdona. Nos da una nueva oportunidad. Está enamorado de nuestra pequeñez.
No sé si es por culpa de nuestros prejuicios, o de nuestras envidias, o de nuestro espíritu competitivo. No sé si es por nuestras heridas o por esa sensación que tenemos en lo más hondo de que no valemos tanto como quisiéramos. Pero lo cierto es que nos cuesta aceptar a todas las personas como son. Nos cuesta aceptar al diferente, al que es mejor que yo en algún aspecto, al que no piensa de la misma manera, al que no se comporta como yo esperaba. Nos cuesta aceptar al que nos ha herido, al que nos ha excluido en alguna ocasión. Y así, casi sin darnos cuenta, construimos muros, separamos, dividimos, excluimos, rechazamos, juzgamos, condenamos. Nuestro corazón no es ese lugar en el que todos pueden sentirse aceptados sin condiciones. En el camino de Santiago siempre vuelvo a experimentar que allí todos son aceptados sin importar de dónde vienen, en qué trabajan, a qué dedican su vida, cuál es su situación familiar. Hay una pregunta que no se suele hacer salvo que la confianza te invite a ello: ¿Qué haces en tu vida normal? ¿A qué te dedicas? No hay preguntas, no hay un cuestionamiento previo. No se acepta a las personas por su posición económica, por su forma de vestir, por sus amistades, por su posición social, por su idioma. En el camino no hay diferencias. Los mismos albergues, el mismo equipaje, los mismos caminos, el mismo esfuerzo, la misma vida cada día. Es verdad que el camino es sólo un paréntesis en nuestra vida real, una escuela de aprendizaje, un parón para meditar sobre nuestra realidad. Pero tal vez allí aprendemos a aceptar a las personas sin etiquetarlas previamente, sin encasillarlas, sin fijar de antemano lo que podemos esperar de ellas y lo que no nos van a dar. Es por eso que en la vida necesitamos lugares como el camino. Lugares en los que ser acogidos sin ser medidos por nuestro comportamiento, por nuestra idoneidad, por nuestros méritos. Lugares en los que otras personas nos quieran por lo que somos, no por nuestros logros y éxitos. Lugares en los que no nos juzguen por nuestra vida pasada. Espacios en los que poder vivir sin necesidad de estar demostrando siempre cuánto valemos. Lugares donde nos quieran sin examinar nuestra historia. Jesús vivió así con los suyos. No hizo un examen previo a sus discípulos para ver si eran capaces y válidos para la temeraria empresa de seguir sus pasos. No quiso probar antes de llamarlos a ver si valían, si estaban preparados, si respondían a todas las expectativas. Seguramente no hubieran superado la prueba, no hubieran pasado la entrevista de trabajo, no se hubieran atrevido a seguir al Maestro. Por eso Jesús llamó a los que quiso e hizo de ese puñado de hombres un espacio de familia, un lugar de encuentro, un hogar para la misión. Allí cabían todos. Bastaba con querer caminar siguiendo sus pasos para formar parte de esa comunidad extraña, unidos por un amor profundo al Señor. Donde dos o tres se reunían, estaba Él en medio. Bastaba con querer soñar sus sueños. Bastaba con querer dar la vida por amor y estar dispuestos a ser pescadores de hombres. Y todo ello sin dejar de lado sus límites. Sabiendo su historia y aceptándola. Conociendo su pobreza y su riqueza. Podían estar entonces al lado de Jesús sin tener que rendir cuentas cada noche. Todos necesitamos un nido, un hogar en el que echar raíces. Necesitamos una familia en la que descansar. Un lugar alegre en el que vivir con esa paz sencilla que tiene el corazón que reposa en Dios. Nuestra propia familia debería ser ese espacio de alegría en el que poder descansar sin tener que demostrar nada: «Si no transformamos nuestra familia en un reino de alegría, nuestros hijos se irán a buscar otras alegrías fuera de casa. En toda comunidad reinará a la larga una atmósfera de alegría o bien una atmósfera viciada»[3]. Hacen falta espacios de alegría, de paz, de tranquilidad, donde el hombre pueda ser él mismo. Lugares en los que dejar que las raíces crezcan profundamente. Si no es así, buscaremos fuera lo que no tenemos en casa. Viviremos desorientados, por no tener un núcleo. Así debería ser la misma Iglesia, nuestra Familia de Schoenstatt. Decía el papa Francisco: «La familia cristiana ejerce su apostolado mediante la hospitalidad. Abrid de par en par vuestras casas y al mismo tiempo abrid de par en par vuestros corazones. Una casa de verdad no puede dejar de tener huéspedes. El arte de la hospitalidad puede así convertirse en el apostolado de la hospitalidad. Vivid de modo que cada uno de los que visiten a vuestra familia desee vivir como vosotros». Que todos puedan tener un espacio en el que vivir. Un espacio de libertad y de amor en el que cada uno puede darse con libertad. Decía Jorge Bucay: «Para mí, el amor es la decisión sincera de crear para la persona amada un espacio de libertad tan amplio como para que ella pueda elegir hacer con su vida, con sus sentimientos y con su cuerpo lo que desee, aún cuando su decisión no me guste, aún cuando su decisión no me incluya»[4]. A veces es difícil encontrar y dar esos espacios de acogida.Nos podemos ver diferentes y nos cuesta querer bien a los que son distintos. Encasillamos a los hombres por su condición social, por su procedencia, por sus capacidades, por su forma de ser. A veces nosotros mismos nos excluimos sin que otros nos excluyan. El autorechazo nos aleja y evita que nos arriesguemos al dolor que puede suponer ser rechazados. A veces muchos se quedan sin entrar porque temen nuestro rechazo, temen el juicio y la condena.
Hoy el Evangelio nos lleva a mirar al hermano con misericordia. A mirar a Cristo en el que camina con nosotros. Nos lleva a reflexionar en nuestra actitud cuando vemos errores y defectos en aquel al que amamos. ¿Qué hacemos cuando vemos una fragilidad en alguien cercano? ¿Cómo lo miramos? ¿Cambiamos respecto a él? Jesús conoce el corazón humano. Cuando amamos a alguien, a veces queremos que sea perfecto, que sea lo que yo he soñado, lo que necesito, que responda a mis expectativas y a mis ideales. Y cuando descubrimos que es de barro, o que ha cambiado, cuando vemos su limitación, su incapacidad, su pecado, nos alejamos decepcionados, nos enfadamos, como si nosotros fuésemos perfectos. Nos sentimos traicionados. Nuestra mirada cambia. Y no se nos olvida esa limitación, esa caída. Durante mucho tiempo el resto de cosas que esa persona haya hecho no cuentan. Sólo brilla su fallo. Lo tratamos de acuerdo a su limitación. Se lo recordamos siempre con palabras, silencios o gestos. A veces delante de otros. Nos cuesta amar al otro tal como es. Con su verdad, no con la que yo imagino, con su historia, con su don y su pecado, con su nombre, con sus heridas, con sus sombras y sus sueños. Nos cuesta mucho que conozcan nuestra fragilidad. La tapamos. Nos da miedo que no nos quieran, que nos rechacen. No queremos arriesgarnos. Si somos honestos, eso nos pasa a todos. Debería ser que, al darnos cuenta de la debilidad del otro, lo amásemos más. En ese momento, frente a nosotros, esa persona está indefensa, vulnerable, se ha caído ese muro que todos tenemos para ocultar lo que no nos gusta de nosotros. Nuestra mirada de acogimiento o de juicio puede levantarle o dañarle por mucho tiempo. Necesita que le digamos que lo queremos, que estamos con él, que le ayudamos y no nos vamos a alejar, que no lo juzgamos, que nos sigue pareciendo maravilloso, que seguimos confiando en él. Que nosotros también somos frágiles. Que siempre se puede volver a empezar. Necesita ser sostenido y abrazado. Quizás todos recordamos alguna vez que nos mostramos vulnerables frente a alguien y su amor sin reproches, sin condiciones, sin juicio, su mirada de cariño y de perdón, su abrazo, nos sanó profundamente. O recordamos la herida cuando no fue así, esa herida que nos duele todavía. Hace falta mucha humildad para aceptar que otro nos conozca como somos. Hace falta mucho amor para quedarnos cuando el otro ha fallado, para seguir amando sin creernos superiores. Es ese amor verdadero, que ha madurado en la cruz, que no es egoísta, que piensa en el otro y no en uno. Así ama Dios. Cuando caemos Él sale a nuestro encuentro diciéndonos que nos quiere como somos, que cree en nosotros, nos abraza y nos perdona. Nos da una nueva oportunidad. Está enamorado de nuestra pequeñez.
Lo cierto es que desde nuestra pequeñez siempre podemos crecer. Pero, ¡cuánto nos cuesta ser educados y corregidos! Todos queremos mejorar y crecer. Pero queremos que ese milagro del cambio ocurra sin esfuerzo, sin sufrimiento, sin dolor. Creemos que las metas se alcanzan sin exigencias y sin trabajo. La pereza nos ancla y nos limita. No nos sentimos capaces de crecer, de llegar más lejos y nos conformamos con los mínimos, con lo que hay. Es más fácil conformarse y aceptar la botella medio vacía, que soñar con llenarla exigiéndonos luchar más. El esfuerzo nos parece demasiado grande. Pero Dios no quiere que nos quedemos con los brazos cruzados. Es necesario luchar. Incluso, como decía el P. Kentenich, luchar con Dios hasta que nos muestre algo del camino al que nos llama, el ideal que ha soñado para nosotros: «Así como Jacob luchó con Dios toda la noche hasta el amanecer, así todo luchador de Dios, que sea creador de historia, debe caminar por la noche oscura de la incertidumbre e inseguridad espirituales. Debe abrirse paso a través de las debilidades morales, de impotencias, de abulia religiosa, hasta alcanzar la luz, la claridad espiritual, la profundidad religiosa y la fuerza moral necesarias. Debe luchar con Dios hasta que le revele su rostro, hasta que lo bendiga con la bendición del conocimiento, de la certeza, de la audacia y de la victoriosidad»[5]. La vida espiritual no es un camino de rosas, sencillo, como una cuesta por la que nos dejamos llevar. En la vida es necesario esforzarnos, luchar, entregarlo todo sin escatimar esfuerzos. Muchas veces descubrimos solos aquello en lo que podemos mejorar. En otras ocasiones es la comunidad la que nos ayuda, como hoy nos lo recuerda el profeta: «Te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: -¡Malvado, eres reo de muerte!, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida». Ezequiel 33, 7-9. De la misma forma Jesús nos anima a vivir lo mismo: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano». Nos cuesta aceptar las correcciones y evitamos entonces las críticas, las opiniones de los demás, por miedo al esfuerzo que supone cambiar y escuchar lo que nos dicen y no nos gusta. No reaccionamos bien cuando nos corrigen. No queremos dejar de hacer las cosas como las hacemos. Nos cuesta salir de nuestro pecado. Nos parece imposible cambiar cuando llevamos tantos años actuando de una determinada manera. Puede que sea el orgullo, la vanidad, el pensar que lo hacemos todo bien. Lo cierto es que nos resulta difícil aceptar las correcciones. Hace falta mucha humildad para acoger lo que nos dicen. Cuando lo hacemos vemos cómo nos está hablando Dios. El Señor quiere que nos dejemos modelar como barro en sus manos. Pero, cuando tenemos teorías para todo lo que nos ocurre y nos sentimos seguros, es difícil aceptar otras teorías. Nos cerramos en nuestra verdad y cuesta reconocer que los otros puedan tener razón en sus planteamientos. El orgullo, la vanidad, nos hacen rocosos y rígidos, poco abiertos a escuchar, poco flexibles para los cambios.
Jesús nos pide además que ayudemos a los hombres a crecer en su camino. Sin condenarlos, con humildad y mucho amor y respeto, con infinita misericordia.¡Qué difícil ser una atalaya desde la que ayudar a otros a crecer! ¡Cuánto nos cuesta corregir con cariño a las personas a las que queremos! Nuestro estilo debe ser el de Jesús. Mirar con misericordia, con comprensión, con ternura, con paciencia, con admiración por lo sagrado del otro, protegiendo su fama, preocupándonos sólo por él, no por nosotros. Hoy Jesús nos dice que somos responsables los unos de los otros. Así vivió Él. Dignificando al otro. Mirando al pecador con cariño, creyendo en él, rescatando lo bueno que tiene. Así perdonó al Buen ladrón, sin condiciones, sin recordarle su pecado. Así miró a Pedro en el lago y sólo le preguntó si lo amaba. Así levantó a la adúltera y la protegió del odio de los hombres. Jesús frente al pecador es misericordioso. Mira el corazón, el pecado y la sed, el miedo y la necesidad de ser perdonado, el arrepentimiento y el anhelo de ser tocado y empezar de nuevo. Jesús toca con sus manos, nunca se aleja, perdona y levanta. No rechaza. No se queda con los perfectos, con los que no han caído. Trata la debilidad con mucho amor. Ojalá aprendiéramos a corregir con amor, como hacía Jesús. Cuando nos sabemos amados, es más fácil avanzar. Como Don Bosco decía:«Mi pedagogía es hija del amor. Si quieres que se te obedezca, hazte amar. Si quieres ser amado, ama. Pero aún te falta algo más, tus educandos no sólo deben ser amados por ti, sino que tienen que tomar conciencia de ello. ¿Cómo? Pregúntale a tu corazón, él lo sabe con certeza». Parece imposible amar así, pero ese amor sin medida es nuestra medida. Como decía San Francisco de Sales: «Jamás podremos amar demasiado o suficientemente. ¡Qué alegría amar sin temor a exagerar! Porque cuando se ama en Dios jamás hay que temer ni lo más mínimo». No es fácil amar así y ser capaces de decir a alguien que ha fallado con mucho amor. No vale de cualquier forma. Tenemos que tener la mirada de Jesús. Lo primero siempre es no juzgar, mirarnos a nosotros mismos y reconocer ese pecado en nosotros también. Después es bueno callar, guardar sigilo y no hablar de eso con nadie. Cuando callamos no rebajamos al otro, no lo humillamos, no nos creemos superiores ni en posesión de la verdad. Además es fundamental rezar mucho. Intentar comprenderle y ponernos en su lugar. A veces conociendo su historia, sus heridas, es más fácil ser comprensivos y entender sus reacciones. Si pensamos que esa persona necesita de nosotros, que nosotros somos las personas indicadas para decirle algo, porque somos autoridad moral, porque es responsabilidad nuestra, porque le queremos de verdad y pensamos que a nosotros nos gustaría que lo hiciesen con nosotros, entonces debemos hablar con mucha delicadez y humildad. Tal vez nos asusta su posible reacción. No nos creemos poseedores de la verdad y nos da miedo equivocarnos. Tal vez nos da miedo perder su amor y cercanía. Porque es verdad que muchas personas se alejan cuando les llevan la contraria, cuando son corregidos, cuando les proponen cambios, cuando les hacen ver su error. Se cierran en su herida. No se abren a escuchar cosas nuevas. Por eso es tan importante aprender a decir las cosas con delicadeza y mucho amor.
Nada se logra sin un amor verdadero que le dé sentido a la corrección. Es importante hablar desde nuestro barro y con mucho respeto. La debilidad del otro lo hace vulnerable y lo deja desprotegido frente a nosotros. Hace falta un amor muy grande. Normalmente nosotros somos muy francos y poco delicados. Podemos hablar desde lo que nos molesta, desde nuestra opinión fría, sin tomar en cuenta lo que siente el otro. Jesús nos dice que lo hagamos «a solas» en primer lugar. Eso habla de la delicadeza de su corazón. En ese «a solas» hay muchas cosas implícitas. Para no humillar al otro, para que no se sienta inferior, para que no se sienta acosado, para que se pueda defender y sentir acogido, para que no pierda el respeto de los demás y elija él cómo y a quién quiere mostrarlo. Cuidar su fama, su imagen, como si fuese la nuestra. Si esa persona cambia, no decir que fue gracias a nosotros. Aprender a respetar su proceso, el momento en el que está, su tiempo para cambiar, confiar en que puede cambiar si se esfuerza. Si yo creo en él, él podrá creer que es posible comenzar de nuevo. Pedirle a Dios que nos ayude a mirarlo como Él lo mira, con infinito cariño, con respeto, sin rechazarlo, poniéndonos en su lugar, sin dejar de ver lo bueno que tiene. Además es importante ser capaces de decir lo bueno con frecuencia. A veces tendemos a destacar más lo malo que lo bueno. Al mismo tiempo, según la situación, podemos también mostrar nuestra limitación, bajándonos de nuestra torre de perfección. El amor humilde y sincero enaltece y purifica. Saca lo más verdadero de nuestro corazón. Cuando amamos queremos que la persona a la que amamos crezca y sea mejor, sea aquella persona que Dios quiere que llegue a ser. Somos responsables los unos de los otros. Estamos unidos en lo más profundo. El amor nos une con un vínculo indeleble. Queremos aprender a amar con ese amor del que nos habla Jesús. Un amor sin medida, exagerado, loco. Un amor así es un amor que forma, que educa. Nuestra vida está entrañablemente unida a la de aquellos que Dios nos ha confiado. Queremos amarlos con todo el corazón. Pero, en ocasiones, en aras de un falso respeto, callamos y no hacemos nada. El amor exige y ayuda al amado a crecer, a saltar obstáculos. Lo que decimos puede ser una gran ayuda. A veces dejamos pasar las ocasiones para ayudar a los que Dios nos ha confiado. Les hacemos, por miedo o pereza, un flaco favor. Y entonces, por nuestra culpa, no crecen, no avanzan. En ocasiones, puede que lo acertado sea callar y no decir nada, ser pacientes, esperar, pasar muchas cosas por alto. No es bueno decirlo todo, no siempre aporta. No podemos querer siempre corregir a los demás en todo, destacar lo que tienen que cambiar, mostrarles su debilidad. A veces podemos hacerlo porque nos molesta, no pensando en lo que el otro puede mejorar, sino sólo en desahogarnos. Hay que pensarlo y rezar.
Nada se logra sin un amor verdadero que le dé sentido a la corrección. Es importante hablar desde nuestro barro y con mucho respeto. La debilidad del otro lo hace vulnerable y lo deja desprotegido frente a nosotros. Hace falta un amor muy grande. Normalmente nosotros somos muy francos y poco delicados. Podemos hablar desde lo que nos molesta, desde nuestra opinión fría, sin tomar en cuenta lo que siente el otro. Jesús nos dice que lo hagamos «a solas» en primer lugar. Eso habla de la delicadeza de su corazón. En ese «a solas» hay muchas cosas implícitas. Para no humillar al otro, para que no se sienta inferior, para que no se sienta acosado, para que se pueda defender y sentir acogido, para que no pierda el respeto de los demás y elija él cómo y a quién quiere mostrarlo. Cuidar su fama, su imagen, como si fuese la nuestra. Si esa persona cambia, no decir que fue gracias a nosotros. Aprender a respetar su proceso, el momento en el que está, su tiempo para cambiar, confiar en que puede cambiar si se esfuerza. Si yo creo en él, él podrá creer que es posible comenzar de nuevo. Pedirle a Dios que nos ayude a mirarlo como Él lo mira, con infinito cariño, con respeto, sin rechazarlo, poniéndonos en su lugar, sin dejar de ver lo bueno que tiene. Además es importante ser capaces de decir lo bueno con frecuencia. A veces tendemos a destacar más lo malo que lo bueno. Al mismo tiempo, según la situación, podemos también mostrar nuestra limitación, bajándonos de nuestra torre de perfección. El amor humilde y sincero enaltece y purifica. Saca lo más verdadero de nuestro corazón. Cuando amamos queremos que la persona a la que amamos crezca y sea mejor, sea aquella persona que Dios quiere que llegue a ser. Somos responsables los unos de los otros. Estamos unidos en lo más profundo. El amor nos une con un vínculo indeleble. Queremos aprender a amar con ese amor del que nos habla Jesús. Un amor sin medida, exagerado, loco. Un amor así es un amor que forma, que educa. Nuestra vida está entrañablemente unida a la de aquellos que Dios nos ha confiado. Queremos amarlos con todo el corazón. Pero, en ocasiones, en aras de un falso respeto, callamos y no hacemos nada. El amor exige y ayuda al amado a crecer, a saltar obstáculos. Lo que decimos puede ser una gran ayuda. A veces dejamos pasar las ocasiones para ayudar a los que Dios nos ha confiado. Les hacemos, por miedo o pereza, un flaco favor. Y entonces, por nuestra culpa, no crecen, no avanzan. En ocasiones, puede que lo acertado sea callar y no decir nada, ser pacientes, esperar, pasar muchas cosas por alto. No es bueno decirlo todo, no siempre aporta. No podemos querer siempre corregir a los demás en todo, destacar lo que tienen que cambiar, mostrarles su debilidad. A veces podemos hacerlo porque nos molesta, no pensando en lo que el otro puede mejorar, sino sólo en desahogarnos. Hay que pensarlo y rezar.
[1] J. Kentenich, Jornada pedagógica 1950 , Pedagogía para educadores católicos
[2] Jorge Bucay, 20 pasos hacia delante
[3] J. Kentenich, Familia, Reino de María, Retiro de Federación de Matrimonios, 31. 05 – 04. 06. 1950
[4] Jorge Bucay, 20 pasos hacia delante
[5] J. Kentenich, Jornada de Octubre 1949
Comentarios