XVIII Domigo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Isaías 55, 1-3; Romanos 8, 35. 37-39;Mateo 14, 13-21
«Despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer. No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer»
«Queremos ser hijos confiados que piden ayuda. Pero nos cuesta mucho. Porque queremos tener el control de nuestra vida y no dejar que nadie nos gobierne. No queremos perder nuestra autonomía»
«Queremos ser hijos confiados que piden ayuda. Pero nos cuesta mucho. Porque queremos tener el control de nuestra vida y no dejar que nadie nos gobierne. No queremos perder nuestra autonomía»
Puede que el pecado que con más frecuencia confesamos sea el egoísmo. Nos sentimos egoístas, egocéntricos, algo ególatras, autorreferentes. Pensamos antes que nada en nuestro interés, en nuestro bien, en lo que nos afecta. Sí, la verdad es que muchas veces somos egoístas. ¡Cuántas veces pensamos sólo en nuestro interés, en lo que nos conviene! Nos olvidamos de las necesidades de los demás, miramos hacia adelante y seguimos nuestro camino. Hace un tiempo leía una afirmación que revela muy bien esta actitud egoísta: «Era innegable que había vivido mi vida conforme a esa máxima: mira hacia otro lado. No preguntes nada. Y, por lo que más quieras, no des tu opinión»[ 1]. Mirar hacia otro lado, no comprometernos, no involucrarnos. Vivir así es egoísta. Juan Pablo II les hablaba a los jóvenes en 1989 de la aparente libertad que ofrece el mundo: «Una autonomía total, una ruptura de toda pertenencia en cuanto criaturas e hijos, una afirmación de autosuficiencia, que nos deja indefensos ante nuestros límites y debilidades, solos en la cárcel de nuestro egoísmo, esclavos del ‘espíritu de este mundo’, condenados a la ‘servidumbre de la corrupción’ (Rm 8, 21)».A veces nos dejamos seducir por esa libertad y autonomía que ofrece el mundo. Una libertad de un Dios exigente y demandante. Una autonomía de los hombres en la carrera de la vida. Una autonomía autorreferente que nos lleva a querer proteger nuestro espacio y vivir tranquilos en nuestras cosas, sin que nadie perturbe nuestra paz. Por eso decimos, sin ningún pudor, cuando deseamos poseer algo o realizar algún plan atractivo: «Tengo derecho. Me lo merezco». Y así nos justificamos y disfrutamos de la vida sin preocuparnos de cómo están los demás, evitando que nos molesten, reservando ese tiempo sagrado con el que saciamos nuestra sed. La codicia, el deseo de poseer, de tener más, nos hacen egoístas. Y lo somos cuando sólo pensamos en nuestros deseos. No queremos que nos inquieten, que nos quiten la paz, nuestro espacio protegido y anhelado. Especialmente en vacaciones este sentimiento se hace más fuerte. No queremos que turben la tranquilidad soñada, no queremos que echen a perder nuestros planes. A veces ponemos excusas piadosas o aparentemente desinteresadas para proteger nuestro mundo. Pero, si somos sinceros, muchas veces la verdadera intención que nos mueve es el egoísmo. El aparente altruismo se transforma en una descarada búsqueda del propio interés. Durante el año, cuando nos toca trabajar y obedecer, queda poco tiempo libre para tomar decisiones. Vamos respondiendo a las demandas de la vida, de los demás. Los compromisos son muchos y nos absorben. Las exigencias de los hijos, del trabajo, del apostolado, de la vida social, nos pesan. Simplemente nos dejamos llevar y no cuestionamos nada. Pero luego, en nuestros espacios de tiempo libre, allí donde sí podemos decidir, es entonces cuando sale a flote nuestro egoísmo. Llevamos cargando responsabilidades y no queremos que también nos echen a perder nuestro tiempo libre.
Nuestra vida la mueven los deseos que surgen en el corazón. El amor instintivo es la fuerza que mueve muchas veces nuestros pasos. El P. Kentenich decía: « ¿Qué es el amor instintivo? Un amor que parte de los instintos, un amor irracional, una tendencia que busca emerger de las ocultas profundidades del subconsciente. Un amor que simplemente empuja una naturaleza hacia la otra»[ 2]. Un amor instintivo que brota de lo más hondo. Es ese amor de la madre hacia el hijo. El amor que lucha por proteger lo que ama. Es el amor que atrae a los enamorados. Es un amor que posee una fuerza y un vigor extraordinario, surge de lo más hondo. Desea aquellos bienes que puedan colmar la sed y el hambre. Es un amor que, bien conducido, se convierte en el motor que todo lo mueve. Pero es un amor que puede hacernos egoístas. Añadía el P. Kentenich: «Si yo amo instintivamente encontraré en muchos casos con seguridad y correctamente lo que tengo que hacer, sin necesitar explicar los principios ni conocerlos. Pero el amor instintivo separado del sobrenatural, es un fuego que puede actuar de forma devastadora»[3]. Este amor nos hace desear lo que no poseemos, nos lleva a desear satisfacer los deseos más hondos. Necesita ser complementado, educado, conducido. Este amor instintivo lo desea todo. Es un amor que no quiere renunciar a nada. Un amor que pretende tapar con bienes finitos la sed de infinito que tiene el alma. Un amor que puede volvernos egoístas y hacer que olvidemos a los que nos rodean, a los que comparten con nosotros el camino. Para no ser autorreferentes sería bueno preguntar cada día a los que van a nuestro lado: « ¿Tú qué deseas? ¿Qué quieres hacer? ¿Qué te interesa? ¿Cuál es tu sed? ¿Tienes hambre?». Son preguntas sanadoras y liberadoras. Nos sacan de nuestro egocentrismo. Nos liberan de nuestras ataduras. Pero, con frecuencia, no las hacemos. Tal vez lo que nos pasa es que no somos empáticos, no percibimos la realidad que nos rodea, no nos abismamos en el alma de aquellos a los que queremos. No percibimos su miedo, su frustración, su anhelo, su deseo más hondo, sus sueños. Pasamos de largo pensando en lo que nosotros deseamos. Hoy los discípulos sí se dan cuenta de que el pueblo tiene hambre: «Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer». El pensar en el otro nos descentra. Y eso muchas veces es muy incómodo. Nos saca de nuestra comodidad. Violenta la paz del alma en la que descansamos.
Pero no siempre todo lo que hacemos y deseamos, pensando en nuestro bien, es egoísta. Puede que lo hagamos buscando nuestro descanso y no por eso es egoísta. Sería absurdo pensar así. Dios quiere nuestro bien. Nos quiere sanos. Quiere que amemos la vida y todo lo bello que posee. Por eso buscamos el descanso y la paz. Pensamos en nuestro bien y no por eso somos egoístas. Decía Anthony de Mello: «Otro peligro subyace a la idea de que son malas las comodidades, los entretenimientos y las cosas que hacen agradable la vida. Lo que realmente queremos es la libertad interior frente a todos los placeres que nos ofrecen las criaturas. No nos sentiremos plenamente libres a menos que las aceptemos sin sentimiento de culpa y las dejemos de lado sin ser coaccionados a hacerlo»[ 4]. Disfrutar de la vida y sus placeres no es necesariamente egoísta. Podría serlo si ese deseo fuera nuestro único fin en la vida. Si viviéramos sólo para cumplir los anhelos que brotan constantemente en el corazón despreciando las necesidades de los que nos rodean. Si nunca pensáramos en los demás preocupados sólo de nuestras cosas. Pero, ¡cuántas personas hay que no tienen paz cuando disfrutan de la vida y su comodidad! Piensan que no están siendo generosos con los demás. Hacer deporte, tomarse unos días de vacaciones en la playa, ir a la piscina, leer un buen libro, pasear por las calles de una ciudad, descansar sin hacer nada, ver una buena película, perder el tiempo sin producir, tener una conversación interesante, hablar de cosas livianas, intrascendentes, contemplar en silencio un atardecer, dormir más horas. Son placeres de la vida a los que no tenemos por qué renunciar cuando Dios nos los pone en el camino. Lo que sí queremos es ser libres frente a ellos cuando no los tengamos. No vivimos para tener vacaciones. No malvivimos la semana esperando el descanso del fin de semana. Pero disfrutamos el tiempo libre para que el alma descanse y se llene de vida y pueda volver a la rutina al acabar el descanso. Anhelamos la libertad interior frente a los bienes, para no depender de ellos. Pero, cuando los tenemos, los disfrutamos, porque Dios quiere nuestro bien. Desea lo mejor para nosotros. Ha sellado una alianza con nosotros para cada día: «Venid a mí. Sellaré con vosotros alianza perpetua, la promesa que aseguré a David». Isaías 55, 1-3. Estas palabras nos confortan. La alianza de Dios con nosotros es para siempre. Decía el P. Kentenich: «Dios sale de sí mismo y está en perpetuo movimiento hacia nosotros. A su vez, nuestra tarea es estar en continuo movimiento hacia Él. Dios busca hombres a quienes amar»[ 5]. Desea nuestro bien, nos ama y quiere que lo amemos. Nos ha prometido una vida plena y sólo desea que le demos nuestro sí, para poder entrar en nuestro corazón. Como decía Juan XXIII en se decálogo de la serenidad: «Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la felicidad, no sólo en el otro mundo, sino en este también». Queremos ser felices en el trabajo y en el descanso, en la entrega generosa y en las alegrías diarias. Felices en el camino. Sí, felices dándonos por entero y buscando momentos de paz.
A veces, cuando me pregunto qué podría apartarme del amor de Dios, escucho estas palabras de San Pablo llenas de esperanza: « ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro».Romanos 8, 35. 37-39. Estas palabras de esperanza las leí hace muchos años en el funeral de un ser querido. Desde entonces, no sé bien por qué, se quedaron grabadas en mi alma. La pena, la angustia, el dolor, la pérdida, no me alejarán nunca de ese amor de Dios que se abaja hasta mí. El amor de Dios es fiel, sólido como una roca, estable e inconmovible. Ese amor es la piedra fundamental de nuestra vida, aunque muchas veces no lo acariciemos con los dedos, aunque muchas veces no veamos su luz y surjan dudas. Conocemos su amor desde el día en que Dios dejó grabado su beso en nuestra alma en el bautismo. Lo sabemos porque su voz ha acariciado muchas veces nuestros oídos sordos. Lo percibimos levemente, torpemente, en los gestos de amor que nos prodigan los que nos quieren. En el abrazo de una madre, en el «te quiero» de un ser querido. Es verdad que queremos tocar más a Dios, abrazarlo en nuestro interior. El corazón no se cansa, sueña el infinito, espera lo imposible, nada es bastante. Es por eso que siempre tenemos algo de insatisfacción en el alma que quiere ser amada por completo. Y como sabemos que la felicidad no se logra estando satisfechos, nos quedamos tranquilos. Podemos seguir insatisfechos y con algo de angustia en el estómago y con dudas y miedos. No importa, no por eso perdemos la alegría. Podemos seguir caminando con algo de tristeza y felices al mismo tiempo. Es una tristeza humana y pasajera. Sí, incluso en esos días en los que lo gris parece negro y los colores han desaparecido, el amor de Dios es más fuerte. En esos días en los que parece que no hay mañana, Dios nos recuerda lo importante. Sí, incluso entonces, nada podrá arrebatarnos el amor de Dios. Dios nos sigue amando. No nos olvida, no abandona nuestra barca. El amor de Dios no pasa nunca. Permanece, es fuerte en mi alma. Nos ama tanto, que es capaz de dejar su barca, su soledad e intimidad y preocuparse por nosotros. Toca mi herida y la sana, me espera y me acoge cuando llego, siente lástima por mí y se conmueve. Su amor conoce mi soledad y aquellas cosas que me hacen temblar. Su amor se adelanta a mis deseos, escucha mi corazón mejor que yo, me ve por dentro y conoce mi hambre. Ese amor suyo calma el corazón, toma mis panes y mis peces para hacer mi vida fecunda para muchos. Ese amor no pasa nunca, siempre permanece. Sabemos que nuestro amor es un amor frágil. ¿Podrá llegar ese día en el que, turbados, nos alejemos de Dios? ¿Podrá suceder que la muerte de algún ser querido, o la enfermedad, o el fracaso, o el desamor, nos alejen del amor de Dios? ¿Podremos dejar de amarle a Dios algún día? San Pablo lo tenía claro, nada lo apartaría nunca del amor de Dios. Pero, ¿y yo? ¿No es verdad que a veces dudamos de nuestra fidelidad? ¿No es cierto que nuestro amor se enfría cuando dejamos de caminar siguiendo sus pasos? Nos conocemos y desconfiamos. Hemos fallado muchas veces después de habernos prometido no volver a fallar. ¿Por qué no podríamos alejarnos de nuevo de Dios? Surge la duda. Pero hoy volvemos a creer. Sí, nada de eso será tan relevante como para apartarnos del amor de Dios. Nada podrá quitarnos la sonrisa por sabernos amados por Dios. Nada, ni el dolor, ni la muerte, ni la soledad, ni el hambre, ni el abandono. Le pedimos hoy a Dios que nos refuerce nuestra fe, que nos sostenga cuando vengan dudas, que nos levante en cada caída y nos enseñe a amar.
El dolor y la tristeza por la pérdida de aquello que amamos pueden turbarnos. En esos momentos podemos alejarnos de Dios, rebelarnos contra su voluntad, huir de sus brazos. Hoy Jesús nos muestra su dolor. Está turbado, con una profunda tristeza en el alma. Su primo, Juan el Bautista, ha sido injustamente decapitado. ¡Qué tristeza tan honda habría en su corazón! Jesús se retira buscando la soledad, buscando a Dios: «En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado». Juan ha muerto. Lo quiere y lo admira y ahora ya no está. No ha podido salvarlo como luego haría con Lázaro. Ahora necesita estar solo, mirar hacia dentro de sí mismo. Jesús se retira a orar. Quiere paz. Desea estar tranquilo. El dolor profundo nos hace buscar el silencio y la tranquilidad. Esos lugares en los que el corazón descansa en la roca firme que es Dios. Jesús busca la soledad. Jesús, hombre y Dios, necesita descansar en su Padre. Necesita volverse sobre sí mismo y profundizar en todo lo que está pasando. ¡Qué poca interioridad tiene el hombre de hoy! Vivimos hacia fuera, volcados sobre el mundo, sin tiempo para meditar la vida. Jesús sube a una barca y busca un lugar solitario. Necesita apartarse de la orilla, hablar con su Padre en intimidad, llorar, contarle, descansar en Él, poner la cabeza en su pecho, darse tiempo para perdonar y para sufrir. Ya no está el amigo más fiel, el que dio su vida por abrirle camino, el que generosamente animó a sus discípulos a abandonarlo y seguirle a Él, el que no pudo ser discípulo suyo. Jesús siente que sin Juan está más solo. Se aleja en la barca, para estar un rato en soledad, quizás fondearía en un sitio apartado o navegaría hacia lo más profundo. En ese lago que para él era familiar. Me gusta ver a Jesús en silencio, solo, meditando, buscando. Me gusta imaginarme sus diálogos profundos con su Padre. ¿Qué sucedería en esa oración? ¿Cómo rezaría Jesús? Le hablaría al Padre de su impotencia, de su dolor, daría gracias por la vida de Juan, lloraría porque lo amaba y duele seguir caminando sin que él esté. Busca a su Padre en cuanto se entera de lo que ha pasado. Se quedaría callado, en silencio, escuchando. Pediría por la paz en un mundo violento. Esta actitud de Jesús es una invitación para este mes de agosto. Jesús se retira a orar, busca la soledad. Ojalá en estos días de verano podamos encontrar momentos de descanso, de paz, de oración. Es necesario mirar el curso terminado y buscar las huellas de Dios en nuestra vida. Dios nos cuida en el camino. Dios sale a nuestro encuentro. Queremos agradecerle su cariño y cercanía. Queremos colocar en sus manos nuestros dolores y frustraciones. Queremos dejar que sea Él el que nos sostenga. Es bueno alejarnos de la orilla del curso, para tener momentos en que nuestra alma descanse en Dios, en que podamos estar a ratos en silencio, a ratos contándole lo que nos pesa y nos alegra, nuestras pérdidas y nuestros sueños. Ojala encontremos, como Jesús, un lugar donde estemos en paz de forma especial. Quizás caminando, o ante una imagen, o en el mar, o en la montaña. En nuestra vida nos faltan lugares solitarios. Las demandas de nuestra familia, del trabajo, de los compromisos. No tenemos espacios para la soledad. Jesús sintió pena. No hay nada que yo pueda sentir que Él no comprenda porque lo vivió. Una persona escribía en un momento de dolor y turbación: «En toda esta tristeza y mucha confusión sé con certeza que Dios me acompaña. Jesús sale a correr conmigo, María me abraza cada noche y me ayuda a dormir, el Espíritu Santo me regala claridad para seguir viendo que me quiere, que muchos me quieren y que yo también soy importante para otros. Sigo viendo que soy preciosa ante Él, con todo. Con mi búsqueda, con mi dolor intenso y con mi amor para los demás. Quiero mirar más allá de mi dolor. Mirar a otros sin ningún interés de saciar nada mío. Y a la vez recibir mucho amor inesperado y ver cómo otros ven y tocan mi dolor. Sé que me quieren así y eso es muy bueno. Me siento muy pequeña». A veces experimentamos la soledad y el dolor. Vemos que nuestra sed es infinita y nada la calma. No encontramos el descanso que el corazón desea. Son momentos de turbación en los que quisiéramos tocar el cielo con las manos y caemos torpemente. Quisiéramos vivir sólo en Dios y descansar a su lado. Dios nos espera, desea que depositemos en sus manos lo que nos inquieta. El Santuario, allí donde renovamos cada día nuestra alianza con María, es nuestro lugar de descanso. Allí volvemos cada vez que estamos turbados. Allí dejamos el dolor del alma, nuestros miedos y dudas.
Jesús percibía la soledad del hombre y su dolor:«Vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos». Se da cuenta del vacío del corazón. A nosotros nos cuesta ver qué necesita el que está a nuestro lado. Muchos han seguido a Jesús, lo han buscado porque tenían hambre. Porque necesitaban ser sanados, porque estaban desconsolados. Tenían hambre de eternidad. Querían pan, querían salud, buscaban consuelo. Jesús cambia su plan por ellos. Deja de rezar y sana a los enfermos, les habla de su Padre. ¡Qué profundamente humano es! Jesús deja su rato de paz, su espacio, su momento, porque los demás lo necesitan. No se cierra egoístamente en su necesidad. Siente lástima de ellos. Se olvida de su dolor al ver el dolor de los hombres. Ellos no se han dado cuenta del suyo. No han comprendido la pérdida de su primo y lo que significaba para Él. No piensan en lo que Él siente. ¡Cuántas veces nosotros miramos nuestra necesidad y no somos capaces de mirar al otro, lo que le sucede, lo que mueve su corazón! Sí, somos egoístas. Exigimos sin ser capaces de ponernos en el lugar del otro. Jesús sí lo hace. Su compasión, su misericordia, su comprensión, nos hablan de un Dios que se abaja cada día y toca mi corazón doliéndole lo mío, alegrándose con lo mío. Es una lección para mi vida. Cuando pongo límites, cuando pongo barreras, cuando me cierro en lo que me agobia, el único camino es salir de mí mismo. ¡Qué bien nos hace volcarnos con el que sufre para que nuestro dolor deje de ser importante! El otro día leía: «Pensar en el otro cuando se está sufriendo no puede calificarse más que de heroico»[ 6]. Es verdad.Cuando nos detenemos ante el que sufre, desde nuestro propio dolor, damos un salto audaz, valiente, un salto de santidad. Así es el amor de Jesús, un amor sin medida. Nuestro amor lo calcula todo. ¡Ojalá Jesús modele mi corazón a imagen del suyo! ¡Ojalá logre que mis sentimientos sean los suyos! Que su amor me abra a la necesidad del otro y lo mire con inmensa compasión, con ternura, cargando sus dolencias. Así fue Jesús hasta la cruz. Consoló a todos desde el mismo camino al Calvario. No se cerró en su carne como nosotros hacemos. Se donó, se partió y su vida fue fuente de amor para muchos.
La multiplicación de los panes y los peces es una llamada a la esperanza: «Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños».Mateo 14, 13-21. Dios se conmueve, se acerca, toca, toma lo nuestro, nos pide nuestros panes y peces, lo poco que tenemos, los bendice, los parte y los entrega. ¿Por qué hizo el milagro Jesús? Nadie lo había pedido. Además eran muchos. Al día siguiente el hambre iba a seguir exactamente igual. No les solucionó la vida. ¿Lo hizo para demostrar su poder? ¿Para demostrar que era Dios y lo podía todo? ¿Para que creyesen? Es un milagro un poco ineficaz. Dar de comer, cuando el hambre de pan es algo pasajero, tiene poco sentido. La curación de una enfermedad salva la vida a una persona o se la cambia. Pero, ¿multiplicar el pan? ¿No sería mejor pedir que nunca más tuviesen hambre? ¿O multiplicar el pan todos los días de su vida? ¿Acaso no era Dios? ¿No le pedimos esas cosas mágicas a Dios todos los días? Jesús no buscaba la eficacia, ni tampoco mostrar su poder. Jesús lo hizo por compasión. Porque sintió lástima al verlos. Porque no pudo dejarles ir con hambre a sus casas. Así de sencillo y así de grande. Se conmovió sin que nadie le pidiese nada. No pretendía quitarles el hambre para siempre. No quería que le siguieran porque había saciado su necesidad. ¡Qué bonito dar por misericordia, sin un plan de eficacia bien trazado, sin esperar nada! Dar más de lo que nos piden. Eso hace grande al ser humano. Eso es algo que ensancha el corazón y llena de alegría al que da y al que recibe. Y el resultado es que sobra. El milagro lo hicieron todos juntos. Fue necesario buscar a Jesús. Ponerse en camino y arriesgarse a no comer ese día. Fue necesario dar lo poco que tenían y confiar en Él, en su misericordia. Se arriesgaban a quedarse sin nada. Las cuentas no salían, eran muchos. Jesús sabía todo eso y lo valoraba con cariño. Se alegra con los pocos panes y peces. Hoy escuchamos en el salmo: «Abres Tú la mano, Señor, y nos sacias de favores. El Señor es clemente y misericordioso».Sal 144, 8-9. Su acción supera nuestra entrega. Damos poco, recibimos mucho a cambio. Nos entregamos con generosidad y Él hace fecunda la entrega.
El milagro de la multiplicación de los panes y peces nos lleva a crecer en la confianza de los niños. En el Evangelio de Juan es un muchacho el que tiene en su poder los panes y los peces: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pescados». Es bonito pensar que sólo era un muchacho. Los niños siempre confían. Parecía ridículo ofrecer tan poco para alimentar a tantos. Pero el muchacho cree. Y Dios hace milagros con nuestra nada y nuestra fe. Jesús en su vida es el ejemplo claro de esa confianza filial. El otro día leía:«Su más alta dignidad, la que nos lleva a su divinidad, no consiste finalmente en un poder que Él habría usado: se funda sobre su ser orientado hacia el otro: Dios, el Padre. El exegeta alemán Joachim Jeremías dice muy bien que ser niño, en el sentido de Jesús, significa aprender a decir ‘Padre’»[ 7]. Es una clara invitación a ser más niños y confiados. Queremos confiar más en el poder de Dios. Cuando somos capaces de abandonarnos, dejamos de temer el fracaso. Es su corazón abierto el que nos calma y sacia la sed de eternidad que padecemos. Colma esa hambre que nada puede calmar. Queremos aprender a confiar. Para eso tenemos que ser más niños. El P. Kentenich decía: «En nuestro tiempo existen muchas personas que al repasar sus vidas toman conciencia de su infancia espiritual no desarrollada. Si bien todos tuvimos padre y madre, paradójicamente muy pocos los tuvimos realmente»[ 8]. Necesitamos volver a ser niños. Necesitamos encontrar padres y madres que nos ayuden a abandonarnos en los brazos de Dios. El otro día leía: «En una ocasión, un niño muy pequeño hacía grandes esfuerzos por levantar un objeto muy pesado. Su padre, al ver la lucha tan desigual que sostenía su hijo, le preguntó: - ¿Estás usando todas tus fuerzas? - ¡Claro que sí! -contestó malhumorado el pequeño. - No es cierto –le respondió su padre- no me has pedido que te ayude». Una infancia espiritual pasa por vivir como hijos confiados que piden ayuda y confían. Experimentan su debilidad y tienden los brazos a lo alto. Esa confianza cuesta mucho. Queremos tener el control de nuestra vida y no dejar que nadie nos gobierne. No queremos perder nuestra autonomía. Hoy los discípulos piden ayuda y confían en el poder de Jesús. Dudan porque no tienen casi nada para tanta gente. Pero al final confían y se ponen en camino. Nosotros también dudamos y nos cuesta volver la mirada hacia Dios. Comentaba una persona: «Me siento sola y cansada. Sólo cuando desfallezco es cuando de verdad miro al cielo. Dios se ha tomado en serio educarme en la pobreza. En todo siento que sola no puedo, que necesito a los demás. Quiero aprender a ser pobre y amar mi pobreza. Siento que sólo así podré amar la pobreza de las personas que quiero para que sea Cristo quien me haga ver sus riquezas». Una pobreza que nos hace niños necesitados y confiados. Aceptando nuestra fragilidad como un trampolín hacia lo alto.
Vivimos en un mundo de hombres que no se sienten hijos. Faltan padres y madres que les devuelvan a los hombres la seguridad de saberse amados por un Dios que los quiere con locura. Por eso nos parece tan importante cuidar nuestras familias como un tesoro. Decía el P. Kentenich: «La sanación del mundo presupone la sanación de la familia. Vivimos enun tiempo sin padres porque la familia se ha quedado sin padre»[ 9]. Familias sin padres. Sin la seguridad que dan los padres. Sin el anclaje en un padre humano no es tan sencillo anclar el corazón en el corazón de Dios Padre. No podemos ser niños de verdad, niños confiados en las manos de Dios, si no tenemos un hogar en el que descansar y echar raíces, un lugar en el que poder darnos como somos, sin miedo al rechazo, con alegría. Hoy faltan hogares. Añadía el P. Kentenich: «La vida actual hace del hombre un ser vagabundo. No le permite echar raíces en un lugar determinado»[ 10]. El otro día una persona decía con dolor que no se sentía de ninguna parte. Cuando no tenemos hogar no descansamos. Mendigamos amor. Deseamos lo que otros tienen. Nos comparamos. Deseamos un futuro que no llega. No encontramos el rumbo ni la paz. Decía el Cardenal Nguyen Van Thuan:«La familia es un hogar que irradia luz y calor a todos. Cuando todas las familias sean fuente de luz, este mundo será una única gran familia llena de luz y de esperanza». Anhelamos esa imagen ideal. Un mundo que sea familia, que sea hogar. Para eso es necesario formar familias abiertas, sanas, santas, llenas de Dios, donde cada uno tenga su lugar, donde haya un lugar de verdad para cada uno. Una familia que eduque en los vínculos, como explicaba el P. Kentenich: «»[ 11]. En este tiempo de familia, de descanso, queremos cuidar nuestros vínculos, nuestros amores. Vivir los unos en los otros, unidos espiritualmente. Que el tiempo libre nos permita amar más y mejor a los nuestros.
Estar espiritualmente uno en el otro, para el otro y con el otro. Una comunión entre las personas que no se satisface con un mero estar uno junto al otro. Hay dos corazones y un solo latido. Vivimos en una época de total disolución de todas las vinculaciones del alma
Estar espiritualmente uno en el otro, para el otro y con el otro. Una comunión entre las personas que no se satisface con un mero estar uno junto al otro. Hay dos corazones y un solo latido. Vivimos en una época de total disolución de todas las vinculaciones del alma
Jesús nos pide hoy que demos nosotros de comer a los que tienen hambre: « No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer. Ellos le replicaron: - Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces. Les dijo: Traédmelos». Jesús nos pide que hagamos lo mismo que Él. Nos necesita. Cuenta con los discípulos y cuenta con nosotros. Jesús no se desentiende del hambre de los hombres. Por eso invita a los apóstoles a actuar, cuando ellos querían que fueran a sus casas y saciaran allí el hambre. Jesús les pide lo imposible, les pide que pongan todo a disposición, que no se guarden nada. Mis panes y mis peces, que a mí me parece tan poco, para Él tienen un valor único. Ellos sólo tenían cinco panes y dos peces. No era nada para tantos. La desproporción entre lo que tenemos y lo que nos haría falta nos desalienta muchas veces. Quisiéramos tener más para poder dar más. Y como tenemos tan poco, no damos nada. Jesús nos necesita, porque sin nosotros no puede hacer nada. No puede dar de comer a otros. Si me doy, si doy lo que tengo, aún siendo poco, mi vida se multiplica, aunque no siempre sepa verlo. Dios cuenta con nosotros para saciar el hambre del mundo, para saciar el hambre del que está a nuestro lado. Ese gesto de Jesús, en el que alza la mirada al cielo, bendice, parte y da el pan, es el mismo gesto por el que lo reconocen en Emaús los discípulos. Al repetir ese gesto saben que es Él. Hoy Jesús, por amor, parte el pan y lo da. En la última cena se partirá Él con ese mismo amor hasta el extremo. Jesús necesita que yo repita ese mismo gesto toda mi vida. Quiere que no me canse de partir el pan, de partirme en el pan, de abrir mi corazón y dejarme el alma a jirones por los caminos. Decía la Madre Teresa: «». Jesús sólo me pide lo que soy, mis dones y mi pobreza, mi vida tal cual es, mi corazón, mi pequeñez, mis pequeñas cosas. No me pide aquello que no tengo. En la vida vemos que hay hambre a nuestro alrededor. Tantas personas sin rumbo, sin esperanza. Hay mucha soledad y falta amor. Hay hambre. Un hambre que no se sacia de cualquier manera. Y sólo tenemos unos pocos panes y peces. No podemos saciar toda el hambre del mundo. No podemos acabar con toda la miseria que existe, con tanta necesidad económica. Pero Jesús nos pide que actuemos, que no nos quedemos quietos sin hacer nada. El mundo en el que vivimos nos lleva a pensar sólo en nuestras necesidades y a olvidarnos de los que tienen menos. Podemos cerrar nuestras entrañas al clamor del hombre que tiene necesidad. Hoy la llamada de Jesús vuelve a ser acuciante. Quiere que les demos de comer con nuestros bienes, con lo poco que tengamos. Decía Juan Pablo II hace 25 años en Santiago: «Si de veras deseáis servir a vuestros hermanos, dejad que Cristo reine en vuestros corazones, que os ayude a discernir y crecer en el dominio de vosotros mismos, que os fortalezca en las virtudes, que os llene sobre todo de su caridad, que os lleve por el camino que conduce a la ‘condición del hombre perfecto’. ¡No tengáis miedo a ser santos! Esta es la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cf. Gál 5, 1)». Queremos servir y aprender a servir. Queremos ser santos. Nos asustamos ante la misión tan inmensa que se nos presenta. Sólo unos pocos panes y peces. Dudamos. Juan Pablo II nos invitaba hace muchos años a no tener miedo, a aspirar a lo alto. Esa llamada sigue siendo hoy muy real. Hacen falta santos. Hombres entregados por amor. Hombres que den su vida sin miedo. No tengamos miedo a dar la vida. No tengamos miedo a equivocarnos y a fallar.En esta vida no podemos hacer grandes cosas. Sólo podemos hacer pequeñas cosas con un gran cariño
[1] Seré Prince Halverson, Cuando tú no estés, 240
[2] J. Kentenich, Semana de octubre de 1951
[3] J. Kentenich, Semana de octubre de 1951
[4] Anthony de Mello, Buscar a Dios en todas partes, 89
[5] J. Kentenich, Jornada pedagógica 1950 , pedagogía para educadores católicos
[6] Pablo D´Ors, Sendino se muere, 41
[7] Joseph Ratzinger. Papa emérito Benedicto XVI (1927-)
[8] J. Kentenich, Niños ante Dios, 83
[9] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
[10] J. Kentenich, Jornada pedagógica 1950 , Pedagogía para educadores católicos
[11] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
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