XVI Domingo Tiempo Ordinario
por Al partir el pan
Sabiduría 12, 13. 16-19; Romanos 8, 26-27; Mateo 13, 24-43
«Al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega»
20 Julio 2014 P. Carlos Padilla Esteban
«Aquí ponemos piedras, levantamos torres, abrimos caminos, elevamos puentes. Nos esforzamos, no nos conformamos con el mínimo»
«Aquí ponemos piedras, levantamos torres, abrimos caminos, elevamos puentes. Nos esforzamos, no nos conformamos con el mínimo»
Las parábolas son imágenes. Referencias a la realidad para hablar del mundo de Dios. Jesús predicaba el Evangelio en forma de parábolas, tomando ejemplos de la naturaleza, de lo cotidiano. Jesús hablaba de esta forma para hacer entender a los que le escuchaban las verdades más profundas de la vida: «Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada». Jesús sólo hablaba con imágenes para que le entendieran. Se acerca a nosotros, se abaja para que comprendamos la fuerza de su amor, el sentido de nuestra vida. A veces nosotros hablamos en un lenguaje que los demás no entienden. Nos vamos por las nubes, nos quedamos en las teorías, nos centramos en lo que nos ocurre a nosotros y no sabemos dar respuesta a los interrogantes que el hombre de hoy tiene. Como sacerdotes nos puede pasar que hablemos de verdades, volvamos a lugares comunes, profundicemos en realidades muy importantes para la fe, pero pasemos de largo por la vida, por lo que de verdad importa. Puede ocurrir que toquemos muchos temas, menos aquellos que inquietan el corazón del hombre. Que no hablemos un lenguaje conocido y no nos adentremos en sus dudas y miedos. Puede ser que no usemos sus ejemplos, lo que les mueve por dentro y nos quedemos en reflexiones de despacho, en elucubraciones fascinantes. Puede que no escuchemos de verdad y no estemos atentos a sus deseos más íntimos. A los cristianos nos puede faltar esa sensibilidad para, recurriendo a los ejemplos de la vida cotidiana, hablar de lo importante y dar respuestas a las preguntas que el corazón se hace. Decía el P. Kentenich que tenemos que palpar a Dios en la vida, en los acontecimientos cotidianos, en el paso suave o confuso de Dios a nuestro lado. Por eso comentaba que tenemos que estar abiertos a la vida: «Juan XXIII proclamó: abrid las puertas y las ventanas. Porque Dios habla a través de todas las circunstancias y de los cambios que se dan fuera de la Iglesia»[1]. Dios habla en la vida de hoy. No cerremos las ventanas por miedo a lo que pueda entrar. Dios nos muestra su voluntad a través de lo aparentemente menos importante. Porque de todas las cosas podemos sacar una enseñanza. Jesús, si estuviera aquí hoy, utilizaría el fútbol como imagen para enseñarnos algo de la vida. Después de un mes de tanto fútbol con el Mundial hay muchas imágenes que hablan de la vida. Decepciones y alegrías, frustraciones y desprecio, hastío y cansancio. El fútbol mueve pasiones. Despierta alegrías y tristezas. Amores incondicionales o violencia. Aleja y acerca, une y separa. El fútbol no nos deja indiferentes. Competir, luchar por la victoria, ganar o perder.
Son muchas las cosas que podría enseñarnos Jesús si se sirviera del fútbol como parábola. El fútbol es un deporte de equipo. Todos tienen un lugar. Importa más trabajar por el todo que buscar la propia gloria. Un equipo puede tener muchas estrellas, pero, si no se trabaja por el todo, el valor de las estrellas se puede perder. Trabajar en equipo exige renuncia, sacrificio, humildad. Exige renunciar al propio beneficio si eso redunda en beneficio de todos. Nada se consigue sin contar con los demás. Solos no podemos. Decía el Papa Francisco en su Exhortación: «Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha elegido y convocado es la Iglesia». Todos son importantes en el grupo. Si yo no aporto lo mío, lo que sé hacer bien, los demás se pierden algo. No es fácil. Porque podemos guardarnos y dejar que otros aporten. Podemos reservarnos y dejar que otros se esfuercen. Todos somos necesarios. Por eso, cuando perdemos, perdemos todos. Y cuando ganamos, ganamos todos. Es la comunión por alcanzar el fin soñado. Sí, el fútbol habla de la vida y nos muestra las cosas importantes. Caminamos unidos, estamos entrelazados en esta vida. Jugamos en equipo, nos necesitamos los unos a los otros, necesitamos personas que nos ayuden a descubrir nuestro lugar en el campo, que confíen y crean en lo que podemos hacer cuando saltamos a jugar. Nuestro aporte es fundamental. El aporte de todos construye. Además, el fútbol nos enseña que en la vida las derrotas y las victorias son pasajeras. Una línea muy delgada separa el éxito del fracaso. Un segundo, un error, algo de suerte, un milagro. Decía un entrenador: «Muchas veces nos enseñan que ganar es todo, lo más importante, lo único. Yo el primero. Pero la gente que te apoya te hace ver que no sólo existe esta parte del fútbol. Existe la otra, donde el partido no merece ni una lágrima, porque cuando en la vida se da todo, se puede ganar, se puede perder, pero importa menos. Podemos perder con la tranquilidad de haberlo dado todo. Es la vida, en un momento lo tienes todo y, de repente, no tienes nada». Como en muchas cosas en la vida el final no es lo más importante. Aprender a vivir significa valorar el momento, la etapa del camino y ver que no es todo ganar. Porque en un momento todo puede cambiar. Se puede perder lo que estaba al alcance de la mano. Lo que de verdad importa es entregarlo todo en cada paso, dar la vida en el campo, aunque al final perdamos. Es cierto que duele perder, pero también nos hace más fuertes y más maduros. Después de la derrota sólo nos queda una cosa por hacer: levantar la cabeza y caminar de nuevo. Luchar otra vez hasta el final aunque no lo logremos de nuevo. Mirar la próxima meta y anhelar lo imposible. Y creer, sí, siempre creer que es posible. Sí, es como la vida misma. Jesús, hablando de fútbol, hubiera hablado del juego limpio, evitando la violencia. Hubiera resaltado la honestidad para decir siempre la verdad, sin fingir ni mentir con gestos, tratando de engañar al árbitro. Hubiera ensalzado al que trata con respeto al contrario, al que no insulta ni agrede, al que no ridiculiza ni se ríe del mal ajeno, al que admira al contrario antes y después del partido. Hubiera elogiado al futbolista que aceptara la misión oculta de construir sin ser el más destacado, sin ocupar al final los titulares de prensa. Destacaría la labor del buen entrenador. De aquel que sabe sacar lo mejor de los suyos y logra explotar todo su potencial, como un verdadero padre. Conociendo sus límites, soñando sus posibilidades, queriéndolos en su misión. Sin humillar al que falla. Alentándolo a seguir y confiando de nuevo en sus capacidades. Elogiaría Jesús al entrenador que uniera el vestuario, creara puentes, acogiera a todos, supiera poner a cada uno en su lugar, y aclarara siempre que ninguno es imprescindible en la alineación inicial, pero todos son fundamentales a lo largo de la temporada. Alabaría al entrenador que asumiera las culpas en las derrotas y no atacara a los suyos exculpándose siempre. Un entrenador capaz de unir, de integrar, de sacar lo mejor de cada uno. Alabaría el fútbol como un juego, en el que uno se divierte y lo da todo. Pero un juego que se toma en serio, como la vida misma. Hay partidos amistosos, entrenamientos, partidos poco importantes y partidos vitales. Luego hay esos partidos que sólo se juegan una vez en la vida. Donde se decide todo. Ahora o nunca. Sí, de esos partidos hay algunos en la vida. Son momentos en los que la decisión que tomemos, aunque sea difícil y dolorosa, puede cambiarlo todo. Ahora o nunca. En la vida, como en el fútbol, hay que aprender a vivir. Eso es lo que hace bonita la vida y el fútbol. Porque en la vida, sí, como en el fútbol, nuestro trabajo muchas veces no obtiene éxito, pero no importa, nos levantamos y seguimos luchando. Merece la pena el esfuerzo y darlo todo. A veces la mala suerte, los errores, las lesiones, pueden truncar nuestros deseos. Pero no es el final de nada. Porque este partido de la vida se juega para siempre.
Son muchas las cosas que podría enseñarnos Jesús si se sirviera del fútbol como parábola. El fútbol es un deporte de equipo. Todos tienen un lugar. Importa más trabajar por el todo que buscar la propia gloria. Un equipo puede tener muchas estrellas, pero, si no se trabaja por el todo, el valor de las estrellas se puede perder. Trabajar en equipo exige renuncia, sacrificio, humildad. Exige renunciar al propio beneficio si eso redunda en beneficio de todos. Nada se consigue sin contar con los demás. Solos no podemos. Decía el Papa Francisco en su Exhortación: «Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha elegido y convocado es la Iglesia». Todos son importantes en el grupo. Si yo no aporto lo mío, lo que sé hacer bien, los demás se pierden algo. No es fácil. Porque podemos guardarnos y dejar que otros aporten. Podemos reservarnos y dejar que otros se esfuercen. Todos somos necesarios. Por eso, cuando perdemos, perdemos todos. Y cuando ganamos, ganamos todos. Es la comunión por alcanzar el fin soñado. Sí, el fútbol habla de la vida y nos muestra las cosas importantes. Caminamos unidos, estamos entrelazados en esta vida. Jugamos en equipo, nos necesitamos los unos a los otros, necesitamos personas que nos ayuden a descubrir nuestro lugar en el campo, que confíen y crean en lo que podemos hacer cuando saltamos a jugar. Nuestro aporte es fundamental. El aporte de todos construye. Además, el fútbol nos enseña que en la vida las derrotas y las victorias son pasajeras. Una línea muy delgada separa el éxito del fracaso. Un segundo, un error, algo de suerte, un milagro. Decía un entrenador: «Muchas veces nos enseñan que ganar es todo, lo más importante, lo único. Yo el primero. Pero la gente que te apoya te hace ver que no sólo existe esta parte del fútbol. Existe la otra, donde el partido no merece ni una lágrima, porque cuando en la vida se da todo, se puede ganar, se puede perder, pero importa menos. Podemos perder con la tranquilidad de haberlo dado todo. Es la vida, en un momento lo tienes todo y, de repente, no tienes nada». Como en muchas cosas en la vida el final no es lo más importante. Aprender a vivir significa valorar el momento, la etapa del camino y ver que no es todo ganar. Porque en un momento todo puede cambiar. Se puede perder lo que estaba al alcance de la mano. Lo que de verdad importa es entregarlo todo en cada paso, dar la vida en el campo, aunque al final perdamos. Es cierto que duele perder, pero también nos hace más fuertes y más maduros. Después de la derrota sólo nos queda una cosa por hacer: levantar la cabeza y caminar de nuevo. Luchar otra vez hasta el final aunque no lo logremos de nuevo. Mirar la próxima meta y anhelar lo imposible. Y creer, sí, siempre creer que es posible. Sí, es como la vida misma. Jesús, hablando de fútbol, hubiera hablado del juego limpio, evitando la violencia. Hubiera resaltado la honestidad para decir siempre la verdad, sin fingir ni mentir con gestos, tratando de engañar al árbitro. Hubiera ensalzado al que trata con respeto al contrario, al que no insulta ni agrede, al que no ridiculiza ni se ríe del mal ajeno, al que admira al contrario antes y después del partido. Hubiera elogiado al futbolista que aceptara la misión oculta de construir sin ser el más destacado, sin ocupar al final los titulares de prensa. Destacaría la labor del buen entrenador. De aquel que sabe sacar lo mejor de los suyos y logra explotar todo su potencial, como un verdadero padre. Conociendo sus límites, soñando sus posibilidades, queriéndolos en su misión. Sin humillar al que falla. Alentándolo a seguir y confiando de nuevo en sus capacidades. Elogiaría Jesús al entrenador que uniera el vestuario, creara puentes, acogiera a todos, supiera poner a cada uno en su lugar, y aclarara siempre que ninguno es imprescindible en la alineación inicial, pero todos son fundamentales a lo largo de la temporada. Alabaría al entrenador que asumiera las culpas en las derrotas y no atacara a los suyos exculpándose siempre. Un entrenador capaz de unir, de integrar, de sacar lo mejor de cada uno. Alabaría el fútbol como un juego, en el que uno se divierte y lo da todo. Pero un juego que se toma en serio, como la vida misma. Hay partidos amistosos, entrenamientos, partidos poco importantes y partidos vitales. Luego hay esos partidos que sólo se juegan una vez en la vida. Donde se decide todo. Ahora o nunca. Sí, de esos partidos hay algunos en la vida. Son momentos en los que la decisión que tomemos, aunque sea difícil y dolorosa, puede cambiarlo todo. Ahora o nunca. En la vida, como en el fútbol, hay que aprender a vivir. Eso es lo que hace bonita la vida y el fútbol. Porque en la vida, sí, como en el fútbol, nuestro trabajo muchas veces no obtiene éxito, pero no importa, nos levantamos y seguimos luchando. Merece la pena el esfuerzo y darlo todo. A veces la mala suerte, los errores, las lesiones, pueden truncar nuestros deseos. Pero no es el final de nada. Porque este partido de la vida se juega para siempre.
En el camino de la vida ponemos piedras, levantamos torres, abrimos caminos, elevamos puentes, horadamos túneles. Nos esforzamos, entrenamos, no nos conformamos con el mínimo. Nos vinculamos a las personas, a las cosas, a la vida. Echamos raíces, amamos, nos vinculamos, sembramos semillas, jugamos el partido de la vida con pasión. Disfrutamos del presente y nos vinculamos forjando vínculos profundos, como decía el P. Kentenich: «Podemos y debemos querer afectuosamente a seres humanos. Es tan importante hoy en día que seamos sanos. Las cosas no tienen sólo la tarea de vincularnos a ellas mismas, sino también de conducirnos a Dios. Sólo entonces cumplo con el sentido de las cosas. Debemos vincularnos de forma sana, no esclavizarnos. Deben ser peldaños sanos para llegar a Dios». Pero no nos hacemos esclavos del mundo, de la fama y del prestigio, de la salud y los años, de la vanidad que pasa, de las cosas que nos ayudan a vivir, del día concreto que es un regalo. Nos vinculamos sanamente, porque hacen mucha falta personas sanas. Por eso no nos vamos del mundo, no huimos de la cizaña y amamos el trigo. Vivimos con libertad en medio de los hombres. Sabemos que hay bien y mal, trigo y cizaña. Amamos al mundo, la vida, las personas, las cosas. Disfrutamos sin miedo de lo que se nos regala. Y anhelamos una creación liberada y plena, para siempre, infinita. Echamos raíces sin miedo a amar. Porque nos sabemos amados por Dios. Aunque a veces se nos olvida su amor. Se nos olvida lo que decía una persona: «Entiendo cómo debe sentirse Dios tantas veces que nos grita a cada uno lo mismo, que no nos juzga, que no pasa nada que tengamos que justificar, que Él lo sabe y nos quiere igual, nos quiere más aún». Nuestro juicio sobre nosotros mismos es peor que el de Dios. La imagen que tenemos de nuestra vida es peor que la suya. Él, que conoce nuestras caídas, debilidades y carencias. Él, que no nos juzga, nos quiere con locura y le encanta como somos. Nos ama sin condiciones. Nos ha soñado y está enamorado de nuestra belleza.
Hoy Jesús nos habla de la semilla buena y de la cizaña. El Reino de Dios es esa semilla buena que crece al lado de la cizaña: «El Reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: - Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña? Él les dijo: - Un enemigo lo ha hecho. Los criados le preguntaron: - ¿Quieres que vayamos a recogerla? Pero él les respondió: - No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega». Siempre me ha impresionado esta respuesta. Alguna vez me ha tocado arrancar la mala hierba para impedir que ahogara a las otras plantas buenas en el jardín. Lo hacía con conciencia de misión y no me planteaba dejar que creciera la cizaña al lado de la planta buena sin quitarla. La cizaña es esa hierba mala que todo lo envenena. Mi primera inclinación es arrancarla en cuanto la veo y acabar de una vez por todas con ella. Me da miedo que la vida verdadera muera sin hacer yo algo por impedirlo. No me parece tan fácil la respuesta de Jesús que deja a las dos crecer al mismo tiempo. ¿Y si por culpa de la cizaña se ahoga la semilla buena? ¿Y si nuestra omisión trae consigo la muerte? En la vida la cizaña es todo aquello que significa obstáculo, pecado, vicio. Es aquello que me impide avanzar en mi camino e impide que crezca el Reino de Dios con fuerza. La cizaña tiene múltiples rostros y caretas: el odio, la calumnia, la división, el engaño, la injusticia, el fraude. Cizaña es toda forma de egoísmo y de soberbia. Son nuestras propias pasiones desordenadas, que nos llevan a realizar lo que no queremos hacer. Cizaña es la intriga, la maledicencia, la mentira, el escándalo. ¡Cuánta cizaña hay en nuestro propio corazón! Vemos semillas buenas que quieren crecer. Vemos también la cizaña que me tienta y no me deja avanzar. Son esas zarzas que ahogan la semilla y le quitan la luz y el aire. Esas rocas que no nos dejan echar raíces hondas. Decía el P. Kentenich: « ¿No giramos demasiado en torno de nuestro propio y mezquino yo? ¿No nos hemos colocado a nosotros mismos como eje y punto central? ¿Quién es el que debe ocupar ese lugar? ¡El Padre del Cielo!»[2]. La cizaña nos vuelve egoístas, nos centra en nuestro deseo, nos aleja de los hombres. Nuestro pecado nos hace buscar egoístamente nuestra propia felicidad, querer satisfacer inmediatamente nuestros deseos. Por eso, al pensar en nuestra vida, nos gustaría acabar ya con esos pecados que son cizaña, que ahogan las plantas del alma y no nos dejan ser algo más de Dios. El otro día una persona me comentaba su frustración al ver una y otra vez el mismo pecado en su examen de conciencia. ¡Cómo avanzar si seguimos siempre igual! Es la tentación del perfeccionismo, de la pureza extrema, de pensar que sólo seremos santos cuando dejemos de pecar y erradiquemos toda cizaña del alma. Es la tentación de pensar que seremos más felices cuando no pequemos siempre de lo mismo, cuando superemos esa cizaña que nos ahoga. ¿Cuál es la cizaña que tiene más fuerza en mi corazón? Jesús nos propone algo muy difícil, aparentemente casi imposible. Nos invita a tolerar vivir con la cizaña, dejando que crezca a la vez que la semilla buena. ¡Pero si queremos acabar con ella inmediatamente! Nuestra reacción es la de los hombres que se acercan a pedir permiso para sacarla. Jesús nos pide paciencia con nuestra propia maldad. No es fácil. Somos impacientes.
Queremos ver resultados inmediatos. Nos cuesta aceptar que la cizaña siga viva junto con los pequeños logros que vamos obteniendo. Esto nos ocurre al pensar en nuestra autoeducación. A través de nuestra alianza de amor con María nos ponemos en sus manos y dejamos que Ella nos eduque. María no arranca toda la cizaña. ¡Ojalá lo hiciera!, pensamos. Decía el P. Kentenich: «No pasemos por alto que ser ‘otra María’ es la ilustración clásica de lo que significa ser otro Cristo. Ella ha sido modelada por Cristo y a su vez es modeladora de Cristo. No perdamos de vista a Cristo tal como Él ha cobrado forma y figura en su Santísima Madre»[3]. Miramos a María porque queremos ser otros Cristos. Ella engendra a Cristo en el alma. Es cierto que el camino de la autoeducación dura toda la vida. Es un camino largo y bonito. Vamos viendo avances y constatamos retrocesos. A veces creemos en la victoria final, en otras ocasiones vemos cerca el fracaso. Pero aprendemos a vivir con la cizaña, sin miedo, sin tensión. Es aceptar que somos débiles y pecadores. Comprobar una y otra vez nuestra torpeza y ver cómo se mantiene vivo el pecado. ¡Ojalá fuéramos perfectos!, gritamos. La vida nos enseña a vivir en presente. Es el camino en el que aprendemos de nuestros errores y aceptamos que no podemos hacerlo todo bien. La vida nos enseña que el crecimiento es lento, que hay retrocesos y que la cizaña permanece junto a la buena semilla. Eso sí, siempre corremos el peligro de relajarnos y dejarnos estar. Decía Ramón Gómez de la Serna: «Conservamos muchas imágenes de monos, no para que el hombre vea de quién desciende, sino hasta dónde puede descender». Podemos descender. La semilla puede frustrar su futuro. Podemos perder las posiciones conquistadas. Nuestros sueños pueden quedarse en un árbol truncado, pequeño, frágil. El camino del descenso es posible cuando nos relajamos, cuando nos confiamos. Es cierto que la imagen de la cizaña puede llevarnos a un cierto relajamiento. Como si pensáramos: no podemos hacer nada. Pero no es así. Tenemos que luchar. Dejar que la cizaña crezca con el trigo no significa abandonar nuestro esfuerzo por avanzar. Convivir con la cizaña es comprender que el camino es largo y que hay cizaña con la que tenemos que convivir. No por ello dejamos de luchar y aspirar a ser mejores en todos los aspectos de nuestra vida.
A veces pensamos que Dios se aleja de nosotros, que le decepcionamos cuando tomamos opciones que no son las que Él quiere. Cuando dejamos crecer otras cosas en nuestro corazón que ahogan ese trigo, su semilla, su voz. Pensamos que se enfada, y no nos atrevemos a mirarlo. Tenemos una imagen de Dios muy rígida. Pensamos que tiene un plan y que si no lo cumplimos, se aleja de nosotros. Pensamos: «No hay solución, me confundí, hice lo que Él no quería, por fragilidad, por egoísmo, por comodidad o por torpeza y ya estoy en otro camino, sin Él». Pero Dios no es así. Él sueña conmigo cada día, pase lo que pase confía siempre, viene a mi campo a trabajar conmigo cada día, me llama, cuenta con mis opciones y las integra en su plan. Acepta mis decisiones libres, mis errores, mis cobardías cuando no fui capaz de elegir en el camino, mis huidas y mis vueltas, mis búsquedas y mis confusiones. Él puede convertir todo eso en camino de regreso a casa, en camino de plenitud. Sale a buscarme donde yo esté y me llama a vivir con Él desde el momento en que me encuentre. Sabe que la cizaña quita a veces la luz, pero ve que el trigo sigue creciendo. Sí, Dios lo ve cuando nadie más lo ve. Él está enamorado del campo de mi alma tal como es ahora. Cree en mí, incluso cuando yo no creo. Siempre hay tiempo, siempre hay una lluvia que de repente hace crecer lo oculto, cuando ya lo dábamos por perdido. O llega una persona que nos enseña y anima, abriendo nuevos caminos. Dios espera en la verja de mi campo, viene si yo le dejo, me ayuda a cuidarlo, a profundizar y sacar agua. No me crea y se olvida esperando que le dé los frutos al final de mi vida. Él y yo trabajamos juntos. ¡Qué grande es su respeto hacia mí, su confianza en mí! Le gusta trabajar el campo conmigo. Construimos, sembramos, aramos la tierra juntos. Es la autoeducación. Por eso me gusta esta parábola, porque se centra en crecer y no en cortar, en cuidar lo bueno, el trigo, en proteger la belleza. No habla de eliminar, de sacar, de quemar. Es una aventura, un riesgo. Implica tiempo, profundo respeto de Dios y también tomar la vida en mis manos sin pensar que está todo hecho.
Por otro lado, es verdad que en el mundo hay mucho mal. A veces nos parece que el mal es más fuerte y el bien escasea a nuestro alrededor. Guerra, odios, violencia, injusticias, robos, estafas, mentiras. Es la tentación de pensar que todo está mal a nuestro alrededor. Como si viviéremos continuamente relatando tragedias. Somos muy críticos con los demás, no sólo con nosotros mismos, y no vemos su crecimiento. ¡Cuántas veces, vemos la cizaña en el corazón ajeno y no en el nuestro! Ojala nuestra mirada sea siempre como la de Jesús, que cree en lo bueno, que ve el trigo detrás de la cizaña, que cuida, que espera el tiempo necesario, que confía. Juzgamos sin misericordia. Una persona me comentaba: «No tengo el corazón educado para ver lo bueno de la gente; a muchos los juzgo. Tengo que reconducirme continuamente porque sólo veo sus zarzas y sus piedras. También me he sorprendido porque me he visto despreciando el dolor ajeno, faltando también a la caridad. Siempre creo que la tierra fértil es la mía, y a veces desprecio la tierra de los demás». Vemos mucha cizaña a nuestro alrededor. Juzgamos y condenamos. Queremos acabar con aquel mal que echa a perder nuestro campo. Nos alejamos de ese mal que nos hace daño. Nos encerramos en una burbuja para que no nos afecte. Nos creemos mejores. Sentimos que pertenecemos al partido de los puros, de los limpios, de la tierra buena. La tentación es alejarnos de los que están mal, de los que no son como nosotros, de los que no hacen las cosas bien. Justamente dejamos de lado al que más nos necesita. Rechazamos la cizaña porque nos hace mal y nos envenena. No nos damos cuenta del bien que le podemos hacer a los otros. A aquellos que sufren por su pecado. A los que no encuentran la paz en el camino. A los que no logran descansar y viven en continua tensión. Allí podemos sembrar semillas de paz y esperanza. Pero lo más grave es que a veces nosotros somos cizaña. Sembramos cizaña en lugar de paz y comunión. Dividimos con nuestras críticas y juicios, con mentiras y ofensas, con nuestra violencia e ira. Sembramos cizaña a nuestro alrededor cuando hacemos el mal en lugar de ese bien que deseamos. Nos creemos mejores que otros y, en nombre de Dios, separamos, dividimos, sembramos discordia, imponemos nuestra soberbia. A veces somos la cizaña que divide, y en lugar de amor sembramos odio.
Hoy Jesús utiliza dos imágenes para referirse al Reino de Dios. Dice en primer lugar que es como esa semilla pequeña de mostaza que crece y llega a ser el árbol más grande: «El Reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas». Esta imagen nos da mucha esperanza. Porque a veces sentimos que el Reino de Dios no está presente, que el mal es más fuerte que el bien y la cizaña que la semilla. Pero no es cierto. El Reino de Dios es esa semilla pequeña. Está enterrada en lo oculto de la tierra y muere y crece sin que nos demos cuenta. Parece una semilla demasiado pequeña y débil, insignificante. El amor crece en silencio. Y, siendo tan pequeña, lleva dentro de sí el germen del árbol inmenso que puede llegar a ser. El Reino es como esa semilla de mostaza, la más pequeña de las semillas. Es, al mismo tiempo, un árbol, el más grande de los árboles, que puede dar cobijo a todos en sus ramas. Esa mirada sobre el Reino de Dios, sobre su presencia entre los hombres, nos da esperanza a la hora de mirar nuestra vida. Vemos nuestros pecados y nuestra debilidad, vemos la flaqueza de nuestro amor y nos damos cuenta de que solos no podemos. Somos un ave con las alas cortadas, como decía el P. Kentenich: «Es la imagen del ave con las alas cortadas. El águila divina debe descender y llevarnos al seno de la Trinidad. Si nuestra vida ha de ser una vida de amor, habrá de ser impulsada por Dios»[4]. Descubrimos la distancia que hay entre el que soy y aquel que puedo llegar a ser. Las alas cortadas nos hablan de nuestra debilidad. El amor que Dios nos tiene nos hace creer en nuestras capacidades. El deseo de crecer nos hace mirar hacia delante con optimismo. Podemos llegar más lejos, más alto, más adentro. En la pequeña semilla ya está todo lo que podemos llegar a ser. Nos lo recuerda San Pablo. El Espíritu de Dios cuida nuestra tierra: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene».Romanos 8, 26-27. El Reino de Dios está presente como una semilla que muere y da vida. En ocasiones esperamos ver señales, grandes signos y le exigimos a Dios que nos muestre su presencia. Pero no la vemos. Vemos más el mal que nos rodea. La violencia, el odio, la división, el desenfreno. Quizás por eso hoy nos atrae tanto ver signos extraordinarios, que se salgan de lo habitual y hagan más presente la fuerza de Dios. Nos atraen las sanaciones impresionantes, las conversiones espectaculares. No creemos tanto en los milagros silenciosos, sin público, ocultos. En esa semilla que crece sin ser vista. Hoy Jesús nos anima a creer en todo lo que no vemos. Es verdad que no vemos el bien que sucede todos los días, no vemos ese amor que se entrega silenciosamente, las vidas santas que no salen en las noticias. La presencia de Dios hace menos ruido al crecer. Como esa semilla de mostaza que crece lentamente, oculta bajo la tierra.
Aún así, no estamos llamados a quedarnos quietos, sin hacer nada. Es necesario preparar el terreno. ¿Cómo se cuida la semilla para que no muera antes de tiempo y pueda dar fruto abundante? ¿Cómo respetar la vida para que la semilla llegue a ser lo que está llamada a ser? ¿Cómo se cuida el amor de Dios en nuestro corazón para no olvidarnos de lo importante? ¿Cómo aspiramos a crecer dejando que Dios vaya trabajando nuestra tierra? No es tan sencillo. La tierra se seca fácilmente y se endurece. Cuesta la educación. Cuesta trabajar el corazón. En la semilla está el germen de todo lo que podemos llegar a ser. El P. Kentenich lo llamaba el ideal personal, el sueño de Dios con nosotros. En nosotros está el germen del rostro de Cristo que estamos llamados a reflejar con nuestra vida. Cristo está presente en ese silencio, oculto en el interior demi alma. Es necesario trabajar la tierra para que esté esponjosa y albergue la semilla que ha de morir para dar vida. Trabajar la tierra supone tiempo, exige esfuerzo. Es la tierra de nuestro corazón. Muchas veces es una tierra árida, seca, llena de rocas y zarzas. Trabajar la tierra exige desmalezar, arar, profundizar, ahondar, regar. Supone dejar que el sol de Cristo la cuide. Nos exige abrir canales para que pueda penetrar el agua de la lluvia. La autoeducación es un imperativo del tiempo que vivimos. Avanzamos mucho. La tecnología cada vez recorre más caminos nuevos. Parece imposible vislumbrar hasta dónde pueden llegar la ciencia o la medicina. Sin embargo, en lo esencial, en su autoconocimiento, el hombre es un extraño para sí mismo. Desconoce el océano de su alma. Vive confundido, tenso, nervioso. No sabe para qué ha nacido. No conoce el árbol que se corresponde con la semilla que tiene en sus manos. No sabe para qué es útil, para qué sirve, en qué posición jugaría mejor. Ignora sus talentos. Desconoce sus capacidades. Ojala conociéramos cada vez más el campo de nuestra alma, los ríos y las fuentes que hay en él, las heridas, las montañas y los desiertos, la cizaña y el trigo, la semilla oculta. Nos ponemos en manos de María para que nos enseñe a cuidar lo bueno, a tener paciencia con lo difícil y segar cuando esté maduro. Creo que el trabajo de la autoeducación es una aventura que merece la pena. Es la aventura de ser plenamente hombres y hacer que nuestro campo sea el que Dios ha soñado. ¡Cuántas veces vivo hacia fuera sin mirar en lo hondo, desconociendo lo que hay en mí, buscando reconocimiento, sin saber yo mismo lo que me pasa! En 1912 el P. Kentenich les hablaba a unos jóvenes sobre este tema. Les hacía ver la importancia de tomarse en serio su autoeducación: «Más tarde seremos así como somos ahora, como lo que hagamos ahora de nosotros. Tenemos la tarea de conocer las capacidades de nuestra alma»[5]. En ese tiempo ya era importante. Ahora, cuando vivimos tan volcados hacia el exterior, la necesidad es aún más imperiosa. Es necesario conocer el alma. Es necesario saber cómo es nuestra tierra, qué le hace bien, qué necesita. Es fundamental descubrir la semilla y lo que estamos llamados a ser, lo que podemos llegar a ser si nos dejamos educar y conducir por María en el camino. El P. Kentenich señalaba el papel fundamental de María. Ella es educadora: «Si estoy vinculado a María, no sólo intelectualmente sino instintivamente, entonces asumiré también su actitud. Y su actitud para consigo misma, para con Dios y la vida, es la santidad»[6].Nos ponemos en sus manos para que Ella, jardinera, sembradora, trabaje nuestra tierra. Su amor nos enseña a amar. Su mirada sobre nuestra vida, llena de misericordia, nos enseña a mirar. La miramos a Ella, llena de luz y esperanza. La miramos a Ella, plenamente mujer, plenamente hija y madre. La miramos a Ella y queremos que se tome en serio la educación de nuestro corazón. A veces tan impredecible, a veces tan vulnerable. Somos conscientes de la pobreza de nuestro corazón. Por eso nos alegra saber que Ella nos entrega el suyo. Así es más fácil. La autoeducación no es un trabajo de voluntad. Es un abrirse a la gracia, a la fuerza de Dios que penetra nuestra vida.
El Reino de Dios se parece a la levadura en la masa de harina: «El Reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente». Mateo 13, 24-40. Esta imagen nos habla de la paciencia y confianza de Dios con nosotros. Una masa de harina que puede llegar a ser un gran pastel. La masa fermenta gracias a la levadura. No importa la cantidad de harina. Lo importante es que la levadura, por poca que sea, desaparece en la masa de harina transformándola. El resultado supera las expectativas. Así es Dios. Siempre da más por poco que aportemos. Su amor siempre desborda. Dios cree en todo lo que podemos llegar a ser. Cree en la fuerza de la levadura que transforma la masa. Pero hay que actuar, tenemos que amasar la harina y dejar que la levadura actúe. Decía el P. Kentenich: « ¡Hay que actuar! No sólo soñar, entregarse a devaneos o criticar con soberbia. De otra forma el abismo entre conocimiento y realización será siempre mayor y mayor será la escisión. Cada uno es el artífice de su propia felicidad»[7]. En ocasiones pensamos que todo depende de Dios y nos relajamos. Nos olvidamos de lo esencial: nada sin ti, nada sin nosotros. Nada sin tu amor, sin tu gracia, sin el poder de la levadura. Nada sin mi sí, sin mi entrega diaria, sin mi esfuerzo, sin mi harina. Decía el P. Kentenich que somos educadores educados. Educadores que no se cansan de educarse, de ponerse en manos de María para que Ella forme nuestro corazón: «Ser educador significa mantenerse continuamente disciplinado, trabajar continuamente sobre uno mismo. Mientras educo a otros, trabajaré simultáneamente en mi propia educación personal. Si no lo hago, seré un fracaso, jamás podré cumplir con mi misión de manera clara, segura y duradera»[8]. Como padres podemos conformarnos y pensar que ya no hay más de dónde sacar. Nos equivocamos. Podemos llegar a ser mucho más, mejores, más de Dios, más humildes, más niños, más hijos. Siempre es posible crecer. Al educar nos aplicamos lo que les pedimos a los que educamos. Además, esa paciencia que tiene Dios con nosotros la queremos tener con los que Dios nos confía. A veces, al educar, nos cuesta ser pacientes y respetar. Nos gustaría cortar todo lo que es distinto a lo que hemos pensado que es lo mejor para ellos. Nos gustaría que el campo de los nuestros fuera a imagen del nuestro. Es lo que conocemos, allí nos sentimos seguros. No entendemos cómo, habiendo sembrado lo mismo en nuestros hijos, cada uno es tan distinto. Hoy, Jesús, no enseña a sembrar, a esperar, a acompañar en cada opción que vayan tomando los nuestros, a soñar con el mejor campo para ellos, no para nosotros. Nos invita a esperar con paciencia, a cuidar con ternura, a confiar siempre en sus posibilidades, a respetar, a admirar, a amarlo como es, no como yo quiero que sea. Dejar libre al otro ensancha nuestro corazón. Nos capacita para dejar que el trigo y la cizaña crezcan juntos. Lo difícil no es dejar que el otro decida libremente, sino aceptar que pueda tomar un camino distinto al que yo creo mejor, y aún así, permanecer y apoyar. La libertad es un riesgo. Tenemos miedo a lo desconocido, al mar adentro donde no podemos controlarlo todo y tenemos que dejar el timón a otro. Siempre queremos proteger. Asegurarnos. Dejamos a los nuestros elegir, pero cruzamos los dedos para que elijan lo que queremos. En el campo crece la cizaña y el trigo, ¡qué difícil aguantar y no cortarla pronto! Jesús hoy nos invita a tener paciencia, a cuidar y a respetar, a cambiar la mirada, a abrir el corazón.
[1] J. Kentenich, Dios presente, Texto 218
[2] J. Kentenich, Mi vida es Cristo
[3] J. Kentenich, Mi vida es Cristo
[4] J. Kentenich, Textos pedagogía de las vinculaciones
[5] J. Kentenich, Bajo la protección de María, TI, 135
[6] J. Kentenich, Kentenich Reader, TomoIII
[7] J. Kentenich, Bajo la protección de María, TI, 157
[8] J. Kentenich, Kentenich Reader III
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