Lunes, 18 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Corpus Christi

por Al partir el pan

                                  Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16a; 1 Corintios 10, 16-17; Juan 6, 51-58
«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día»
22 Junio 2014      P. Carlos Padilla Esteban
«El amor de Dios viene a nuestro encuentro. Nos lleva sobre sus hombros. Se abaja para vivir en nuestro pecho. Nos enseña la caricia de su amor. Viene a compartir nuestra vida, nuestros sueños»

Es verdad que para poder amar necesitamos antes amarnos a nosotros mismos.
Querernos como somos. Con nuestros límites, con las cosas feas que no nos gustan. El problema es que cuando no nos gustamos a nosotros mismos no logramos vencer la barrera que nos separa de los demás. Nos sentimos juzgados por ellos, siendo nosotros nuestros peores jueces. Pensamos que los demás nos miran con esos mismos ojos críticos con los que nosotros nos miramos. El otro día veía un anuncio en el que un retratista pintaba, sin mirarlas antes, a varias mujeres. Primero ellas se describían a sí mismas. Después otra persona que las acababa de conocer las describía. Claramente era mejor el retrato realizado con la descripción de un tercero. Mostraba una mujer más abierta, más feliz, con más luz. Cuando ellas se describían eran más duras y exigentes. Tal vez nosotros, cuando nos describimos, somos más críticos que cuando describimos a otros. La realidad es que somos mucho más bellos de lo que pensamos, tenemos más luz, más alegría, irradiamos más paz. Nosotros, al mirarnos, no pasamos por alto las arrugas, ni ese lunar que nos afea el rostro, ni las ojeras, ni ese rasgo de nuestro cuerpo que nunca nos ha gustado. Nos detenemos en cada desperfecto, en cada deterioro, y no tenemos misericordia. El otro día una persona con 88 años me decía que pensaba que todavía gustaba a los hombres. Estaba convencida de su belleza interior y exterior. Los problemas en nuestra vida vienen cuando no nos gustamos, cuando no nos gusta lo que hacemos, lo que somos y pensamos que los demás nos ven como nosotros nos miramos. Es cierta entonces la afirmación: «Las cosas no las vemos como son, las vemos como somos».Lo que sucede entonces, es que, cuando no nos gustamos y no nos gusta nuestra vida, tampoco nos gustan las otras vidas, el mundo que nos rodea, las personas con las que convivimos. Nos amargamos porque no nos gusta el deterioro que trae consigo el paso de los años, detestamos las secuelas que deja la enfermedad. No nos gustamos en muchas ocasiones. Y así nos cuesta amar a otros. Quererlos con libertad. El amor comienza en el propio corazón, en ese corazón liberado y en paz consigo mismo. Es por eso que me gustan estas palabras: «Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo,me tiraría de bruces al sol. A los hombres les probaría cuán equivocados están al pensar que dejande enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejande enamorarse.A un niño le daría alas, pero le dejaría que él sólo aprendiese a volar.A los viejos les enseñaría que la muerte no llega con la vejez, sinocon el olvido. Si supiera que hoy fuera la última vez que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría al Señor para poder ser el guardián detu alma». Dios nos regala siempre un trozo de vida para amar y entregarnos. Nos da el presente. A veces nos parece poco y se nos escapa entre los dedos. Nos quejamos porque nos falta tiempo. Pero es mucho lo que tenemos. Es un tesoro que perdemos o malgastamos cuando nos enfadamos con la vida, nos quejamos de la mala suerte, nos avergonzamos de cómo somos, y vivimos angustiados por el miedo a perder lo que tenemos. No amamos. No nos amamos. La vida se nos escapa y no la aprovechamos.
 
Siempre pienso que esta vida que Dios nos regala es un gran tesoro. Lo bonito es vivirla en plenitud, amando hasta el extremo, aspirando a vivir santamente. La santidad consiste en dejar que Dios haga brillar la belleza de nuestro interior, ese oro escondido en lo profundo del alma desde que nacimos. A veces pensamos que la santidad consiste en no pecar, en hacerlo todo bien, en cumplir con todas las obligaciones, en amar de forma perfecta. Normalmente no lo logramos. Por eso, cuando caemos y nos sentimos lejos de Dios, entonces vemos la cumbre de la santidad como una meta inexpugnable. Pensamos que ser santos es el producto logrado a base de esfuerzo, labrado en una dura lucha por ser mejores. Sin embargo, por mucho que nos esforzamos sólo logramos estresarnos y no alcanzar tanto como soñamos. Creemos que somos más santos si cumplimos, si cuando nos esforzamos las cosas nos salen bien, si respondemos a esas expectativas que pensamos Dios tiene con nosotros. Es casi como un premio por nuestro buen comportamiento. Pero no es así. No somos inmaculados. No, la santidad es un don, una gracia, no una conquista. Los santos son aquellos que aprendieron a vivir en la alegría de Dios y se dejaron hacer por sus manos. Nos recuerda el P. Kentenich: «La alegría es un profundo medio para llegar a ser santo. Nuestro debermoral consiste en educar a otros y educarnos a nosotros mismos para laalegría. La alegría debe comprenderse como un elemento central denuestra vida religiosa»[1].La alegría nos hace confiar y ser optimistas ante las contrariedades y cruces. Don Bosco decía: «La santidad consiste en estar siempre alegres, haciendo bien nuestros deberes». No hay santo triste, todos los santos son alegres. Porque se han sabido amados por Dios. Porque poseen el bien más preciado, la presencia de Dios en sus vidas, y lo han vendido todo para vivir con Él. La santidad es ese fuego que quema las impurezas del corazón, el agua que sacia la sed del alma y riega la tierra en sequía en la que vivimos. Es la luz que ilumina las oscuridades de las profundidades del corazón por las que nos movemos. Es la gracia que nos permite vivir con paz y confianza las dificultades del camino. Es la vitalidad que nos hace capaces de saltar todas las alturas. Es el viento que eleva nuestra voz por encima de las montañas y llena así el silencio que nos rodea. Sí, estamos llamados a algo grande. Nuestros pasos construyen la historia del mañana. Sembramos hoy y sabemos que otros cosecharán los frutos. Estamos todos llamados a ser santos. Estamos todos llamados a vivir en Dios. Por eso nos enterramos para dejar que la vida surja de nuestra pequeña muerte diaria. Decía el P. Kentenich: «Tengo que ser enterrado en el surco, debo morir. Porque muriendo el grano de trigo germina y da mucho fruto. Y nosotros, los otros Cristos, las otras imágenes de Cristo somos justamente los frutos de aquella muerte de Jesús»[2]. Dios va haciendo brillar lo que hay en nuestro interior, lo que es opaco y gris. Nos pule y saca brillo. El oro es acrisolado en el fuego de su amor. Necesita nuestra entrega, nuestro sí, nuestra disponibilidad para dejarle hacer a Él. Santidad es sabernos amados y tocar ese amor con los dedos del alma. Dios nos santifica cuando nos abandonamos en su corazón de Padre. Y así logra sacar el oro escondido. Nos hace brillar. Nos eleva por encima de todo.
 
Hoy las lecturas nos hablan de unidad, de comunión, de integración, de aceptación. En Cristo permanecemos unidos. Es la unidad de los que participan de un mismo cuerpo y una misma sangre. S. Pablo nos habla de esa unidad en Cristo:«El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan». 1 Corintios 10, 16-17. El vínculo de la paz es el que nos une a todos. Pero, para que haya paz, hace falta el perdón y la reconciliación. La unidad es posible aunque haya habido heridas y división. Muchas veces la división es fruto del rencor, del odio acumulado, de la incapacidad para perdonar las ofensas y las heridas. ¡Cuánta gente vive hoy consumida por el dolor de no saber perdonar! ¡Qué difícil perdonar y volver a confiar cuando nos han fallado, cuando no han cumplido las expectativas que teníamos, cuando han sido infieles a aquellas promesas asumidas libremente! ¡Qué difícil borrar las heridas y no volver a echar en cara el mal causado! Tenemos muy buena memoria para lo malo. No olvidamos y pasamos cuenta siempre. Vivir en comunión exige un paso hacia delante, un paso hacia el perdón. No hay comunión sin reconciliación. Pedir perdón, perdonar, limpiar, dejar el camino limpio de recuerdos que impiden caminar con libertad. Construir la paz es posible desde el perdón. Decía el Papa Francisco: «Es necesario realizar gestos de humildad, de fraternidad, de perdón, de reconciliación. Estos gestos son premisa y condición para una paz auténtica, sólida y duradera. Pidamos al Padre que nos unja para que seamos plenamente hijos suyos, cada vez más conformados con Cristo, para sentirnos todos hermanos y así alejar de nosotros rencores y divisiones, y amarnos fraternalmente». Una paz de un mundo nuevo. La unidad es posible cuando nos sabemos unidos los unos a los otros en una misión común. No es posible cuando dividimos, cuando hacemos partidos, cuando marcamos a los demás como diferentes. Decía el P. Kentenich al hablar del hombre nuevo: «Se esfuerza por una profunda unión interior con las personas. Por unestar interiormente uno en el otro, con el otro y para el otro. Unaconciencia de responsabilidad de uno por el otro, responsabilidadanclada en Dios»[3]. Podemos construir la unidad sólo desde el amor. Ese amor que nos une y pacifica, que renueva la faz de la tierra. El amor que reconcilia y sana. Decía el Papa en la cumbre de oración por la paz: «Un camino en busca de lo que une, para superar lo que divide». Unir a partir de las diferencias. Somos diferentes. Esas diferencias muchas veces nos alejan. Construir a partir de las diferencias es muy difícil. Vemos enemigos por todas partes. Basta con que alguien piense de forma diferente en algún punto, para que lo tachemos de enemigo, para que nos cerremos y blindemos, para que evitemos su cariño y su amistad. La unidad pasa por aprender a convivir con las diferencias. Sin esa actitud constructiva no resulta. La unidad es un don que se construye con pasión. Dios es comunión. Nosotros comemos de un mismo cuerpo y de una misma sangre. Eso nos une en un mismo amor. Estamos llamados a la comunión. A unir desde la diferencia, siempre respetando. A construir la paz desde el amor.
 
Jesús hoy, en el Evangelio, nos dice quién es. Quién es en lo hondo de su corazón. El misterio de su alma: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre». Muchos le buscan por lo que hace. Por sus milagros. Porque sana. Acaba de suceder el milagro de los panes y los peces. Todos le buscan, quieren más. Hay una multitud en la montaña. Jesús, baja a Cafarnaún, y a la orilla del lago, de su lago, les cuenta quién es. Les abre su corazón. ¡Qué difícil resulta desnudarse ante otros, contar nuestra verdad! Cuando nos mostramos como somos, somos vulnerables. Tememos que nos rechacen. ¡Cuánto bien nos hace que nos acojan! Es el momento en que una palabra de cariño o de rechazo se queda profundamente grabada. Jesús les dice que Él les puede dar mucho más, que se da Él mismo. Les cuenta su misterio. El misterio que ha descubierto en noches de oración, de desierto y de camino. En conversaciones con su Padre, en la intimidad de su alma. Él, el peregrino, el hijo del carpintero, el que cura como nadie lo hace, tocando, cuidando, perdonando, alentando, levantando, el que mira con misericordia infinita, el que come con pecadores y no tiene dónde reclinar la cabeza. Ahora les dice que es el pan de vida bajado del cielo. Que el que se acerque a Él nunca más tendrá hambre. ¡Cuántas veces en la vida nos sentimos valorados por lo que hacemos, no por lo que somos! ¡Cuántas veces nosotros mismos medimos a los demás por lo que hacen! Desconocemos lo que hay en el corazón. Así, estamos alejados los unos de los otros, y nos sentimos solos. Jesús nos dice que es el pan de vida. Nos llama a habitar en Él y Él en nosotros, no hay mayor intimidad. Él conoce la soledad del hombre, el hambre de algo que permanezca para siempre, esa inquietud que nos hace ir de un lado a otro mendigando amor. Tenemos hambre. El hombre de hoy tiene un hambre insaciable. Nada nos calma. Escuchamos la historia del pueblo judío: «Te alimentó con el maná para enseñarte que no sólo vive el hombre de pan, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios». Deut 8, 2-3. 14b-16ª. Comemos, satisfacemos la necesidad, y, en seguida, volvemos a tener hambre. Nada nos calma para siempre. No estamos satisfechos eternamente. Buscamos en el mundo lo que creemos saciará nuestra inquietud. Pero no sucede. No volvemos la mirada hacia Dios cuando es Él quien puede calmar el hambre y la sed de infinito que padece el alma. El alimento verdadero es Cristo. En la Eucaristía comemos a Cristo y así nos asemejamos a Él. Jesús lo dice con claridad y la verdad escandaliza: «El pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo. Disputaban los judíos entre sí: - ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: - Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y Yo en él. El que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre». Juan 6, 51-58. Parece escandaloso. Podemos comernos a Dios. Ese Dios todopoderoso, inabarcable, omnipresente. Ese Dios eterno decidió quedarse a nuestro alcance. Dios no está lejos. Está aquí, presente en la Eucaristía, en el pan y en el vino. Ahí se esconde. Es el sacrificio de la Eucaristía. El amor de Cristo se parte por amor. Se parte en el pan, en su cuerpo. Se derrama en el vino, en su sangre. Se esconde bajo las dos especies. Para confundir a los sabios. Para alimentar a los sencillos. Dios se hace hombre, se hace pan para que podemos tocarlo y mirarlo, para que podemos recibirlo. Parece imposible tanto amor. Lo más grande en lo más pequeño. En lo más cotidiano. Dios se hace a mi medida, para que pueda contenerle, se hace cotidiano, tanto que a veces ni siquiera me asombro. Escondido el mayor milagro. El amor imposible de un Dios que se hace hombre, que se hace pan para habitar en mí. Hoy Jesús, mucho antes de la última cena, ya les dice que es el pan de vida. Más adelante, ese pan se partirá, se donará por entero, se quedará con nosotros para siempre, vendrá a mí cada día que lo quiera recibir. Ya no hay nada que me pueda separar de Él. Ni su muerte, ni la mía. Les cuenta ese día en Cafarnaún que ha venido a donarse por entero, sin reservarse nada.

Nos detenemos hoy ante el misterio de la Eucaristía. Ese misterio que siempre debería sobrecogernos. Cuando uno participa en una primera comunión, se da cuenta del valor de cada misa mirando el rostro de los niños. Podemos verlos conmovidos al recibir a Jesús, al tocar con sus labios su presencia. La emoción, la sorpresa. Es cierto que ellos ya tienen a Jesús en su corazón puro e inocente. Decía un niño de cinco años al comentarle que Jesús estaba presente en ese pan consagrado y recordarle que Dios quiere mucho a los niños: «Yo lo tengo en el corazón. No necesito comerlo». Es verdad, Dios está en ese corazón puro. Por eso el día más feliz de sus vidas, el día más feliz para Jesús, es el de la primera comunión. Se encuentran los dos enamorados. Jesús y los niños. Pero puede suceder que, con el paso de los años, nos acostumbremos a acariciar el misterio y no lo valoremos. Cada Eucaristía es un misterio y nosotros corremos el peligro de caer en la rutina. Ojalá pudiéramos emocionarnos los sacerdotes cada vez que Dios nos permite consagrar el pan y el vino como si ésa fuera la primera misa de nuestra vida. La consagración es ese momento de luz y de esperanza en el que de nuevo nos hacemos como niños. Es ese misterio que nos sobrecoge e impresiona. Es un puente hacia el cielo. Jesús mismo viene a nosotros, se abaja, se encarna y casi no nos damos cuenta. Viene a lo cotidiano. Porque el pan es común, es propio de cada día. Viene, no en las grandes experiencias, sino en nuestro diario vivir. La Eucaristía tiene que capacitarnos para encontrar a Dios oculto en nuestra vida. Detrás de las contrariedades, presente en los gestos rutinarios del día, en ese amor con el que convivimos. En gestos, abrazos, palabras, silencios. Allí viene a vernos, a estar a nuestro lado. No se esconde detrás de grandes revelaciones. Se manifiesta con sencillez en nuestra vida. El pan es su cuerpo. Al mismo tiempo viene en el vino. Se trata de una presencia festiva de Dios, en la alegría de nuestra vida aparece Cristo para bendecirnos. Ponemos en la patena lo cotidiano, lo de todos los días, lo que nos preocupa, lo que estamos viviendo. Y ponemos en el cáliz lo extraordinario, las alegrías de nuestra vida, los momentos de luz que llenan el alma. Jesús quiere entrar en nuestra vida. Se queda presente en el corazón. Vive en nosotros cuando comemos a Cristo. Y ese alimento, al ser un alimento que está vivo, nos hace semejantes a Él. Hacemos nuestros sus sentimientos. Al comer a Cristo nos hacemos cristianos, le pertenecemos. Es el alimento que necesitamos para caminar. Como decía el Papa Francisco: «La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles». En el Corazón de Jesús somos alimentados por su amor que nos permite levantarnos. Allí nos revestimos de la pureza del Señor. Blancos como Él. Su Cuerpo es el alimento del enfermo, no el premio del justo. Y todos estamos enfermos. Por eso lo necesitamos tanto. El hambre es real y muchas veces buscamos alimento fuera de Dios. ¿Cuál es el alimento de mi vida? ¿Cuál es mi auténtico alimento? Jesús nos dice que su alimento verdadero es cumplir la voluntad del Padre en todo momento. Lo que colma el corazón es su Palabra que es eterna. Le da sentido a lo que vivimos. Nos llena de esperanza.
 
Siempre nos conmueve descorrer el velo de nuestro corazón, de nuestra intimidad. Cuando Jesús termina el discurso, los oyentes se van uno a uno. No lo entienden, no lo acogen, no les interesa saber quién es, sólo que les solucione su problema concreto y seguir con su vida de antes. No quieren complicaciones. Sólo que les hagan caso en sus peticiones. Jesús se entristece. Siente el fracaso igual que nosotros. No le buscan a Él, buscan sus milagros, y Él, puede saciar su sed de amor, de paz, de hogar, de descanso, lo está deseando. Pero ellos se van. No han creído, quizás, que eso era posible. No han sabido mirarle. No acogen todo lo que Él puede darles. Se alejan. A veces a nosotros nos pasa lo mismo. En nuestra vida, nos acercamos a Dios porque pensamos que necesitamos algo, pero no queremos que se meta en ella, que cambie el corazón, que nos llene, no le damos el timón, lo tenemos nosotros fuertemente agarrado. No le adoramos en realidad, porque no le dejamos que sea el Dios de nuestra vida. Jesús se vuelve a sus apóstoles. Les pregunta: « ¿También vosotros queréis marcharos?». Es una pregunta muy humana. Conmueve. Necesita a sus amigos. Es increíble que nos necesite Dios. Hoy nos dice: « ¿También tú quieres marcharte? ¿Tú me buscas para que te solucione eso que necesitas y luego te vas? Aquí estoy, esperándote, para darte lo mejor de mi corazón, para darte el perdón inmenso, el amor incondicional, el descanso para tu cansancio, para darte un abrazo y ponerte en mis rodillas, para abrir mi corazón sin reservas para ti, para ser tu hogar y tu padre, para escucharte, para sostenerte, para modelar tu corazón de barro a imagen del mío. Para darte la vida que no pasa, para dar un nuevo sentido a tu vida, para ser tu roca. Para responder a esa hambre que sé que tienes de que alguien te ame por lo que eres, para enseñarte que amar como Yo merece la pena, ensancha el corazón y da una paz que no pasa. Para darte un trozo de cielo, para ser tu hogar. Te espero en el Sagrario. Ahí me he quedado para siempre. Siempre te espero, siempre te recibo. Te miro cuando llegas. Abro las puertas de mi corazón herido para que puedas descansar, por fin, en él. Como Juan en la cena. Eres mi predilecto. Te quiero. Te quiero como eres. No tienes que hacer nada para que Yo te quiera». El Sagrario es el signo del amor de Dios que se queda, que permanece. Nosotros vamos a adorarle y a veces nos sentimos vacíos. No escuchamos, no sentimos, no tocamos. Nos sentimos frustrados, secos, fríos. ¡Qué nos pasa! El alimento no nos alimenta. Pero Él está ahí, escondido, aguardando. Sólo quiere que vayamos a su encuentro. Necesita nuestro silencio, nuestras palabras. Necesita que le abramos nuestro corazón lleno de miedos. Quiere que le acompañemos, no quiere estar solo. Pero muchas veces pasamos de largo.

Quisiéramos tener los sentimientos de Cristo. Pero, ¡qué difícil sentir como Cristo! Nos dice San Ignacio de Antioquía: «No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón». Comulgamos, comemos su alimento, estamos con Él y nuestros sentimientos no son los suyos. Son del mundo. Son de ese hombre viejo que vive en nuestro interior y se resiste a morir. El corazón está desordenado, falta armonía. Pensamos una cosa y hacemos otra. Cuando estamos cansados o exigidos, afloran al borde del alma sentimientos desconocidos hasta ese momento. Nos sorprende lo que puede llegar a existir en las profundidades del océano de nuestra alma. Allí, cuando no reina Dios, reina el mundo, reinan las pasiones, las fuerzas que brotan de lo más hondo. Esas pasiones que son fuente de vida y que muchas veces nos desconciertan. Porque no las controlamos y son ellas las que nos controlan. Pero son también de Dios. Son esas fuerzas que nos llevan a lograr lo imposible, que nos dan aliento cuando flaquean las fuerzas. Sí, ese amor instintivo a la vida, al mundo, a los hombres. Dios nos ha creado con pasiones. Pero también sabemos que los sentimientos del mundo nos pueden alejar de Dios. Y queremos que Él reine. Dice S. Juan de la Cruz en su Cántico espiritual: « ¿Qué hacéis? ¿En qué os entretenéis? vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que en tanto que buscáis grandezas y gloria os quedáis miserables y bajos de tantos bienes, hechos ignorantes e indignos!». Nos apegamos a la tierra y apartamos nuestra mirada de lo importante, de lo que realmente cuenta, de la verdad, de la vida, del amor más auténtico. Nos hacen creer que viviremos eternamente en la tierra. Y nos llevan a pensar que nuestras fuerzas son infinitas. Surge entonces la codicia, la envidia, el orgullo, la vanidad, el deseo de poseer, de dominar, de alcanzar, la impaciencia, la soberbia, la pereza, la amargura, la tristeza, reinan cuando no está Dios en nosotros. Cuando Él no reina en nuestro interior, reina el mundo. Quisiéramos que las piedras se convirtieran en pan, con tal de saciar el hambre. El camino es el que hoy Jesús nos muestra. Él es el camino, el alimento verdadero, la vida eterna. El otro día leía: «Más que el ejercicio de las virtudes, será el esfuerzo por purificar el corazón lo que nos llevará más brevemente y en modo más seguro a la perfección del amor, porque el Señor está dispuesto a concedernos toda clase de gracias, con la condición de que no le pongamos absolutamente ningún obstáculo. Es justamente volviendo puro nuestro corazón que sacamos cuanto obstaculiza a Dios»[4]. Vivir en Dios, alimentarnos de Cristo, es lo que va purificando esos sentimientos que nos turban y quitan la paz. Comer a Jesús, comer su Cuerpo, nos asemeja en lo más profundo. Porque muchas veces tenemos que reconocer que Dios no reina en nuestro corazón. Los sentimientos de Cristo son muy diferentes a esos sentimientos que no nos dejan subir lo más alto.

Cristo nos enseña el camino del verdadero amor. Su caridad es constante, sin falta. El otro día un sacerdote me hablaba de unos novios que, preparando su boda, no quisieron elegir la lectura en la que San Pablo hablaba de la caridad. Ellos querían hablar del amor y no de la caridad. Tal vez identificaban la caridad exclusivamente con la ayuda al necesitado. Con la solidaridad y la ayuda al que no tiene. Sin embargo, la caridad es mucho más que ayudar en lo económico al que lo necesita. Dios es caridad. Dios es ese amor que desciende sobre el hombre. El eros, el amor erótico, asciende, conquista, desea alcanzar lo que no posee.Mientras tanto, la caridad es el amor de Dios que se derrama sobre nosotros que tanto lo necesitamos. Es un amor que se abaja, que desciende y viene a abrazarnos. Nos busca cuando nos alejamos y nos lleva a descansar en su pecho. Dice así un poema de Luis de Góngora: «Oveja perdida, ven/ sobre mis hombros, que hoy/ no sólo tu pastor soy/ sino tu pasto también/. Por descubrirte mejor/ cuando balabas perdida/ dejé en un árbol la vida/ donde me subió el amor/. Si prenda quieres mayor/ mis obras hoy te la dan/ Pasto, al fin, hoy tuyo hecho/, ¿cuál dará mayor asombro/, el traerte Yo en el hombro/ o el traerme tú en el pecho?/ Prenda son de amor estrecho que aun/ los más ciegos las ven». Es el amor divino que se encarna y viene a nuestro encuentro. El buen Pastor nos lleva sobre sus hombros, como a la oveja perdida. El buen Pastor se abaja para vivir en nuestro pecho. Jesús vino a vivir entre los hombres y nos enseñó la caricia del amor de Dios. Vino a compartir nuestra vida, nuestros sueños. Percibió, tocándola, la hondura de nuestra alma. Se conmovió ante nuestro dolor. Abrazó nuestra impotencia. Sintió nuestras lágrimas y se alegró con nuestras risas. Se hizo amor encarnado acariciando nuestra carne. Se dejó llevar a la cruz y allí su amor se hizo sangre, agua, fuente de vida. Se rompió y no pudimos curarlo, ni salvarlo. Su muerte nos dio la vida. Paradoja. Su caridad se rompió sobre el mundo y el mundo no la reconocía. Y se quiso quedar en ese pan partido que nos habla de un amor inmenso. Cristo es la caridad que los hombres pudieron un día tocar por los caminos. Es la caridad que recibimos en el pan y en el vino para poder Él seguir tocándonos. Es el amor que toca, que se dona, que abraza, que muere. Cristo es caridad y sus sentimientos tienen que ver con la donación de ese amor. Miramos el corazón de Cristo, el corazón inmaculado de Maria. Miramos sus corazones unidos en una misma sangre. En esos corazones reinan los sentimientos propios de Dios. Allí hay misericordia, generosidad, humildad, mansedumbre, diligencia, sencillez, fortaleza, alegría, paz, paciencia. Son todos esos sentimientos que anhelamos y no poseemos. Nos dice el P. Kentenich: «Revistámonos de Cristo no sólo en lo que atañe a nuestro ser sino también a nuestro sentir. San Pablo nos invita a tener los mismos sentimientos que Cristo (Flp 2, 5). Porque del corazón brotan todas las cosas»[5]. Miramos a los santos. Ellos reflejan ese amor en su forma de vivir y amar y nos gustaría parecernos a ellos. El amor de Cristo es caridad que se queda en el pan y se hace visible en los que comen el mismo pan. Su caridad es donación constante. Es un amor que se parte y regala. Un amor que ensalza, que no tiene envidia, no se engríe, no se queja, construye, no critica, no juzga, abraza y acoge. Es un amor que enaltece y respeta, aguarda paciente y ama en silencio. Es un amor que sabe de la renuncia y del sacrificio. Que espera con paciencia, que mira con pureza. Es un amor que sabe ver lo bueno de todo y respeta los tiempos de Dios. Es un corazón que sabe oír los susurros de Dios y llevarlos a la vida. Un amor que no se desentiende del que sufre, sufre con él y lo acompaña. Es un amor que no deja de crecer, porque el corazón se hace más grande cuando ama más. Jesús no se va. Nos conoce. Sabe que necesitamos mirar y tocar. Que no nos vale con esperar a la otra vida para estar con Él. Se queda para que podamos estar a su lado. Cumple su promesa de estar todos los días, hasta el fin del mundo, con nosotros. El Dios que se ha hecho hombre para estar cerca de mí, que ha muerto por mí por un amor sin medida en una cruz, se queda a mi lado, viene a mí. La fiesta de hoy es la fiesta del amor que permanece. Del amor de Dios que se encarna, que muere, que se parte, que se queda, que viene a nosotros. Nos arrodillamos ante Dios y le adoramos desde nuestro pequeño corazón. El amor más grande escondido en lo más pequeño, en un pan, y más todavía, escondido en mi corazón cuando comulgo. En ese momento, mi corazón es Belén, pobre, sencillo, pequeño. Y para Jesús, es el mejor lugar.

Cada día, en la Eucaristía, Jesús se pone ante nosotros. Es el mayor milagro. Y a veces buscamos otros. Escondido, sencillo, por manos de un sacerdote, invisible a los ojos humanos, sólo abierto a los ojos de la fe, como lo más grande de la vida. Jesús de nuevo se pone ante mí en la última cena. En el pan y en el vino. Su cuerpo y su sangre. De nuevo, se repite su amor de esa noche, su amor inmenso. Escuchamos, decimos, las mismas palabras. Somos Cristo. Recibimos a Cristo. Nos lo dice a cada uno: « ¡Cuánto he deseado comer esta Pascua con vosotros! Estoy ante ti. Tú no estabas esa noche. Ahora estamos tú y Yo». De nuevo, su amor sin medida, el amor hasta el extremo. El Dios que camina conmigo, que aparece en mi vida e irrumpe. El que me acompaña a lo largo de mi día, me invita a comer con Él. Ese pan que es Jesús, se parte delante de nosotros. Se repite en unos minutos, cada día, el misterio de Jesús. Y esta vez estoy yo con Él. En cada Eucaristía se repite la noche del jueves santo, Getsemaní en la entrega al Padre cuando la ofrenda se eleva al cielo, el viernes santo en la cruz cuando el pan se rompe, la espera de María en el sábado en el silencio de nuestra oración, la resurrección del domingo cuando lo recibo en mi corazón. Siempre se repite, siempre es nuevo, único, santo. Somos salvados de nuevo, amados como si fuera la primera vez. Fue la última cena, es nuestra cena diaria. La cruz en que se parte por mí, esa madera fría, se reviste de vida. Su sangre se derrama por mí. Dios se dona del todo, no se guarda como hacemos nosotros. No, lo pierde todo porque no puede negarse a sí mismo. Es amor. En ese pan roto está la herida de su costado abierto. Sus manos traspasadas son ese pan roto que recibo. Sus pies cansados son esa paz que me da su presencia. Jesús abre los brazos en la cruz para recibirme. Y, tal como amó al Buen ladrón, me ama a mí y me promete la vida a su lado. Como sacerdote soy Cristo que levanta a Cristo roto, y yo mismo soy Cristo roto. Levanto en mis manos, que son sus manos, su cuerpo que es pan de vida. Me arrodillo con María a los pies de su cruz, conmovido, herido. Ella, como a Juan, me sostiene, me abraza, me acompaña, me levanta. Yo me conmuevo. Y le pido que nunca deje de conmoverme al mirarle a Él, al dejarme mirar por Él. Entonces sus palabras de amor, de perdón, de abrazo, son mis propias palabras. Me sorprendo. Las pronuncio yo, me las dice Él. Me espera y le espero. Es Él, soy yo. Me ha esperado desde siempre. Lo hace de nuevo en cada Eucaristía. Yo también le espero. Dios vuelve a caminar a mi lado, a encarnarse y hacerse a mi medida, vuelve a partirse en la cruz, entre mis manos. Yo sostengo sin palabras el pan finito, su Cuerpo infinito. Él roto, yo roto. Él vivo y yo vivo, porque vuelve a resucitar entre mis manos. Y no alcanzo a comprenderlo. Y callo porque viene a mi corazón. Ahí, puedo adorarlo. Lo miro, me mira. Espero, me espera. Y su presencia sana mis propias heridas.
 

[1] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría
[2] J. Kentenich, Mi vida es Cristo
[3] J. Kentenich, El secreto de la vitalidad de Schoenstatt, Tomo I
[4] Louis Lalleman, Doctrina Espiritual
[5] J. Kentenich, Mi vida es Cristo
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