Soliloquios de fe
Cuando hago oración pueden suceder dos cosas: o que me recoja en una experiencia más o menos contemplativa o, si estoy en desierto, me dedico a hacer soliloquios, que no son otra cosa que pensamientos semiteológicos, tal como a mi inteligencia se le vayan ocurriendo. Ya llevo bastante tiempo de oscuridad, de arena y sequedad y, por eso, voy a hacer unos soliloquios si es que tengo fuerza para ello.
Un día pensaba en el adagio latino Fides ex auditu, que significa que la fe viene por el oído. Evidentemente nos está diciendo que la fe viene con la escucha de la palabra, que el encuentro de Dios con el hombre sucede mediante la palabra. ¡Qué magnífica psicología y teología la de la Escritura que ha sustanciado y personificado la Palabra! En griego Logos, en latín Verbo, en español Palabra. Los tres nombres significan y se refieren a la misma persona, a la de Jesús, palabra sustancial, Hijo poderoso y bendito por medio del cual nos habla Dios. La fe, pues, termina en la persona de Jesús y todo lo demás por medio de él.
A mí, si me preguntan cómo es mi encuentro con Dios diría que es distinto cada día. Sucede en la intimidad que vaya teniendo con Jesucristo hombre. Me basta con esto porque sé que en esa humanidad, Dios me ha dicho todo lo que me tiene que decir. Es mi palabra divina. Sin embargo, como digo, yo más que como palabra le percibo como persona, voy al tú, de tú a tú. En la Biblia el Señor me ha enseñado muchísimas cosas de Cristo pero cuando tengo un rato de oración no suelo empezar leyendo la Biblia sino entregándome más al recogimiento y contemplación directa. La filosofía en la que me formé e hice mi doctorado fue la fenomenología en la cual la verdad más honda se percibe mediante vivencias. Las vivencias máximas en esa filosofía son las personales y los supremos valores se dan en el trato entre personas.
Yo, claro está, desde mí no puedo tener ningún trato personal con Jesucristo resucitado, de manera vivencial. Puedo pensar en él, estudiarlo, investigar sus hechos y palabras, pero no es eso. Lo vivencial busca otro contacto, busca un contacto amoroso. Sí, amoroso, tal como se entiende el amor entre dos seres humanos. Ahí es donde viene a colación el Espíritu Santo. Mi esquema es el siguiente: Me parezco a María Magdalena. Esta mujer nunca hubiera pasado del hortelano a Jesús resucitado si no se le hubiera infundido el Espíritu Santo. Tomás nunca hubiera confesado la divinidad de Cristo al decir “Señor mío y Dios mío” si no se le hubiera dado el Espíritu Santo. Yo, por mucho interés que tuviera por Cristo, incluso por muchas misas y servicios que hubiera hecho, por mucho que escrutara la Biblia, nunca lo hubiera reconocido, como los de Emaús, si no se me infunde el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es un personaje fabuloso que entre todos los epítetos con los que yo le puedo nombrar por lo que ha hecho en mí el más importante es el de luz. Hace la luz en nosotros de dos maneras: abriéndonos los ojos y haciéndonos ver lo que hay que ver. Para entender la obra del Espíritu tenemos que dejar aparte las categorías humanas y nuestra manera natural de comprensión. Con los nuevos ojos sobrenaturales ves a Cristo resucitado y crees en él. El primer fruto de la resurrección es el Espíritu Santo (Jn 7, 39).
Cuando Jesús fue glorificado en la resurrección hizo que el Espíritu de Dios viniera a este mundo de una manera nueva. Este Espíritu crearía un mundo nuevo, redimido, santificado por la muerte y resurrección de Cristo. Es el mundo de la gracia, de los salvados, del pueblo nuevo al que nos gloriamos pertenecer. El Espíritu ya había creado un mundo que se hizo viejo por el pecado. El mayor gozo que tengo ahora, a mis 78 años es el de la fe. Tener fe, pertenecer al mundo nuevo es plenitud. He amado al mundo viejo pero veo que me separo de él más cada día por mi cuerpo enfermo y también por mi alma hastiada de no encontrar en él esperanza.
Lo bueno es que la fe me da el anticipo, no me baso en un sueño vaporoso y evanescente. No vivo de mitos, vivo de realidades ya experimentadas en mi interior. Dentro de mí ha ido creciendo algo que ahora lo puedo formular con palabra clara: ha crecido Jesucristo, con sus dones y sus frutos. Le siento a él vivo dentro de mí pero también siento como algo vitalizador y constructivo la fe en él, la esperanza en él y el amor a él. Siento su unción, percibo su verdad, vivencio la gracia que derrama sobre mí. Cada tarde en la última petición de vísperas que siempre recuerda a los difuntos, me da un vuelco el corazón. Son seres que no han vuelto a la nada sino a una vida nueva en Cristo.
Dice San Pablo una cosa que me llega al alma: No vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20). Esta es la experiencia clave de mi fe. Se trata de que vayas experimentando a Cristo dentro de ti cada vez más real, más perfilado y nítido, hasta que se te haga claro del todo. Desde mi fenomenología el vivir del que habla Pablo lo puedo vivenciar como encuentro, acontecimiento o suceso. De las tres, la vivencia que más me llega es la de suceso: Cristo sucede en mí. Yo soy un ser efímero, contingente, que vive sucediendo hasta mi final; no estoy nunca estable, siempre camino hacia el fin. Todas las cosas de este mundo están sometidas a la ley de la contingencia. Lo contingente es lo que no es absoluto y necesario y que, por lo tanto, tiene fin. Que crezca Cristo en mí quiere decir que algo absoluto y necesario, que no tiene fin, estabiliza mi contingencia y me hace estable para siempre. Él ya no muere más, ha resucitado. Como yo vivo sucediendo, es decir, en el tiempo, Cristo sucede en mí sin morir jamás, luego me hace inmortal.
Ese Cristo que percibo como vivencia es el objeto principal de mi fe, en el creo y en el descanso. No obstante como objeto de fe sacia también mi apetito intelectual. No quiero entender otra cosa que a él mismo. Ha sido hecho para mí sabiduría, justicia, santificación y redención. No lo percibo en el cerebro, sino en algún lugar de mi interior que podía llamar entrañas. Su percepción es más bien del orden del embarazo, de sentirse ocupado por algo real que no es extraño sino que plenifica y hace bien. Después de tenerlo piensas que si no lo tuvieras te faltaría algo esencial a tu vida. Siento por tanto que si no tuviera a Cristo tendría que buscar en algún sitio o con alguna cosa esa plenificación.
Cuando dice en los salmos: Tu eres mi roca, mi defensa, mi refugio, mi alcázar, mi salvación, yo vivencio estas cosas en el Cristo que voy experimentando dentro de mí. Él no es contingente luego, yo estoy a
salvo. ¿Quién podrá contra mí? Rezar los salmos desde las entrañas es sentirte seguro y sacarle a la oración todo el gusto que procede del poderío de la resurrección sentido allí donde sentirías la angustia de la soledad y desvalimiento si no lo tuvieras. ¿Dónde sientes tú la angustia? Ese es el lugar que está destinado en ti para Cristo. Cuando voy en mi cáncer sufriendo resonancias o biopsia tras biopsia: ¿quién podrá conmigo? La verdad más deseada de toda mi vida es que se cumpla en mí estas estrofas del salmo 26:
1El Señor es mi luz y mi salvación, ¿A quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
3Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra,
me siento tranquilo.
Uno piensa que la fe debería permanecer en el orden intelectual y que sentir sus objetos quede para la esperanza o para el amor. Sí, es verdad que la fe conecta con la verdad de Dios más que con su amor, pero la experiencia de todo lo divino es unitaria. ¿Cómo voy yo a creer en algo que no sienta?, reduciría la fe a pura abstracción. Creo, espero y amo al Cristo que siento en mi corazón. Él es una sola realidad que nosotros experimentamos por facetas.
¡Qué obra la del Espíritu Santo embarazándonos de Cristo resucitado a lo largo de nuestra vida! La Palabra de Dios se hace humana en el corazón de Cristo hombre; ahí hay que escucharla, beberla, abrevarse y saciarse de ella. El Espíritu hace lo mismo dentro de nosotros. Con su acción la Palabra se hace carne dentro de nosotros. El Espíritu es absolutamente necesario para que nosotros lleguemos al corazón del Verbo pero él no habla, no tiene palabra propia, no habla de lo suyo, habla sólo de Jesucristo. Conocemos a Cristo gracias al Espíritu y al Espíritu gracias a Cristo. La obra más grande que el Espíritu ha hecho en mí es crearme una intimidad con Cristo. Adoro al Espíritu porque es la luz que me hace conocer al Cristo que es la única palabra de Dios para mí. A eso se reduce lo esencial de mi fe.