Diario de un cura cualquiera (2)
Diario de un cura cualquiera (2)
(Rom 12, 2)
Seguimos leyendo las amarillentas hojas de nuestro querido D. Fernando que, con su bonita letra inglesa nos sigue describiendo apretadamente, con claras intenciones de aprovechar bien el papel, los inicios de su vocación que le sumieron en una larga temporada sembrada de inquietudes juveniles, buscando sinceramente la luz que nadie le ofrecía. Como ya apuntamos en el primer capítulo, resulta asombroso como en la naturaleza humana de todos los tiempos se repiten los mismos fenómenos e inquietudes, la búsqueda y la desorientación, los éxitos y los fracasos, la alegría y la amargura, la fe y la indiferencia, las crisis de crecimiento que amenazan ser permanentes si no se afrontan en su momento con decisión y prudencia. Parece que a nuestro protagonista, por fin, se le abrió una puerta que él describe con detalle en sus memorias.
El trato con algunas personas enfermas me hizo ver claro que lo mío era dedicarme a los demás apostólicamente. Los visitaba de vez en cuando, y esto se comentaba en un pueblo tan pequeño por no ser normal que un chico de mi edad se preocupara de estas situaciones. Alguna inclinación me vería la buena gente cuando lo comentaba con mi familia. Ellos no decían nada, porque yo tampoco hablaba de este tema. Consideraban la conducta casi normal por estar metido en las actividades religiosas de la parroquia. Alguna vez había ido por el pueblo algún alumno del Seminario, y entonces me enteré que a los que estudiaban en este centro para sacerdotes se les llamaba seminaristas. Creo que vino a visitar al cura, que estuvo también de párroco en su pueblo cuando sintió la vocación. Vestía una sotana pobretona, y llevaba un fagín ceñido a la cintura.
Poco pelo y unas gafas de miope casi negras. Parecía simpático, y su aspecto juvenil y abierto me calló bien. Saludó a los monaguillos y a los pocos muchachos que por allí estábamos. Entre nosotros comentábamos lo alegre que se le veía, y lo listo que debería ser para estudiar nada menos que la carrera de cura. En el pueblo no había nadie más listo que el párroco, que sabía más que el maestro que nos enseñó a leer a todos los chiquillos. El maestro nos explicaba cosas interesantes, pero no hablaba de cosas tan profunda como D. Pedro -así se llamaba el párroco-, cuando explicaba el Evangelio o nos daba catequesis. Sí, al seminarista se le veía cara de listo. Nos dijo algunas cosas que no recuerdo, pero que nos agradaron mucho. Era un tipo de joven que nunca había visto. Pasé un rato feliz aquella tarde, y pienso que mis inquietudes se acentuaron, y algo de luz empezó a verse en mi corazón.
¡Qué importante es el testimonio! A los hombres nos gusta ver, necesitamos ver. Siempre ha sido así. En aquellas épocas en que la lectura y la cultura era escasa, y en esta que nos atosiga de teorías, palabras, proyectos, ideas..., estamos saturados de promesas y proyectos que muchas veces no se cumplen. Necesitamos testimonios vivos, gente que encarna de verdad lo que se escribe y se predica. El mundo atrae por sus imágenes, cada vez más seductoras. Dios se quiso hacer presente en el mundo mediante la imagen del hombre, y el hombre le falló. A lo largo de la historia nos ha ido enviando imágenes fuertes de almas escogidas, pero no las hemos querido mirar. En un momento determinado, el mismo Verbo de Dios se hace hombre para que veamos cómo actúa Dios en persona, y los hombres lo crucificaron. Nos dejó la Iglesia, signo y sacramento de su presencia en la historia de la humanidad, pero, ¿qué estamos haciendo de la Iglesia? Nunca se ha hablado tanto y con tanta megafonía. Pero el mundo quiere ver, necesita ver que lo que se dice se vive, que la fe no es una teoría, que las obras son de verdad amores, y no puras razones. ¿Puede ser esta otra de las causas de la crisis vocacional? Tal vez lo jóvenes vean poco, o no vean lo que deben ver, lo que quieren ver.
Para D. Fernando, ver a un seminarista supuso casi descubrir lo que iba buscando, como él comentará más adelante. Una imagen vale más que mil palabras. Y si la imagen es pura, honesta, auténtica, el bien que puede hacer es inmenso. Leyendo las florecillas de San Francisco de Asís, recuerdo aquella anécdota curiosa e ingenua de Francisco que pidió a un hermano de la Orden que le acompañara a predicar a la ciudad. Los dos, vestidos con su tosco sayal marrón, recorrieron todas las calles de la urbe. Al cabo de un tiempo le dijo Francisco al fraile que le acompañaba que se marchaban ya para el convento. Todo extrañado el frailecillo le preguntó:- Pero Padre Francisco, ¿no íbamos a predicar? -A lo que contestó el pobre de Asís: -Sí, hermano, ya lo hemos hecho con nuestra presencia en las calles.- Y se marcharon contentos de haber “hablado” del Evangelio.
Me duró la alegría varios días. Parecía que la calma interior me había dado la paz para siempre. Veía más claras las cosas al conocer a aquel joven clérigo que - según nos comentaría más tarde el cura- le faltaba poco para ser sacerdote. Pero esa serenidad duró poco. Volvía a las incertidumbres y las dudas. No entendía nada. Con el paso del tiempo comprendería que en la vida del hombre siempre hay una lucha continua entre el bien y el mal, la verdad y la mentira, la fe y la duda... Toda mi historia, y me imagino que la de muchísima gente, está sembrada de “crisis” permanente, que Dios permite para que no nos durmamos y luchemos por encontrarle en ese misterioso mundo de la fe.
He leído muchas veces a San Juan de la Cruz y Santa Teresa, y me han confirmado con sus vidas y escritos que lo que digo es verdad. Pero, claro, eso lo entendí yo mucho más tarde. A mis quince años las crisis eran angustiosas. Descubría un mundo bonito que me atraía, pero al mismo tiempo el ambiente que me rodeaba en el pequeño pueblo me atraía con las pobres, pero sugestivas ofertas que me hacía continuamente. Me gustaban las chicas, me atraían con sus simpatías o astucias de mujeres. Tengo que confesar que no había malas intenciones, pero la adolescencia, según he podido comprobar en mi larga vida pastoral, es casi igual para todos y en todas partes. Lo que yo no entendía es si era compatible ese atractivo natural con el deseo de una entrega a Dios en el sacerdote. Yo pensaba que no, y esto me hacía vacilar continuamente. Y yo, en mi ingenuidad rezaba a mi Virgen particular todo lo que sabía, con la confianza absoluta de que me resolvería el problema. Y así fue. ¿Cómo? Intentaré explicarlo brevemente.
Marzo de 1835. Era ya Cuaresma empezada. El Párroco invitó a unos padres jesuitas a dar unas misiones en el pueblo. Creo que vinieron solamente dos, uno mayor y el otro más joven. Esto era una novedad para la vida monótona del pueblo. Los misioneros trastocaron todo el orden normal de la vida en los días que duró la misión. Recuerdo que hubieron actos para todo tipo de personas: niños, jóvenes, ancianos, mujeres, enfermos, matrimonios, etc. El estilo nos resultaba llamativo, pues se salía de la monotonía del párroco, que ya llevaba varios años en el pueblo y nos conocíamos todos sus consejos y ejemplos. No se me olvidan los largos ratos dedicados a confesar. Cerca de aquellos desvencijados confesionarios de la iglesia se formaban interminables colas de mujeres y jóvenes durante el día, y de hombres al anochecer. Yo me puse en una de las colas y me dispuse a hacer una confesión casi nueva, pues era la primera vez que me confesaba con un sacerdote distinto al cura que había conocido desde que hice la primera comunión. Cuando me llegó el turno me arrodillé en un reclinatorio rojo que había por la parte que confesaban los hombres, y dije las palabras de saludo habituales. Aquel Padre, antes de que yo dijera nada se interesó por mí y me preguntó una serie de cosas que yo ni siquiera había pensado. Después le dije todos los pecados que recordaba, incluso los que había confesado en confesiones anteriores pero que tenía dudas si lo había hecho bien. Me dio unos consejos, y me preguntó si había pensado alguna vez consagrar la vida a Dios.
Fue para mí una tremenda sorpresa, pues venía a tocar el punto clave de esa crisis vocacional que yo venía arrastrando desde hacía tiempo. Entonces le expliqué lo que me pasaba, y recuerdo que él me sonrió y se interesó mucho por mí. Me dijo que siguiera pidiéndole luz al Señor y fortaleza para vencer las dificultades que se presentaran. Me preguntó si tenía devoción a la Virgen, y le dije inmediatamente que sí, pues como ya he contado era mi fuerte. Entonces me entregó una estampa con una oración para que la rezara todos los días. Así lo hice y me la aprendí de memoria pronto. Hasta hoy la vengo rezando cada mañana. Se trata de aquella conocida oración que después encontraría en tantos libros, y que empieza así: “¡Oh Señora mía, oh Madre mía! Yo me entrego del todo a tí....”. ¡Qué bien me hizo, y me sigue haciendo esta oración tan bonita! Aquellas palabras y consejos que me dio el misionero me animaron muchísimo. Abrieron grandes ventanales en mi alma por donde comenzó a entrar la luz intensamente.
Todo lo veía más claro. Me daba la impresión de que Dios había salido a mi encuentro a través de aquel sacerdote. Para mí aquellas misiones fueron providenciales, y ya habían dado su fruto. Si uno no se deja llevar por la vida, sino que busca sinceramente la Verdad, Dios sale siempre a tu encuentro cuando menos lo esperas. Por eso comprendo ahora las palabras de San Pablo que mucho más adelante leería con frecuencia: No os conforméis a este mundo.
Es muy cierto lo que nos dice el diario. Dios nunca falla. Diríamos que se acerca a nosotros sigilosamente un día para sembrar la semilla de la inquietud. Durante un tiempo va como jugando con nosotros al escondite, sin dejarse ver claramente. Seguramente para fomentar en el alma el ansia de buscarle, el interés por encontrarle. Me dan mucho miedo aquellas personas que siempre han tenido a Dios a su lado, sin necesidad de buscarle, y no valoran su presencia porque no ha sido fruto de su lucha. A Dios hay que conquistarlo para considerarlo algo nuestro.
El amor es conquista. Hay que ganarse a la persona amada, y naturalmente con sólo el amor. Y a Dios hay que ir con fe y amor si queremos de verdad disfrutar del consuelo de su presencia. Santa Teresa de Jesús, comentando el libro del Cantar de los Cantares, anima a sus monjas a ir a Jesús Sacramentado no por cumplimiento, sino con gran fe y amor para dejarse enriquecer por El: “Por cierto que pienso que, si nos llegásemos al santísimo sacramento con gran fe y amor, que de una vez bastase para dejarnos ricas, ¡cuanto más de tantas!, sino que no parece sino cumplimiento el llegarnos a El, y así nos luce tan poco. ¡Oh miserable mundo, que así tienes atrapados los ojos de los que viven en ti, que no vean los tesoros con que podrían granjear riquezas perpetuas!” (MC 3, 9).
No se entiende esto si no hay sinceridad en nuestra fe. Con demasiada frecuencia encontramos hoy en la juventud un total despiste religioso, una gran desorientación. No sé lo que está fallando en nuestra pedagogía religiosa que no terminan de aprender. Hemos huido frenéticamente de los antiguos catecismos y tratados por considerarlos excesivamente teóricos y trasnochados, y hemos caído en una enseñanza religiosa o catequesis de pura letra e imagen, pero con la misma falta de vida. Es verdad que todo hoy se presenta más bonito, pero sigue faltando la experiencia propia de Dios. No se llega al encuentro personal. Muchas veces ni se habla de El. Nos quedamos en el problema, la duda, el debate, la opinión, la camaradería, la pura frivolidad que se cuela hasta en lo más sagrado. Muchos niños y muchos jóvenes acuden a las catequesis pero, ¿se le ofrece a Dios la oportunidad de acercarse a esas almas para sembrar la semilla del amor? A Dios hay que tratarle si queremos que de verdad llegue a ser algo nuestro.
“Queridos muchachos: Tarde o temprano tendréis que pensar también vosotros en cómo haceros útiles para mejorar la sociedad humana y el mundo en que vivimos. Entonces pensaréis también en lo que podrá ser más eficaz y mejor a este fin. Pues bien, recordad que sólo en el Evangelio de Jesucristo seréis capaces de liberar de verdad al hombre de toda esclavitud y darle la felicidad más honda. Pues, en efecto, el Evangelio coloca en el centro el amor y no el odio, la igualdad de todos y no la opresión ejercida por unos pocos, el diálogo de la paz y no el choque de la lucha, la persona humana y no una ideología abstracta, el impulso a la vida en todas sus manifestaciones y jamás la vejación de la vida” (Juan Pablo II, 14-2-1979). Todo eso es fruto del amor a Dios. Y solamente El es capaz de llenar seriamente una vida. Hay que dejar que el Señor se acerque a nosotros y siembre la inquietud de hacer de nuestra vida algo que merezca la pena. La labor sacerdotal es lo más útil que hay en el mundo, por lo que es y por lo que aporta al hombre. Realmente no podemos conformarnos a este mundo, sino darle lo que necesita. Hay que suscitar el hambre de Dios, la sed espiritual que nos lleva a buscar la verdadera fuente de nuestra felicidad.
Juan García Inza
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