Francisco y el retorno ignaciano de la orden

05 abril 2014 00:00

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Concilio Vaticano II

Como todos sabemos, la Compañía de Jesús ha dejado una huella indiscutible en la historia de la Iglesia, siendo los primeros en abrir camino en muchos campos marcados por la complejidad; sin embargo, no obstante la entrega de tantos jesuitas en el pasado, -y en nuestro tiempo- se dieron muchas malas interpretaciones sobre el Concilio Vaticano II, llegando a una línea pastoral incompatible con muchos aspectos del Evangelio; sobre todo, al sobrevalorar el papel de la sociología en detrimento de la vida espiritual. Algunos, de confesores pasaron a religiosos tras las pancartas. Con la llegada del Papa Francisco, se han encontrado con un Obispo de Roma que -por su pertenencia a la orden- comprende la situación; es decir, las luces y sombras. Sin tomar acciones desmedidas, ha sabido hablarles con cercanía y claridad, retomando -delante de ellos- varios temas de índole espiritual que brillaban por su ausencia. En la homilía que pronunció -el 3 de enero de 2014- en la Iglesia “Del Gesú”, dijo: “Dios es siempre el ´Deus semper maior´, el Dios de las sorpresas, y si el Dios de las sorpresas no está siempre en el centro, la Compañía se desorienta. Por eso ser jesuita significa ser una persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto, porque piensa siempre mirando al horizonte que es la gloria de Dios, siempre mayor, que nos sorprende sin descanso. Es esta la inquietud de nuestra aspiración, la santa y bella inquietud”. ¿No es acaso una llamada de atención amable, cercana, firma e incisiva? Es decir, permitir que Dios sea el centro de la actividad apostólica, porque cuando él pasa a un segundo plano, la orden termina por equipararse a una ONG y la vida comunitaria se diluye rápidamente. Mente abierta que significa dejarse interpelar por tantos laicos que les han pedido que vuelvan al camino de la espiritualidad ignaciana. No es que todos deban ser iguales, pero sí que, en medio de la diversidad, haya aspectos en común como la fidelidad al magisterio de la Iglesia. Evitar; sobre todo, privatizar la fe y dejarla a la libre interpretación dogmática.

El Papa Francisco ha contradicho el lenguaje que la teología de la liberación impuso al interior de la Compañía. En lugar de mal abstracto, error y acción social, él habla del demonio, el pecado y la actividad apostólica. No es que se la vive reduciendo el evangelio a una norma. Simple y sencillamente, ha sabido enfrentar la falta de fidelidad al carisma fundacional de San Ignacio de Loyola. Lejos de menospreciar el papel de las escuelas y universidades católicas, lo ha retomado, atendido y relanzado. Jorge Mario Bergoglio encarna el perfil de un jesuita verdadero, aquél que mantiene el equilibrio entre la acción audaz y la contemplación del misterio de Dios; especialmente, ante el sagrario. También ha criticado el uso de escuelas de espiritualidad relacionadas con el cosmos, en lugar de centrarse en Jesucristo muerto y resucitado.

Desde una posición amable, no solamente está fortaleciendo el rumbo de la Iglesia, sino el retorno de su orden al espíritu de los primeros compañeros jesuitas y, al mismo tiempo, adaptándolo a los nuevos desafíos del siglo XXI. Quienes valoramos el papel de la Compañía de Jesús en el mundo, esperamos verla más cerca de la espiritualidad en acción que del reduccionismo que hace de la fe un mero programa social y político. Si bien es cierto que influye en ambos campos, es mucho más que un discurso, pues parte de una experiencia vital.

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