Según el diccionario de la Real Academia Española, la cultura es el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”. Podemos dividir a la humanidad en tres generaciones: abuelos, padres e hijos. Si bien es cierto que los primeros tuvieron muy poco contacto con las universidades, pues la realidad de la posguerra -sobre todo, en Europa- exigía emigrar en busca de un futuro mejor, sustituyendo al estudio por el trabajo, se trata de una generación hasta cierto punto culta, sensible al arte en sus diferentes expresiones. Aunque casi nunca estuvieron en un salón de clases, el contacto con el mundo exterior, con las ciudades, se encontraba impregnado por la arquitectura, la música y la poesía. Al verse obligados a dejar sus pueblos y comunidades, viajaron y descubrieron nuevas cosas que los marcaron para siempre. De alguna manera, recibieron la cultura de forma empírica. Como no había tantos medios para entretenerse, era fácil sentirse cautivado por un buen libro. El que viajaran en tercera clase porque carecían de los medios necesarios para comprar un billete en mejores condiciones, no les impedía que -al llegar a un puerto como el de New York- se llenaran de una ciudad en la que el teatro y el art déco, resultan toda una experiencia que afina la mente y los sentidos. La segunda generación; es decir, aquella que se refiere a los padres y a las madres -gracias al trabajo de los que hoy identificamos como abuelos- ganaron terreno en el marco universitario, en el ámbito de la educación formal; sin embargo, en la práctica cotidiana, perdieron la sensibilidad cultural de las generaciones anteriores. Se interesaron por la lucha sociopolítica, pero descuidaron otros aspectos, como la poesía y los autores clásicos. Evidentemente, hay muchas excepciones; sin embargo, dicha generación intermedia, hizo que peligrara gravemente el futuro de la cultura, pues al asumir su lugar como padres, maestros, médicos, abogados, etcétera, no supieron transmitir a la tercera generación las aportaciones de la estética, el arte, la belleza y la verdad.
Entre los abuelos y los nietos, hay un abismo, un vacío cultural. A las nuevas generaciones no les ha llegado la cultura con tanta facilidad, pues -aunque asisten con mayor regularidad a la universidad- muchos de los catedráticos han perdido el talento de conseguir despertar ideales nobles entre los estudiantes. La verdad que antes se promovía con claridad, hoy es vista a través de los ojos del relativismo, haciéndoles creer a los alumnos que no hay nada del todo cierto. Tras un adormecimiento cultural, la generación de los hijos, se ha dado cuenta que tiene el derecho de sorprenderse con las aportaciones del arte, con los sentimientos que despierta leer una buena obra literaria o escuchar a un compositor del calibre de Mozart. Cada vez más jóvenes descargan aplicaciones relacionadas con el latín o la música clásica.
La segunda generación dejó de enseñar el valor de la ortografía, de los buenos modales, del vestir; sin embargo, se está dando un despertar. Hoy -además de la conciencia sociopolítica- hay un renovado interés por la cultura y la fe. Las cosas empiezan a tomar su lugar, favoreciendo el equilibrio entre la herencia del pasado y las nuevas aportaciones de la ciencia y de la tecnología. Estamos ante un redescubrimiento de lo que significa para la humanidad las cosas profundas, significativas. Tras un invierno del pensamiento, de la razón, van surgiendo nuevos liderazgos, habilidades y talentos. En este sentido, hay motivos para ser optimistas.
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