El triunfo de los mejores
El triunfo de los mejores
Hace un tiempo leí un excelente artículo del jurista Benigno Pendás en la tercera de ABC. Todo el está cuajado de ideas sugerentes y afirmaciones incontestables. Su punto de mira está en la política del momento y en la crisis social y económica que padecemos. Yo me he tomado la licencia de hacer algunas glosas a sus criterios, pero ampliando el horizonte, contemplando al hombre que vive la vida corriente desde las perspectivas que le ofrece su mente modelada por las ideologías posmodernas, que tratan de contagiar el pensamiento débil.
Sufrimos una sociedad fragmentada que hay que ir componiendo como si fuera un puzle. Y esta operación es muy arriesgada. Todo va a depender de las piezas que nos faciliten, y de los criterios de selección. Al hombre inmaduro de nuestros días le cuesta mucho elegir y decidir. Entonces le es más cómodo dejarse llevar navegando al pairo de la corriente que sopla, sin tomarse la molestia de pensar. Preferimos que otros piensen por nosotros, y que nos den masticado y digerido la porción ideológica de cada día.
“Las palabras ignoran la ley de la gravedad”. Huimos de la realidad, nos da pereza, incluso fobia, tropezarnos con el problema de cada día. Preferimos quedarnos flotando en una nube de ilusiones en donde no caben las ideas madre, los compromisos responsables, la búsqueda de nuevos caminos que nos lleven a la verdad. Pero en realidad la verdad ¿qué es para muchos? Solo existe, dicen, mi verdad, la que ahora me conviene, la que me han prestado para seguir funcionando sin excesivos calentamientos de cabeza. “Cada uno dice lo que quiere”, y todos quieren llevar razón. Y de ahí nace la confusión, la dialéctica, la demagogia, el fanatismo, la intolerancia. Hemos preferido dimitir de las generosas aspiraciones espirituales para descansar perezosamente en una “libertad mediocre”.
El panorama no es como para hacer palmas, algunos hasta dicen que “el optimismo es una falacia”. Pero como cristiano estoy obligado a pensar en positivo. Jesucristo nos dejó su alegría y su paz, porque nos dio la clave para vencer. Pendás reivindica “el triunfo de los mejores”. ¿Quién son los mejores? Tal vez no los más listos y poderosos, pero sí los más santos. Esta afirmación puede parecer hoy ridícula. Pocos la usan, y cuando la oyen les suena a música celestial. Pero es así. Recuerdo aquel grito profético de San Josemaría Escrivá: “Las crisis mundiales, no lo olvides, son crisis de santos”. ¿Pero quiénes son los santos? Aquellos que hacen en su vida un hueco a Dios y trabajan por el bien común. Dice el autor que comentamos que “la obra bien hecha no sirve para nada en un ambiente propicio a la chapuza como fórmula recurrente para salir del paso”. ¡Qué gran verdad! Los santos, los que intentan hacer humildemente el bien, resultan incómodos. Siempre ha sido así. Me comentaba una vez una buena madre lo que le ocurrió en el hospital cuando fue a dar a luz a su sexto hijo. Todas las parturientas y familiares de la planta le dieron la espalda al enterarse que era madre de una familia numerosa, incluso la trataron de injusta con la sociedad. ¿Cabe mayor contrasentido y mayor mediocridad en esta sociedad manipulada por la cultura del bienestar mal entendido?
Es urgente que triunfen los mejores. Lo necesita nuestro mundo sin alma, abocado a la peor de las crisis, que es la del amor. Realmente la justicia reclama que los mejores, desde una actitud humilde pero responsable, se pongan en pie y traten de coger las riendas de la sociedad para remontar el vuelo. Es hora de salir al aire libre y dar la cara. Es verdad que “los peores ganan con demasiada frecuencia”. Y llamamos peores a los mediocres sin perspectivas humanistas, y menos aún espirituales. Pero ese ridículo triunfo tiene un recorrido muy corto.
Como me propuse mirar más allá al empezar el artículo, quiero hacer referencia al tiempo que estamos viviendo. Hablamos de conversión, de dar un giro valiente en los caminos torcidos. Podemos ser mejores, debemos ser mejores. Nuestro mundo enfermo nos necesita urgentemente. Aunque humildemente nos consideramos pecadores, pero que saben pedir perdón.
Juan García Inza