Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Pensar con libertad

Pensar con libertad

por Un alma para el mundo

 


Jutta Burggraf era una gran pensadora. Profesora destacada de Teología de la Universidad de Navarra. Escribió mucho, y esparció con generosidad su saber con precisión alemana. ¡Qué lástima que muriera hace tres años! A veces nos parece que se mueren los que más falta hacen. Pero tenemos la dicha de contar con sus escritos, todos ellos de una gran profundidad, y con un lenguaje asequible. Publicó un trabajo titulado “Pensar Con Libertad”. Es demasiado largo para el espacio de un Blog. Pero intentaré ofrecerlo por entregas, así se nos hace más asequible.

 

                “Los pensamientos son libres”, dice una canción popular alemana. Se puede comprender que fue prohibido cantarla en el tercer Reich. Pero el mandato de “olvidarla”, propio de un régimen totalitario, condujo solamente a cantarla con más entusiasmo, en la clandestinidad o, al menos, por dentro, en el propio corazón, es decir, en aquel lugar íntimo que no alcanzan las órdenes, y donde “los otros” no pueden entrar.

 

                Somos libres para pensar por cuenta propia. Pero, ¿tenemos el valor de hacerlo de verdad? ¿O estamos más bien acostumbrado a repetir lo que dicen los periódicos y revistas, la televisión, la radio, lo que leemos en internet o lo aseverado por alguna persona, más o menos interesante, con la que nos cruzamos por la calle? Hoy en día, en muchos países parece que ha desaparecido la autoridad que dicta los pensamientos, la censura. Pero lo que hallamos en realidad, es que aquella autoridad ha cambiado su modo de obrar: no se vale de la coerción sino tan sólo de una blanda persuasión. Se ha hecho invisible, anónima, y se disfraza de normalidad, sentido común u opinión pública. No pide otra cosa que hacer lo que todos hacen.

 

                ¿Somos capaces de resistir a los tiroteos constantes de este “enemigo invisible”? ¿Hemos aprendido a ejercer nuestra facultad para discurrir y discernir? Pensar es, sin duda, una gran cosa; pero es ante todo una exigencia de la naturaleza humana: no debemos cerrar voluntariamente los ojos a la luz. ¿Estamos dispuestos, en definitiva, a ser o llegar a ser “filósofos”, a entusiasmarnos con la realidad y buscar el sentido último de nuestra vida?

 

                El Papa Juan Pablo II afirmó algo que parece atrevido a primera vista: “Cada hombre es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas con las cuales orienta su vida.” " ¿Qué quiere decir esto? Un profesor de química, un ama de casa, un taxista, una ministra, un campesino, una artista, un futbolista, ¿todos ellos pueden ser filósofos?

 

 La filosofía comienza con la humanidad

 

                Es común reclamar un especialista siempre que se quiere tratar temas de medicina, física, arquitectura o ingeniería. Nadie puede considerarse capaz de contestar competentemente las preguntas que surgen en estos campos, si no tiene una formación elemental en tales materias. Y ni siquiera intenta hablar de estos temas durante una barbacoa o una excursión. Pero ése es precisamente el caso de la filosofía: cualquiera se atreve a hablar de temas filosóficos. Hasta en algunas tascas –si el ruido lo permite– se escuchan conversaciones profundas sobre el mundo, el sentido de la vida o lo extraño que es que el tiempo pase tan rápido y no se pueda conservar el momento. Por cierto, ¡cuántos no han estado esperando en una estación delante de un reloj, y se han convertido en filósofos! Es verdaderamente impresionante pues fijándose un rato en la aguja, y observando cómo se mueven el segundero, el minutero… nos preguntamos, casi sin darnos cuenta ¿qué es el instante? ¿qué significa el presente? ¿no me estoy moviendo ya en el futuro? ¿O aún estoy en el pasado? “Hoy será el ayer de mañana,” dice la gente; y también: “Al ahora... pronto me referiré con las palabras hace poco.” Incluso San Agustín afirmó: “Yo sé lo que es el tiempo, siempre que no me lo preguntes.”

 

                Es posible conversar sobre esta y otras muchas cuestiones casi en cualquier situación, preferentemente en la naturaleza, en los montes o a la orilla del mar. En principio, todo hombre está capacitado para reflexionar sobre las dimensiones más profundas de la vida. ¿Significa esto que todos los hombres somos filósofos, en el sentido estricto de la palabra? ¿Que no es necesario disponer de una formación especial para ejercer esta ciencia? Nada de eso. Pero significa que la filosofía es distinta a las demás ciencias, y que, en principio, todo hombre capaz de razonar puede ejercer de filósofo.

 

                Todo ser humano, tarde o temprano, se plantea el por qué y el para qué de su existencia, se pregunta de dónde viene y a dónde va, quién es y lo que podría hacer de su vida. En esto se distingue de los animales. El animal vive de un día para otro: come, bebe, duerme, crece, corretea, se reproduce y muere. Una vida así es buena y normal para un animal, pero no para una persona. Los filósofos de la Antigüedad llegaron a decir –tal vez de una manera algo ruda– que si una persona no se plantea las preguntas fundamentales de la vida y solamente vive de un día para otro (de una comida a la otra, de un telediario al otro), habrá “fracasado” en su existencia. En lo más profundo de su ser no habrá llegado a encontrarse a sí mismo; no se habrá “convertido en hombre”. Dicho de manera tradicional: su existencia no habrá sido digna de ser la de un hombre.

 

                ¿Cuándo comienza la filosofía? Según algunos expertos, con Tales de Mileto, en el siglo VI antes de Cristo; según otros, nace con Homero en el siglo IX antes de Cristo; hay personas más radicales que señalan que, antes de los griegos, los pueblos orientales de alguna manera ya filosofaban… Sin embargo, si es verdad que cada hombre es filósofo, la filosofía debe comenzar con la humanidad. En las bibliotecas alemanas se puede encontrar una obra anticuada y cubierta de polvo, de varios tomos, escrita en el siglo XVIII, “Historia de la Filosofía – desde los comienzos del mundo hasta nuestra época”. La portada del primer tomo muestra un paisaje salvaje con un gran oso y tiene por título: “La filosofía prediluviana”.  Sin embargo, es un rasgo característico de nuestro tiempo, que no pocas personas parecen carecer de inquietudes intelectuales. Hasta se muestran “alegres” en un cierto nihilismo práctico que no se preocupa del porqué de la vida, ni se formula la mera pregunta por el sentido de la existencia. Nos encontramos frente al peligro de no vivir la vida, sino de “dejarse llevar”. A veces, no disponemos de la suficiente calma interior para considerar los acontecimientos con cierta objetividad y tomar conciencia de la propia situación existencial. No reflexionamos sobre el sentido y los objetivos del propio actuar; en definitiva: no ejercemos como filósofos, prescindiendo así de una dimensión esencial de la vida humana.

 

                Durante la segunda guerra mundial, un joven alemán, miembro de la resistencia, que se encontraba en Rusia, escribió en su diario un diálogo ficticio con uno de sus jefes: “El hombre ha nacido para pensar…, ¡para pensar, querido funcionario! Esta palabra se dirige directamente contra ti, contra ti y todo el sistema que habéis montado. Eso te sorprende porque, según dices, eres una persona que exalta el espíritu. Es un espíritu perverso al que estás sirviendo en esta hora de desesperación... Reflexionas sobre el perfeccionamiento de la ametralladora, pero la pregunta más rudimentaria, más fundamental e importante la acallaste ya en tu juventud: es la pregunta: ¿por qué? y ¿a dónde?”."[3] En efecto, el simple plantearse estos interrogantes es ya una primera señal de que una persona se rebela ante la perspectiva de vivir como un animal. Normalmente se puede filosofar, claro está, cuando las necesidades básicas de la vida están al menos mínimamente colmadas. Pero aunque este sea el caso, observamos una cierta “apatía”, una cierta “abstención de pensar”, justamente en las sociedades occidentales consumistas.

 

Influencias negativas sobre la capacidad filosófica

 

                Nuestra vida se ha convertido, en muchos sentidos, en un ajetreo continuo. Muchas personas sufren las consecuencias del estrés o de un cansancio crónico. La dureza de la vida profesional, y también las exigencias exageradas de la industria del ocio, traen consigo unas obligaciones excesivas, así que lo único que se desea por la noche es descansar, distraerse de los problemas cotidianos, y no esforzarse nada más. Todo esto puede llevar a una cierta “enajenación espiritual”, a la superficialidad de una persona que vive sólo en el momento, para las cosas inmediatas. En nuestra sociedad de bienestar tan saciada, con frecuencia, resulta muy difícil detenernos a reflexionar.

 

                A la vez, podemos observar frecuentemente una decadencia hacia lo instintivo, lo puramente sensual. Muchas películas, revistas, talkshows y hasta no pocas páginas web del internet hablan un lenguaje claro. Pero una persona que se deja absorber por el materialismo y el sensualismo, se embota y se ciega frente a lo espiritual. Uno puede acostumbrarse a casi todo, incluso a no utilizar su entendimiento para realizar las críticas más elementales y necesarias.

 

                Un exceso de información también puede ser un impedimento. Vivimos en la era de los medios de comunicación de masas. Recibimos una inmensa cantidad de información. Quien intenta acceder inmediatamente a toda la información de los cinco continentes, quien no se pierde ninguna tertulia televisiva ni ningún comentario político, o suele ver una película tras otra, puede convertirse en una persona muy superficial. Con frecuencia no tenemos ni tiempo, ni fuerzas suficientes para asimilar toda la información recibida. Además, absorbemos inconscientemente muchos miles de datos, cuando, por ejemplo, nos paseamos por el centro de una ciudad... Hace pensar una pequeña anécdota que se cuenta de la escritora alemana Ida Friederike Görres. Una vez, en los años cincuenta del siglo pasado, le preguntaron qué hacía para tener siempre ideas tan originales y saber juzgar con tanta claridad la situación de la sociedad. Respondió: “No leo ningún periódico. Así puedo concentrar mis fuerzas. De lo importante ya me enteraré de todas maneras.” Naturalmente, esta postura es muy discutible y, en mi opinión, no es digna de imitación. Pero sí puede invitarnos a reflexionar. Hoy, varias décadas más tarde, se ha multiplicado enormemente el volumen de la información que recibimos cada día, a la vez que se ha especializado. Será difícil para una persona convertirse en un filósofo sin una cierta “actitud distante” con respecto a los medios de información. El escritor ruso Dostoievski afirma: “Estar solo de vez en cuando, es más necesario para una persona normal que comer y beber.”

 

                A lo largo de la historia, hubo grandes pensadores que se separaron voluntariamente del ajetreo de la sociedad. No querían distraerse con banalidades. Un ejemplo famoso de la Antigüedad es Diógenes, que vivía feliz en un barril y no se dejaba molestar por nadie, según cuenta la tradición. Un ejemplo de nuestro tiempo es el filósofo austríaco Wittgenstein, hijo de un industrial, que regaló a sus hermanos los millones que había heredado. Prefería la austeridad a las riquezas. Durante largo tiempo no comía otra cosa que pan y queso; cuando le preguntaron por la razón, respondió sencillamente: “Me da igual lo que como; lo que importa es que siempre sea lo mismo”.  Cuando murió en 1951, sus últimas palabras fueron: “Dígales que tuve una vida maravillosa”.

    En verdad todos tenemos algo de filósofos. Pero hay que pensar con libertad, y la libertad hay que conquistarla y defenderla cada día. En ello nos va la felicidad. Seguiremos aportando la sabiduría de esta mujer que vivió, y murió, hablando de Dios.

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