Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Santa Elena y la verdadera Cruz de Cristo

Santa Elena y la verdadera Cruz de Cristo

por Un alma para el mundo

  En el 292 Constancio se convirtió en el César de Occidente, dándose a sí mismo prerrogativas de tipo político y renunció a Helena para casarse con Teodora, la hijastra del Emperador Maximiano Herculius, su benefactor y admirador. Pero su hijo permaneció fiel y leal a ella. A la muerte de Constancio Cloro, en el 308, Constantino, quien le sucedió, convocó a su madre a la corte imperial, confiriéndole el título de Augusta, ordenando que se le tributaran honores como la madre del soberano y acuñó monedas con su efigie.

       Por influencia de su hijo, abrazó el Cristianismo después de la victoria de este sobre Majencio. Esto es atestiguado directamente por Eusebio (Vita Constantini, III, xlviii): "Ella (su madre) se convirtió bajo su influencia (de Constantino) en una sierva de Dios tan devota, que uno podía creer que había sido discípula del Redentor de la humanidad desde su más tierna niñez". También es claro el consenso entre los historiadores contemporáneos de la Iglesia que Helena, desde el momento de su conversión, tuvo una vida seriamente cristiana y que su influencia y liberalidad favoreció una amplia expansión del Cristianismo.

 

La tradición vincula su nombre con la construcción de iglesias cristianas en las ciudades de Occidente, donde residía la corte imperial, principalmente en Roma y Trier, y no hay razón para rechazar esta tradición; además, por lo que sabemos con certeza a través de Eusebio, Helena erigió iglesias en los lugares santos de Palestina. A pesar de su edad avanzada emprendió un viaje a Palestina luego de que Constantino, gracias a su victoria sobre Licinio, se convirtió en el único Emperador del Imperio Romano en el 324. Fue en Palestina, como lo sabemos por Eusebio (op. cit., xlii), donde ella tomó la resolución de dar a Dios, el Rey de Reyes, el homenaje y el tributo de su devoción.

       Fue pródiga en su generosidad y buenas obras en esta tierra, "la exploró con un notable discernimiento", y "la visitó con la atención y solicitud del emperador mismo". Entonces, "luego de haber mostrado la veneración debida a las huellas del Salvador", mandó erigir dos iglesias para la adoración a Dios: una se levantó en Belén, cerca de la Gruta de la Natividad, y la otra sobre el Monte de la Ascensión, en las cercanías de Jerusalén. También embelleció la gruta sagrada con ricos ornamentos.

 

Su generosidad fue tal que, de acuerdo a Eusebio, no solo ayudaba a personas sino a comunidades enteras. Los pobres y desposeídos fueron especialmente objeto de su caridad. Con piadoso celo visitó las iglesias por todas partes haciéndoles ricas donaciones. Fue así que, en cumplimiento de los preceptos del Salvador, en adelante dio fruto abundante en obras y palabras. Si Helena se comportó de esta manera mientras vivió en Tierra Santa, no deberíamos dudar que mostrara la misma piedad y benevolencia en aquellas otras ciudades del imperio en las que residió después de su conversión.

 

Helena aún vivía en el año 326, cuando Constantino mandó ejecutar a su hijo Crispo. Cuando, según la relación de Sócrates (Hist. Eccl., I, xvii), en el 327 el emperador realizó mejoras en Drepanum, la ciudad natal de su madre, y decretó que se llamaría Helenópolis, es probable que ella haya regresado de Palestina con su hijo, quien para entonces residía en Oriente. Aunque se aproxima ya a los setenta años alienta en su espíritu un deseo altamente repensado y nunca confesado, pero que cada día crece y toma fuerza en su alma; anhela ver, tocar, palpar y venerar el sagrado leño donde Cristo entregó su vida por todos los hombres.

       Organiza un viaje a los Santos Lugares en cuyo relato se mezclan todos los elementos imaginables pertenecientes al mundo de la fábula por tratarse del desplazamiento de la primera dama del Imperio a los humildes a lejanos lugares donde nació, vivió, sufrió y resucitó el Redentor. Pero aparte de todo lo que de fantástico pueda haber en los relatos, fuentes suficientemente atendibles como Crisóstomo, Ambrosio, Paulino de Nola y Sulpicio Severo refieren que se dedicó a una afanosa búsqueda de la Santa Cruz con resultados negativos entre los cristianos que no saben dar respuesta satisfactoria a sus pesquisas. Sintiéndose frustrada, pasa a indagar entre los judíos hasta encontrar a un tal Judas que le revela el secreto rigurosamente guardado entre una facción de ellos que, para privar a los cristianos de su símbolo, decidieron arrojar a un pozo las tres cruces del Calvario y lo cegaron luego con tierra.

 

Las excavaciones resultaron con éxito. Aparecieron las tres cruces con gran júbilo de Helena. Sacadas a la luz, sólo resta ahora la grave dificultad de llegar a determinar aquella en la que estuvo clavado Jesús. Relatan que el obispo Demetrio tuvo la idea de organizar una procesión solemne, con toda la veneración que el asunto requería, rezando plegarias y cantando salmodias, para poner sobre las cruces descubiertas el cuerpo de una cristiana moribunda por si Dios quisiera mostrar la Vera Cruz.

        El milagro se produjo al ser colocada en sus parihuelas sobre la tercera de las cruces la pobre enferma que recuperó milagrosamente la salud. Tres partes mandó hacer Helena de la Cruz. Una se trasladó a Constantinopla, otra quedó en Jerusalén y la tercera llegó a Roma donde se conserva y venera en la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén.

 

No han faltado autores que atribuyan a la fábula el hecho de la invención por Helena basándose principalmente en que no hay noticia expresa de tamaño acontecimiento hasta un siglo después. Ciertamente es así, pero lo resuelven otros estudiosos afirmando que la fuente histórica que relata los acontecimientos es el historiador contemporáneo Eusebio de Cesarea al que en su Vita Constantini sólo le interesan los acontecimientos realizados por Constantino, bien porque sigue los cánones de la historia contemporánea, o quizá porque sólo le interesa adular a su anfitrión.

Constantino estuvo con ella cuando murió a la avanzada edad de ochenta años aproximadamente (Eusebius, "Vita Const.", III, xlvi). Esto debió suceder alrededor del año 330, puesto que las últimas monedas que se sabe fueron acuñadas con su nombre llevan esta fecha. Su cuerpo fue llevado a Constantinopla y colocado para su descanso en la cripta imperial de la iglesia de los Apóstoles. Se cree que sus restos fueron transferidos en 849 a la Abadía de Hautvillers, en la Arquidiócesis Francesa de Reims, como consta en el registro del monje Altmann en su "Translatio". Fue reverenciada como una santa, y su veneración se extendió al Occidente a principios del siglo IX.

 

En Roma su memoria es asociada principalmente con la iglesia de La Santa Cruz de Jerusalén. En el lugar donde actualmente se levanta esta iglesia antiguamente se asentó el Palatium Sessorianum, y cerca se encontraban las Termas Helenianas, cuyos baños tomaron su nombre de la emperatriz. Aquí se encontraron dos inscripciones compuestas en honor de Helena. El Sessorium, que se encontraba cerca del Laterano, sirvió posiblemente como residencia de Helena cuando permaneció en Roma; por eso es bastante probable que en este lugar Constantino haya erigido una basílica cristiana, a sugerencia de su madre y en honor de la Cruz verdadera.

      Existen numerosos documentos de los siglos IV y V que describen cómo a partir de la visita de Santa Helena los cristianos veneraban las reliquias de la Pasión que habían quedado en Jesuralén. Así lo atestiguan Eusebio, Rufino, Teodoreto y San Cirilo de Jerusalén. Egeria, una mujer que peregrinó a los Santos Lugares en el siglo IV, habla de multitudes de fieles que ya por entonces acudían de todo el Oriente cristiano para tomar parte en las solemnidades en honor de la Cruz.

 

Otro historiador, Sócrates el Escolástico, recogió a mediados del siglo V una piadosa tradición según la cual, durante la travesía marítima que realizó la emperatriz para volver a Roma desde Jerusalén, habría sobrevenido una fuerte tempestad. La nave se debatía entre las olas a punto de naufragar, hasta que Santa Helena -después de atarlo con una cuerda para echarlo por la borda- hizo que tocara las aguas el Santo Clavo que llevaba consigo, y el mar se calmó al instante.

 

Ese Clavo, los tres fragmentos de la Cruz y el INRI fueron piadosamente custodiados por Santa Helena en su residencia imperial: el palacio Sessoriano. Al cabo de algunos años, posiblemente después de la muerte de su madre, Constantino quiso que se construyera allí una basílica que tomó el nombre del palacio, Basílica Sessoriana, aunque también era llamada Sancta Hierusalem. Como cimiento simbólico de esta construcción se puso la tierra del Gólgota que la Emperatriz había traído desde Palestina, y los preciosos fragmentos de la Santa Cruz se ofrecían a la vista de los fíeles en un relicario de oro adornado con gemas.

 

De la primitiva basílica constantiniana sólo se conservan algunos restos pertenecientes a los muros exteriores. A esa edificación siguió otra del siglo XII, a su vez sustituida por el templo de estilo barroco tardío, terminado en 1744, que puede contemplarse actualmente. A pesar de estos cambios arquitectónicos y de otras vicisitudes históricas, como las invasiones padecidas por Roma, toda una colección de documentos atestigua que las reliquias que se veneran en esta basílica son las mismas que trajo Santa Helena desde Tierra Santa.

       Es del todo natural que este lugar se convirtiese enseguida en meta de la piedad del pueblo cristiano. Muy pronto se empezó a celebrar allí la liturgia del Viernes Santo. Hasta el siglo XIV, el Papa en persona, con los pies descalzos, encabezaba la procesión que iba desde la Basílica del Laterano hasta la Basílica de la Santa Cruz, para adorar la vexilla crucis, la bandera de la Cruz, el estandarte de la salvación.

Fuente: http://www.historiadelaiglesia.org/2009/05/la-madre-de-constantino-el-grande-nacio.html

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