Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Llegar a tiempo

Llegar a tiempo

por Un alma para el mundo

  

Alfonso Aguiló es un experto en educación. Le leí hace tiempo esta entrevista y me gustó. De ella recojo estos párrafos que considero de interés. Se trata de llegar a tiempo en la educación de los hijos, y concretamente en la educación de los sentimientos. Se observa hoy que hay mucha brusquedad en el ambiente social de cualquier edad. Hay riñas, discusiones acaloradas, agresiones, violencia, amenazas… Y todo ello suele comenzar en el mismo hogar. Basta poner la televisión y ves a un grupo enzarzado en debates políticos, otros protestando amargamente por cualquier cosa, jóvenes agarrados a sus litronas con actitudes groseras… El ambiente está muy crispado. Es posible que contribuya a ello la situación social de la crisis y el paro. Pero nunca está justificada una agresión, ni física ni verbal. No disfracemos la mala educación con la careta de la libertad de expresión.  La educación de los sentimientos no se improvisa. Hay que empezar muy pronto. Así lo afirma Aguiló. La cita que ofrecemos es larga, pero merece la pena escuchar a un experto en tema tan delicado y urgente.

 

«Jamás he logrado tener una conversación seria con mi padre», se lamenta un chico de diecisiete años. «Yo quiero a mis padres porque son mis padres, pero no porque se lo merezcan», dice con tristeza una chica de catorce. «Me siento incapaz de entender a mis hijos», asegura con pesadumbre una madre de familia. «Me he pasado la vida trabajando como un loco, y ahora veo que he sacrificado a mi familia y que no tengo ni un solo amigo de verdad», confiesa con desolación un brillante ejecutivo en pleno naufragio matrimonial. «Llevamos doce años casados y desde hace diez vivimos como dos desconocidos», afirma con amargura otra madre desconsolada.

 

Son muestras de fracasos en la educación afectiva, y podrían referirse muchísimos más, de todo tipo.

 

                Consideremos, por ejemplo, el caso de una niña de trece años, procedente de una familia acomodada y bien avenida, pero que tiene problemas de relación con sus compañeros en el instituto. No logra concentrarse y comienza a bajar su rendimiento académico. El fracaso en los estudios le lleva a distanciarse mucho de sus padres, seriamente disgustados por sus malas calificaciones. Su sentimiento de frustración crece con el paso de los años, y recurre cada vez más a la bebida cada fin de semana en diversos lugares de ocio, como una forma de evasión de sus problemas. El refugio en el alcohol en esos ambientes le lleva a una serie de relaciones sexuales ocasionales con personas en parecida quiebra emocional. A la edad de veinte años, su vida es un completo caos y acude a la consulta del psiquiatra con un cuadro agudo de alcoholismo y depresión.

 

                Está claro que la situación tiene, a esas alturas, un arreglo difícil. Y está claro también que cuando la chica tenía trece años nadie presagiaba semejante evolución. La pregunta es: ¿qué podríamos haber hecho durante su infancia y su adolescencia para variar el curso de los acontecimientos? ¿Podríamos haber hecho algo más para llegar a tiempo?

 

Este último ejemplo es quizá un poco extremo, ¿no?

 

                Quizá, pero no por eso demasiado infrecuente. La Organización Mundial de la Salud ofrecía recientemente estadísticas muy ilustrativas: por ejemplo, el suicidio es la primera causa de muerte de jóvenes entre 18 y 24 años en el conjunto de los países occidentales. Según otros estudios, uno de cada cinco niños presenta problemas psicológicos serios: las enfermedades mentales (ansiedad, depresión y fobias principalmente) constituyen la causa más frecuente de baja escolar prolongada en adolescentes. Muchos jóvenes comienzan muy pronto a consumir alcohol en exceso, y al llegar a los 20 años uno de cada seis presenta síntomas de embriaguez crónica. La frecuencia de trastornos alimentarios (anorexia y bulimia, sobre todo) también se ha disparado en los últimos años.

 

                Las cifras de adolescentes que se fugan de sus casas (sólo en Francia, por ejemplo, más de cien mil cada año) dan también bastante que pensar. Si a esto añadimos los estragos de las drogas, el inquietante fenómeno de la violencia juvenil urbana, el desarraigo de muchos chicos provenientes de familias desestructuradas, o el creciente nivel de fracaso escolar (en muchos casos suelen ir unidas varias de estas situaciones), el panorama puede resultar desolador. Ante esos datos, muchos mueven la cabeza horrorizados y piensan que casi nada se puede hacer. Parece como si las conductas adictivas, violentas o de abandono fueran el más concurrido refugio ante la desolación que sienten muchos jóvenes, y que la espiral de desmotivación o la inconstancia engulle sin remedio sus vidas.

 

Son datos realmente preocupantes, sobre todo porque detrás de cada uno de esos casos suele haber dramas humanos muy dolorosos, y que les condicionarán luego mucho en su vida adulta.

 

                Sí, y por esa razón se han declarado en las últimas décadas diversas cruzadas contra diferentes problemas que amenazan nuestra sociedad: el fracaso escolar, el alcoholismo, los embarazos de adolescentes, la violencia juvenil, las drogas, la inestabilidad familiar, etc. Sin embargo, una y otra vez se comprueba que suele llegarse demasiado tarde, cuando la situación ha alcanzado ya proporciones endémicas y ha arraigado fuertemente en las vidas de esas personas.

La información no es suficiente

                La mayoría de esas campañas se centran en la información sobre los muchos males que traen consigo esos errores. Sin embargo, la experiencia demuestra que la información, aunque tenga una indudable utilidad, por sí sola resuelve bastante poco. Entre otras cosas, porque la mayoría de las veces el problema no es propiamente la droga, ni el alcohol, ni el fracaso escolar, sino las crisis afectivas que atraviesan esas personas y que les llevan a buscar refugios fáciles al calor de esos errores.

                Y no se trata sólo de gente joven, puesto que hay muchos adultos, quizá profesionales destacados, y que incluso pueden resultar muy brillantes vistos a cierta distancia, que esconden dentro de sí un fuerte analfabetismo sentimental que lastra enormemente sus vidas.

                Al ser humano no siempre le basta con comprender lo que es razonable para luego, sólo con eso, practicarlo. El comportamiento humano está lleno de sombras y de matices que escapan al rigor de la lógica, y que campan por sus respetos moviendo resortes subconscientes de la persona. Inteligencia, voluntad y sentimientos constituyen como una especie de división de poderes sobre un único individuo, y el acierto de su andadura por la vida depende de que esas tres instancias trabajen en buena sintonía.

 

Disfrutar haciendo el bien

Por eso, las personas más anticipativas y previsoras se preguntan con frecuencia cómo deberían educar a sus hijos –o cómo educarse ellos mismos– para no incurrir en esos errores. Porque los errores en educación se pagan muy caros, y aunque no siempre se pueden evitar, lo decisivo es procurar adelantarse y abordarlos antes de que lleguen a plantearse abiertamente. Se trata de lograr, en la medida de lo posible, que no tengamos que esperar a haber tropezado y caído para que el dolor nos haga abrir los ojos a la realidad.

 

Lo verdaderamente eficaz es

centrarse en la prevención,

pues de sobra sabemos que

muchos de esos problemas son graves

y tienen muy difícil remedio.

 

Las causas que los producen suelen ser complejas, y se entrelazan con muchos factores como la herencia genética, la dinámica familiar, el estilo educativo escolar o la cultura urbana del entorno. No existe un único tipo de solución que sea capaz de resolver estos problemas.

 

Pero debemos prestar

una especial atención

al desarrollo afectivo

de las personas.

 

Pues, como ha señalado Alasdair Macintyre, una buena educación es, entre otras cosas, haber aprendido a disfrutar haciendo el bien y a sentir disgusto haciendo el mal.

 

Se trata, por tanto,

de aprender a querer

lo que merece ser querido.

 

Aprender a educar los sentimientos

 

Aprender a educar los sentimientos sigue siendo hoy una de las grandes tareas pendientes. Muchas veces se olvida que los sentimientos son una poderosa realidad humana; y que –para bien o para mal– son habitualmente lo que con más fuerza nos impulsa o nos retrae en nuestro actuar.

¿Y por qué crees que se ha descuidado tanto esa educación?

 

Unas veces, por la confusa impresión de que los sentimientos son algo oscuro y misterioso, poco racional, y casi ajeno a nuestro control. Otras, porque se confunde sentimiento con sentimentalismo o sensiblería. Y siempre, porque la educación afectiva es una tarea difícil, que requiere mucho discernimiento y mucha constancia (aunque esto no debería sorprendernos, pues nada valioso ha solido ser fácil de alcanzar).

 

En cualquier caso, rehuir esa tarea significaría renunciar a mucho, pues los sentimientos aportan a la vida una gran parte de su riqueza.

 

Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado nuestros sentimientos. Sin embargo, con frecuencia actuamos como si apenas pudieran educarse, y consideramos a las personas –o a nosotros mismos– como tímidas o extrovertidas, generosas o envidiosas, tristes o alegres, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si eso fuera algo que responde a una inexorable naturaleza casi imposible de modificar.

 

Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil precisar. Pero está también el poderoso influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive. Y está, sobre todo, el propio esfuerzo personal por mejorar.

 

¿Y los sentimientos influyen en las virtudes?

 

                Cada estilo sentimental favorece unas acciones y entorpece otras. Por tanto, cada estilo sentimental favorece o entorpece una vida psicológicamente sana, y favorece o entorpece la práctica de las virtudes o valores que deseamos alcanzar. No puede olvidarse que la envidia, el egoísmo, la agresividad, o la pereza, son ciertamente carencias de virtud, pero también son carencias de la adecuada educación de los sentimientos que favorecen o entorpecen esa virtud. La práctica de las virtudes favorece la educación del corazón, y viceversa.

 

                Está claro que, como sucede con todo empeño humano, la tarea de educar tiene sus límites, y nunca cumple más que una parte de sus propósitos. Pero eso no quita su interés. Educar los sentimientos es algo importante, seguramente más que enseñar matemáticas o inglés, pero... ¿quién se ocupa de hacerlo? Si se desentienden la familia y la escuela, y luego uno mismo tampoco sabe bien cómo avanzar en ese camino, la formación del propio estilo emocional acabará en gran parte en manos de las circunstancias, la moda o el azar.

 

                Es la nuestra una época en la que la familia se ve sometida a una serie de problemas nuevos, sobre los que quizá hemos tenido poco tiempo de reflexionar con calma.

 

Es triste ver tantas vidas arruinadas

por la carcoma silenciosa e implacable

de la mezquindad afectiva.

 

La pregunta es: ¿a qué modelo sentimental debemos aspirar?, ¿cómo encontrarlo, comprenderlo, y después educar y educarse en él? Es un asunto importante, cercano, atractivo y complejo…

Fuente: http://www.interrogantes.net/Educar-los-sentimientos/menu-id-22.html

                La sociedad española está muy crispada. De la indignación por causas de justicia se pasa fácilmente a la ofensa y al delito. Nos falta más corazón para tomar siempre el camino más humano. La violencia es lo más opuesto a una relación de justicia y fraternidad. Estamos a tiempo de iniciar, o proseguir, entre los más jóvenes una concienzuda educación de los sentimientos para que descubran que la democracia es algo más serio que las algaradas en las calles y la persecución del que no piensa como yo.

Juan García Inza

Juan.garciainza@gmail.com

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