La Iglesia de los pobres
La Iglesia de los pobres
El papa Francisco ha empezado con fuerza el ministerio Petrino. Desde el principio, con gestos y palabras, ha dejado clara cuál va a ser la línea de su pontificado. Netamente evangélica, como no podía ser de otro modo. Y bien venida sea esa decidida opción por los pobres del mundo. Pero a muchos ha dejado un poco perplejos.
Una señora me decía un tanto confusa: -Mire usted, me encanta este Papa, pero me queda una duda que me angustia un poco. Dice él que la Iglesia que le agrada es la de los pobres. Lo veo muy bien. Pero mire, yo no soy pobre. Tengo una pensión que me da de comer y me sobra un poco. No me puedo comparar, ni mucho menos, con los que andan buscando comida por los contenedores. Tampoco con los que derrochan dinero. Soy de lo que suele llamarse clase media. ¿Quepo yo en esa Iglesia que le gusta al Papa?
Bueno –le dije-, hay que aclarar las cosas. La pobreza puede ser una realidad no buscada, y puede ser una virtud evangélica. Sin duda Jesús vino a evangelizar a los pobres, como manifestó públicamente en la Sinagoga de Nazaret. A lo largo de su actividad pública, fue buscando a los necesitados de todo tipo, que realmente fueron los que mejor le comprendieron. Vivió pobre (no tenía donde reclinar la cabeza), y murió pobre en la cruz, sin nada.
La Iglesia debe volcarse con los pobres materiales, con los que les ha tocado, si es que les ha tocado, el trozo más insignificante de la tarta mundial. No sería evangélico que se pusiera del lado de los poderosos sin escrúpulos. Algunas veces ha ocurrido, más veces de la cuenta. Y ha de intentar ser vehículo para el trasvase de bienes. Pedir para dar. Compartir.
Pero no olvidemos que no existe solo la pobreza material, aunque sea la más llamativa. Generalmente este tipo de pobreza tiene sus raíces en una pobreza más sibilina, camuflada en el corazón. Es la pobreza espiritual del que no tiene a Dios, del que no sabe amar, ni mirar con bondad y misericordia al prójimo. Jesucristo lo calca magistralmente en la parábola del “Buen samaritano”. En esa escena se observan tres tipos de pobreza: la del desgraciado del camino que no tiene quien le mire, la del fariseo que no quiere mirar, y la del buen samaritano que pone su cabalgadura, su tiempo y su dinero a disposición del necesitado.
Hay mucha indigencia espiritual. Y esta pobreza es la peor, porque te priva de las ganas de pedir ayuda a Dios y a los demás. De este tipo pobres están las calles llenas. Un paradigma de amor a los pobres es la Beata Teresa de Calcuta. Cuando fue a fundar a Estados Unidos manifestó que allí estaban los pobres más necesitados, los que no tienen a Dios y se debaten en la soledad espiritual. Su biógrafo más cercano, Leo Maasburg, en el libro “La Madre Teresa de Calcuta, un retrato personal” (Ed. Palabra), dice: “Podemos asumir sin temor a equivocarnos que la SED de Jesús en la Cruz no se refiere solo a una necesidad física, sino que tiene también una dimensión espiritual más profunda. Dice TENGO SED y prueba el vinagre que le ofrecen… El vinagre debió causarle un dolor terrible. Pero el significado espiritual es mucho más profundo. Jesús comenzó su ministerio público convirtiendo el agua en un vino excelente en la celebración de una boda en Caná. Al final de su ministerio público, los soldados le ofrecen vinagre: vino que se ha estropeado… El vinagre son nuestro pecados, nuestra negligencia, nuestra debilidad, nuestros errores y nuestras traiciones…Los posos de nuestra vida” (Pág. 57-58).
El vinagre es el fruto de la pobreza espiritual que no sabe dar nada más que lo que no quiere nadie, lo que no tiene valor, el “vino estropeado”. Por eso es necesaria la virtud de la pobreza. La Iglesia es de los que son pobres y de los que rompen las ataduras materiales que no les deja vivir la caridad. Zaqueo, por poner un ejemplo, pasó de la riqueza empedernida a la pobreza del desprendimiento.
Dice San Agustín: “Pero el hombre moderado encuentra una regla de vida que le rija dentro de esta multitud de bienes caducos y pasajeros, que le envuelven y amenazan cegarle, y es la siguiente: No se debe amar ninguno ni creerlo deseable por sí mismo, sino servirse de ellos únicamente según las necesidades y deberes de la vida, con la moderación de un usufructuario, no con la pasión de un alma enamorada” (Sobre las costumbres de la Iglesia, 1,21).
La Iglesia, ha dicho el Papa Francisco, no es una ONG, pero sí una familia que intenta vivir el amor, la fraternidad, tendiendo la mano al que necesita mi ayuda. Esta es la Iglesia de los pobres. Todos cabemos, pero sin olvidar que somos hermanos, hijos de un mismo Padre que hace salir el sol y manda la lluvia para todos, ricos y pobres. “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
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Juan García Inza