Un hombre firme
por Déjame pensar
Benedicto XVI es un hombre firme, valiente, que refleja su amor a Dios y a la Iglesia y su profundidad en la fe. Su decisión, que en un primer momento nos desconcierta, también nos hace reflexionar en la grandeza de la Iglesia. Pues este sucesor de Pedro, ante la imposibilidad de regirla como él pensaba que había de ser regida, por su actual condición física, nos brinda un ejemplo de humildad, generosidad y valentía al tomar una decisión de renuncia, cosa que no sucedía desde el siglo XV.
Los que amamos a la Iglesia tenemos la esperanza de que esta decisión, que estoy convencido de que ha estado muy meditada por el Santo Padre, dará sus frutos para el bien de la Iglesia. Es la clara intención manifestada por el Papa: «Me voy por el bien de la Iglesia». Y se ha ido no sin haberse hecho presente, en cantidad de viajes, en muchas comunidades de todo el mundo y como españoles hemos de agradecer los repetidos viajes a España y el amor y la proximidad que ha facilitado a tantos fieles.
Las acciones de Dios, que no siempre son fácilmente inteligibles y no siempre las comprendemos, tienen como motivación la búsqueda, sin cesar, del bien de su criatura más querida: la persona humana.
Y ese amor llevó a Cristo a fundar su Iglesia, que tiene más de veinte siglos, y los doce discípulos se han convertido en unos mil ochocientos millones de creyentes.
Pienso que el cambio de Santo Padre, que deseamos y esperamos sea como los que hemos conocido, también nos debe exigir cuál es nuestro futuro Papa, por encontrarnos inesperadamente con un cambio en quien es cabeza de la Iglesia tiene su explicación. Pero creo que es también el momento de preguntarnos qué Iglesia presidirá el nuevo Pontífice, es decir cómo somos los creyentes de nuestro tiempo. Preguntémonos los creyentes con qué pueblo de Dios se encontrará el sucesor de Benedicto XVI.
Un pueblo que ha recibido, entre otros dones, los muchos y provechosos escritos y libros suyos, que han iluminado y animado a ser mejores a todo el pueblo creyente.
Quizás sea el momento, una vez más, de preguntarnos, pues somos miembros de Cristo, si, por lo que a nosotros toca, le dejamos un poco fuera de nosotros, a la intemperie, a merced del polvo de los caminos su pobre cabeza divina, toda empapada del relente de la noche antes de estar bañada por el sudor de sangre. Quizás muchos no tenemos un recogimiento hecho de silencio y de espera, porque no se le vela como a un muerto, sino como a un resucitado glorioso con quien se debe tener el diálogo de la oración o de la contemplación.
Gracias, Santo Padre, por su ejemplo y perseverancia en formar al pueblo de Dios.
Los que amamos a la Iglesia tenemos la esperanza de que esta decisión, que estoy convencido de que ha estado muy meditada por el Santo Padre, dará sus frutos para el bien de la Iglesia. Es la clara intención manifestada por el Papa: «Me voy por el bien de la Iglesia». Y se ha ido no sin haberse hecho presente, en cantidad de viajes, en muchas comunidades de todo el mundo y como españoles hemos de agradecer los repetidos viajes a España y el amor y la proximidad que ha facilitado a tantos fieles.
Las acciones de Dios, que no siempre son fácilmente inteligibles y no siempre las comprendemos, tienen como motivación la búsqueda, sin cesar, del bien de su criatura más querida: la persona humana.
Y ese amor llevó a Cristo a fundar su Iglesia, que tiene más de veinte siglos, y los doce discípulos se han convertido en unos mil ochocientos millones de creyentes.
Pienso que el cambio de Santo Padre, que deseamos y esperamos sea como los que hemos conocido, también nos debe exigir cuál es nuestro futuro Papa, por encontrarnos inesperadamente con un cambio en quien es cabeza de la Iglesia tiene su explicación. Pero creo que es también el momento de preguntarnos qué Iglesia presidirá el nuevo Pontífice, es decir cómo somos los creyentes de nuestro tiempo. Preguntémonos los creyentes con qué pueblo de Dios se encontrará el sucesor de Benedicto XVI.
Un pueblo que ha recibido, entre otros dones, los muchos y provechosos escritos y libros suyos, que han iluminado y animado a ser mejores a todo el pueblo creyente.
Quizás sea el momento, una vez más, de preguntarnos, pues somos miembros de Cristo, si, por lo que a nosotros toca, le dejamos un poco fuera de nosotros, a la intemperie, a merced del polvo de los caminos su pobre cabeza divina, toda empapada del relente de la noche antes de estar bañada por el sudor de sangre. Quizás muchos no tenemos un recogimiento hecho de silencio y de espera, porque no se le vela como a un muerto, sino como a un resucitado glorioso con quien se debe tener el diálogo de la oración o de la contemplación.
Gracias, Santo Padre, por su ejemplo y perseverancia en formar al pueblo de Dios.
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