Reflexionando sobre el Evangelio. Mc 9,38-43.45.47-48
Reprochamos aquello que nos une y no lo que nos separa
Los expertos creen que el primer escrito evangélico fue precisamente una colección de frases del Señor, llamada fuente Q. El escrito evangélico de Marcos sería, según esta teoría, el Evangelio más antiguo. Lo cierto es que el Evangelio de hoy domingo está compuesto por una serie de aforismos o frases, recolectadas durante el tiempo que Cristo estuvo predicando. Entre ellas tenemos una muy interesante: la que narra la existencia de una persona que hacía milagros en Nombre del Señor, pero no era de la “compañía” que estaba en torno a Cristo. San Agustín nos habla de esta situación:
...el hombre que hacía milagros en nombre de Cristo y no era de la compañía de los discípulos; estaba con ellos y no contra ellos, en tanto que hacía los milagros, y no estaba con ellos y sí en su contra, cuando no se unía a ellos. Pero como le prohibieron que hiciera aquello por lo cual estaba con ellos, les dijo el Señor: "No hay por qué prohibírselo". Lo que debieron prohibirle fue lo que no estuviera en su compañía, porque así le hubieran exhortado a la unidad de la Iglesia, y no en aquello en que [sí] estaba con ellos… Así es como obra la Iglesia católica: no reprobando en los herejes lo que tienen de común con ella, sino lo que de ella les separa, o bien alguna doctrina que sea contraria a la Paz y a la Verdad, en lo cual están contra nosotros. (San Agustín, de consensu Evangelistarum, 4, 5)
¿A qué nos recuerda esto? Quizás a los episodios en los que nos reprochamos muchas cosas secundarias y pasamos por alto todo lo que nos une. Lo superficial oculta, en muchas ocasiones, que realmente una fe bien formada y profunda. Por eso es tan importante para nosotros lo superficial o puramente estético, que nos hace reconocernos como pertenecientes a un colectivo u a otro. San Agustín señala muy acertadamente que cuando tenemos problemas de Paz y Verdad, es cuando la unidad se resiente. Lo que queremos encontrar en otro hermano de fe, es paz y verdad. Paz en su forma de relacionarse con nosotros y verdad, en sus palabras, sentimientos y acciones. San Agustín lo señala directamente:
De esto se desprende que aquéllos que se consagran al Nombre de Cristo, son más útiles aun antes de contarse en el número de los cristianos, que los que llamándose ya así y conociendo bien sus sacramentos enseñan cosas a los demás que los arrastran consigo a las penas eternas. (San Agustín, de consensu Evangelistarum, 4, 6)
Actualmente vivimos una época con frecuentes disputas internas entre hermanos. Desconfianza y dudas, que nos hacen preferir la soledad antes que la amistad. Sanar el cuerpo eclesial no es sencillo. Nadie puede hacerlo con fuerzas humanas. ¿Qué podemos hacer para superar estos momentos oscuros? Sólo Cristo tiene poder para alejar las desconfianzas y sanar las heridas que hemos recibido de otros hermanos en la fe. Tenemos que pedir al Espíritu Santo que nos permita y ayuda a hablar con palabras que reintegren lo disperso y restauren lo roto. Palabras que creen cercanía y confianza. Palabras en total sintonía con nuestra vida y voluntad. Sólo Cristo tiene palabras de Vida Eterna. Quiera el Señor que estas palabras lleguen a los demás por medio de cada uno de nosotros.