Lunes, 23 de diciembre de 2024

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¿Qué lenguaje debemos usar para hablar de Dios?

¿Qué lenguaje debemos usar para hablar de Dios?

por Un alma para el mundo

 

Seguimos con el trabajo publicado por la profesora de Teología Dogmática de la Universidad de Navarra  Jutta Burggraf, en torno a la FE y a la evangelización. Nos habló en el capítulo anterior sobre El ambiente actual: 1. La época del postmodernismo.- 2. Actitud ante los cambios culturales. En este segundo capítulo que hoy ofrecemos habla de la Identidad cristiana y autenticidad, de la Serenidad y del Amor y confianza.-

 

II. La personalidad de quien habla

      Para tratar sobre Dios, no sólo hace falta tener en cuenta el ambiente que nos rodea. Todavía más decisiva es la personalidad de quien habla: porque, al hablar, no sólo comunicamos algo; en primer lugar, nos expresamos a nosotros mismos. El lenguaje es un “espejo de nuestro espíritu”.

      Existe también un lenguaje no verbal, que sustituye o acompaña nuestras palabras. Es el clima que creamos a nuestro alrededor, ordinariamente a través de cosas muy pequeñas, como son, por ejemplo, una sonrisa cordial o una mirada de aprecio. Cuando faltan los oligoelementos en el cuerpo humano, aunque sean mínimos, uno puede enfermar gravemente y morir. De un modo análogo podemos hablar de “oligoelementos” en un determinado ambiente: son aquellos detalles, difícilmente demostrables y menos aún exigibles, que hacen que el otro se sienta a gusto, que se sepa querido y valorado.

    1. Ser y parecer

      Nos conviene tomar en serio algunas de las modernas teorías de la comunicación (que, por cierto, expresan verdades de perogrullo). Estas teorías nos recuerdan que una persona transmite más por lo que es que por lo que dice. Algunos afirman incluso que el 80% o 90% de nuestra comunicación ocurre de forma no verbal.

      Además, transmitimos sólo una pequeña parte de la información de modo consciente, y todo lo demás de modo inconsciente: a través de la mirada y la expresión del rostro, a través de las manos y los gestos, de la voz y todo el lenguaje corporal. El cuerpo da a conocer nuestro mundo interior, “traduce” las emociones y aspiraciones, la ilusión y la decepción, la generosidad y la angustia, el odio y la desesperación, el amor, la súplica, la resignación y el triunfo; y difícilmente engaña. San Agustín habla de un “lenguaje natural de todos los pueblos”.

      Los demás perciben el mensaje, asimismo, sólo en parte de modo consciente, y se enteran de muchas cosas inconscientemente. Se me ha grabado una situación, en la que he comprobado esta verdad de un modo muy claro. Cuando trabajaba en una institución para personas enfermas y solitarias, algún día, un directivo entró en la habitación de un enfermo y le hablaba muy amablemente, haciéndole todo tipo de caricias. Pero cuando salió de la habitación, el enfermo me confesó que sentía mucha antipatía hacia este director. ¿Por qué? Por razones de mi trabajo me había enterado que el visitante, en realidad, despreciaba al enfermo. Quería disimularlo, pero lo expresó inconscientemente. Y, como era de temerse, el enfermo lo percibió perfectamente.

      Esto quiere decir que no basta sonreír y tener una apariencia agradable. Si queremos tocar el corazón de los otros, tenemos que cambiar primero nuestro propio corazón. La enseñanza más importante se imparte por la mera presencia de una persona madura y amante. En la antigua China y en la India, el hombre más valorado era el que poseía cualidades espirituales sobresalientes. No sólo transmitía conocimientos, sino profundas actitudes humanas. Quienes entraban en contacto con él, anhelaban cambiar y crecer —y perdían el miedo a ser diferentes.

      Justamente hoy es muy importante experimentar que la fe es muy humana y muy humanizante; la fe crea un clima en el que todos se sienten a gusto, amablemente interpelados a dar lo mejor de sí. Esta verdad se expresa en la vida de muchos grandes personajes, desde el apóstol San Juan hasta la Madre Teresa de Calcuta y San Josemaría Escrivá.

    2. Identidad cristiana y autenticidad

      Para hablar con eficacia sobre Dios, hace falta una clara identidad cristiana. Quizá nuestro lenguaje parece, a veces, tan incoloro, porque no estamos todavía suficientemente convencidos de la hermosura de la fe y del gran tesoro que tenemos, y nos dejamos fácilmente aplastar por el ambiente.

      Pero la luz es antes que las tinieblas, y nuestro Dios es el eternamente Nuevo. No es la “vetustez” del cristianismo originario lo que pesa a los hombres, sino el llamado cristianismo burgués. “Pero este cristianismo burgués no es el cristianismo —advierte Congar—. Es tan sólo la encarnación del cristianismo en la civilización burguesa”. Este hecho nos permite tener una cierta porción de optimismo y de esperanza a la hora de hablar de Dios.

      Un cristiano no tiene que ser perfecto, pero sí auténtico. Los otros notan si una persona está convencida del contenido de su discurso, o no. Las mismas palabras —por ejemplo, Dios es Amor— pueden ser triviales o extraordinarias, según la forma en que se digan. “Esa forma depende de la profundidad de la región en el ser de un hombre, de donde proceden, sin que la voluntad pueda hacer nada. Y, por un maravilloso acuerdo, alcanzan la misma región en quien las escucha”. Si alguien habla desde la alegría de haber encontrado a Dios en el fondo de su corazón, puede pasar que conmueva a los demás con la fuerza de su palabra. No hace falta que sea un brillante orador. Habla sencillamente con la autoridad de quien vive —o trata de vivir— lo que dice; comunica algo desde el centro mismo de su existencia, sin frases hechas ni recetas aburridas.

      Una persona asimila, como por ósmosis, actitudes y comportamientos de quienes le rodean. Así, toda actividad cristiana puede invitar a abrirse a Dios, esté o no en relación explícita con la fe. Pero también puede escandalizar a los demás, de modo que las palabras pierdan valor. Edith Stein cuenta que perdió su fe judía cuando, de niña, se dio cuenta de que, en las ceremonias de la Pascua, sus hermanos mayores sólo “hacían teatro” y no creían lo que decían.

    3. Serenidad

      Un cristiano no es, en primer lugar, una persona “piadosa”, sino una persona feliz, ya que ha encontrado el sentido de su existencia. Precisamente por esto es capaz de transmitir a los otros el amor a la vida, que es tan contagioso como la angustia.

      No se trata, ordinariamente, de una felicidad clamorosa, sino de una tranquila serenidad, fruto de haber asimilado el dolor y los llamados “golpes del destino”. Es preciso convencer a los otros —sin ocultar las propias dificultades— que ninguna experiencia de la vida es en vano; Siempre podemos aprender y madurar —también cuando nos desviamos del camino, cuando nos perdemos en el desierto o cuando nos sorprende una tempestad. Gertrud von Le Fort afirma que no sólo el día soleado, sino también la noche oscura tiene sus milagros. “Hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación”.

      ¿Cómo puede comprender y consolar quien no ha sido nunca destrozado por la tristeza? Hay personas que, después de sufrir mucho, se han vuelto comprensivos, cordiales, acogedores y sensibles frente al dolor ajeno. En una palabra, han aprendido a amar.

    4. Amor y confianza

      El amor estimula lo mejor que hay en el hombre. En un clima de aceptación y cariño, se despiertan los grandes ideales. Para un niño, por ejemplo, es más importante crecer en un ambiente de amor auténtico, sin referencias explícitas a la religión, que en un clima de “piedad” meramente formal, sin cariño. Si falta el amor, falta la condición básica para un sano desarrollo. No se puede modelar el hierro frío; pero cuando se lo calienta, es posible formado con delicadeza.

      A través de los padres, los hijos deberían descubrir el amor de Dios. Hace falta el “lenguaje de las obras”; es precisovivir el propio mensaje. Lo decisivo no son las lecciones y las clases de catecismo, que vendrán más tarde. Antes, mucho antes, conviene preparar la tierra para que acoja la semilla.

      En sus primeros años de vida, cada niño realiza un descubrimiento básico, que será de vital importancia en su carácter: o “soy importante, me entienden y me quieren”, o “estoy por medio, estorbo”. Cada uno tiene que hacer, de algún modo, esta experiencia de amor que nos transmite Isaías: “Eres precioso a mis ojos, de gran estima, yo te quiero... En la palma de mis manos te tengo tatuado”.

      Si falta esta experiencia, puede ocurrir que una persona nunca sea capaz de establecer relaciones duraderas, ni de trabajar con seriedad. Y, sobre todo, será difícil para ella creer de verdad en el amor de Dios: creer que Dios es un Padre que comprende y perdona, y que exige con justicia para el bien del hijo. “La historia de la decadencia de cada varón y de cada mujer habla de que un niño maravilloso, valioso, singularísimo y con muchas cualidades perdió el sentimiento del propio valor”. Esto difícilmente se puede arreglar más tarde dando clases sobre el amor de Dios. Una persona dijo con acierto: “Lo que haces, es tan ruidoso que no oigo lo que dices”.

      Muchas personas no han podido desarrollar la “confianza originaria”. Y como no la conocen, se mueven en un ambiente de “angustia originaria”. No quieren saber nada de Dios; llegan a sentir miedo y hasta terror frente al cristianismo. Porque, para ellos, Dios no es nada más que un Juez severo, que castiga y condena, incluso con arbitrariedad. No han descubierto que Dios es Amor, un Amor que se entrega y que está más interesado en nuestra felicidad que nosotros mismos.

      Por eso, es tan importante creer en las capacidades de los demás y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchos hombres y mujeres que saben animar a los otros a ser mejores, a través de una admiración discreta y silenciosa. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, que, con paciencia y constancia, animan y ayudan a desarrollar.

      Cuando alguien nota que es querido, adquiere una alegre confianza en el otro: comienza a abrir su intimidad. La transmisión de la fe comienza —a todos los niveles— con un lenguaje no verbal. Es el lenguaje del cariño, de la comprensión y de la auténtica amistad.

 

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