Lunes, 25 de noviembre de 2024

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Del agua bendita, una reseñita histórica

por En cuerpo y alma

 
            La práctica de bendecir el agua forma parte, junto con las bendiciones en general, de lo que técnicamente hablando se da en llamar sacramentales, que el Catecismo de la Iglesia Católica define así:
 
            “Signos sagrados con los que, imitando de alguna manera a los sacramentos, se expresan efectos, sobre todo espirituales, obtenidos por la intercesión de la Iglesia. Por ellos, los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida” (núm. 1667).
 
            En el Catecismo, y dentro precisamente del artículo que se dedica a las sacramentales, existe una única mención del agua bendita, que es la que hace su número 1668, a saber:
 
            “Comprenden siempre una oración, con frecuencia acompañada de un signo determinado, como la imposición de la mano, la señal de la cruz, la aspersión con agua bendita (que recuerda el Bautismo)”.
 
            Pero para llegar a la concepción eminentemente espiritual que le conocemos hoy, la práctica del agua bendita ha pasado por varias vicisitudes, por lo menos dos concretamente: su utilización como instrumento de las abluciones corporales, y su uso como instrumento de sanación.
 
            Por lo que se refiere al primero de los aspectos, su uso para la limpieza y purificación del cuerpo antes de entrar en contacto con las cosas sagradas, es una práctica que nada debería tener de extraña en el cristianismo, en cuanto estrechamente vinculada con su herencia judía. Esto dice el libro del Exodo:
 
            “Situó la pila entre la Tienda del Encuentro y el altar, y echó en ella agua para las abluciones; Moisés, Aarón y sus hijos se lavaron en ella las manos y los pies. Siempre que entraban en la Tienda del Encuentro y siempre que se acercaban al altar, se lavaban, como Yahvé había mandado a Moisés” (Ex. 40, 30-32).
 
            Una obligación que es extensiva, por lo menos, a todo el servicio del templo, el que conforman todos los miembros de una de las doce tribus, la de los levitas:
 
            “Pon a los levitas aparte del resto de los israelitas y purifícalos. Para esta purificación harás con ellos de la siguiente manera: los rociarás con agua lustral; se rasurarán ellos todo el cuerpo, lavarán sus vestidos y así quedarán purificados” (Lv. 8, 6-7).
 
            Del judaísmo la práctica pasa directamente al islam, donde se recoge varias veces en el Corán, que incluso distingue entre diferentes tipo de ablución:
 
            “Cuando os dispongáis a rezar, lavaos la cara, las manos y los brazos hasta los codos, y pasaos las manos mojadas ligeramente por la cabeza, y lavaos los pies hasta los tobillos” (C. 5, 6).
 
            Lo cierto, sin embargo, volviendo al cristianismo, es que ni los documentos canónicos ni otros documentos tempranos del cristianismo como notablemente la Didaché, -breve texto del s. II que se centra justamente en las prácticas litúrgicas de los primeros cristianos-, se detienen en este uso “ablucional” del agua entre los cristianos. Bien significativo resulta al respecto, el tratamiento que el evangelista Marcos da al tema como algo ajeno y extraño a los primeros cristianos, y posiblemente hasta uno de los campos (como también lo fue el sabbat) en los que Jesús más duramente se empleará contra sus contemporáneos fariseos.
 
            “Los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas” (Mc. 7, 3-4).
 
            Lo cierto es que entre los cristianos el uso “ablucional” del agua parece restringirse al ministro del sacramento eucarístico, esto es, el sacerdote, lo cual retrotrae su aparición a la del orden sacerdotal tal cual lo conocemos hoy día. Todo un tema al que también al que dedicaremos algún día un capítulo en esta columna, pues lo cierto es que entre los primeros cristianos, el oficio de la eucaristía no lo desarrolla un sacerdote, sino cualquier cristiano en su casa.
 
            Por lo que hace al segundo uso del agua bendecida, su utilización en la curación de enfermedades, el Pontifical o Scrapion de Tumis, un obispo del siglo IV, recoge ya una bendición del aceite y agua durante la misa destinada a tal efecto:
 
            “Invocamos sobre esta agua y este aceite el Nombre de Aquél que sufrió, que fue crucificado, que resucitó de entre los muertos y que está sentado a la derecha del Padre. Concede a estas criaturas el poder de sanar; que todas las fiebres, todos los malos espíritus y todas las dolencias huyan de quien tome esta bebida o sea ungido con ella, y que sea un remedio en el Nombre de Jesucristo, tu único Hijo.”
 
            Texto que tiene de interesante que en él aparecen vinculados por un lado la bendición del aceite, estrechamente relacionado con lo que luego constituirá el sacramento de la unción de enfermos, y por otro la bendición del agua, que terminará vinculada al sacramental del agua bendita.
 
            San Gregorio de Tours (538-594) en De gloria confessorurii, habla del ermitaño Eusitio que curaba las fiebres cuartanas con agua que él mismo bendecía, cosa parecida a lo que según sostenía, hacían San Martín o San Julián.
 
            En cuanto a la tercera de las finalidades de las que hablamos arriba, la estrictamente espiritual y sacramental que le vemos revestir hoy, lo cierto es que no parece surgir sino hacia finales del s. IV o principios del s. V. Las importantes Constituciones Apostólicas, una colección de ocho libros compuestos de tratados independientes sobre disciplina, culto y doctrina cristianos, redactadas hacia el año 400 y destinadas a servir como manual de orientación para el clero y hasta para los laicos, atribuye el uso del agua bendita al apóstol San Mateo. En su Historia de la Iglesia escrita en el primer cuarto del s. V, Teodoreto (393-h.460) afirma que Marcelo, Obispo de Apamea, santificó el agua por la señal de la cruz (op. cit. 5, 21). Una carta de Sinesio (370-414) alude específicamente al “agua lustral colocada en el vestíbulo del templo”. Balsamon nos cuenta que en la Iglesia griega se bendecía agua al comienzo de cada mes lunar, en una costumbre que nos pone una vez más en contacto con esa recurso evangelizador tan propio del cristianismo como es el sincretismo, por el que se cristianizaban fiestas, lugares y prácticas paganas precristianas. El Papa San León IV (847-855) ordena que cada sacerdote bendiga agua cada domingo. Hincmar de Reims en su Capitula synodalia da las siguientes instrucciones:
 
            “Cada domingo, antes de la celebración de la Misa, el sacerdote bendecirá agua en su iglesia […]. Cuando la gente entre a la iglesia será rociada con esta agua, y los que deseen se pueden llevar alguna en vasijas limpias para que rocíen sus casas, campos, viñedos y ganado”.
 
            Santa Teresa (1515-1582), por su parte, utiliza el agua bendita con una finalidad muy personal:
 
            “Sé por propia experiencia que no hay nada que eche a volar al diablo como el agua bendita”.
 
            Por lo que se refiere a la generalización de la práctica y su anexión al templo cristiano, y aunque determinados receptáculos presentes en cementerios (Chiusi, cementerio de Calixto) y catacumbas (San Saturnino) pudieron servir como pilas de agua bendita, la práctica no se consolida en occidente hasta el s. XI. Por cierto que vino muy unido al fenómeno de pilas reservadas para grupos determinados, sobre todo clérigos, o como es comprensible, leprosos, cosa patente en Saint Savin en los Pirineos, o Milhac de Coutron en la Dordoña.Y es que, de hecho, uno de los debates a los que el agua bendita viene irremisiblemente unida es el de la expansión y contagio de enfermedades, y todos recordamos aún como durante la alarma que produjo la aparición de la gripe A durante el año 2009, muchas iglesias retiraron el agua de sus jofainas.
 
            Ha sido también frecuente que el agua bendita no se tomara directamente de la pila, sino por medio de un aspersorio o rociador, sujeto a ella con una cadenita al modo en que se hace con los bolígrafos en las ventanillas de los bancos. A tal propósito se utilizaban ramas de laurel, hisopo, palmera o boj, o mangos terminados en mechones, incluso el rabo de un zorro.
 
            El arzobispo de Milán San Carlos Borromeo (1538-1584) da las siguientes instrucciones:
 
            “La pila de agua bendita será de mármol o de piedra sólida, ni porosa ni con grietas. Se apoyará sobre una columna espléndidamente labrada y no deberá colocarse fuera de la iglesia sino dentro y, en la medida de lo posible, a la derecha de los que entren. Habrá una en la puerta por donde entran los hombres y otra en la puerta de las mujeres. No estarán pegadas a la pared sino separadas de ella tanto como sea conveniente. Una columna o base las sostendrá y no debe representar algo profano. Un aspersorio estará unido por una cadena a la vasija, la cual será de latón, marfil o algún otro material artísticamente trabajado”.
 
  
            ©L.A.
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