Viernes, 22 de noviembre de 2024

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La Eucaristía, un beso de Jesús a mi alma (5)

La Eucaristía, un beso de Jesús a mi alma (5)

por Un alma para el mundo


LA VIVENCIA DE SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS

 

 


«Él no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad» (Ms A 48vº) 


LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE SANTA TERESA DE LISIEUX
 

 

Santa Teresita nos ofrece en sus manuscritos muchos datos que nos indican la importancia fundamental de la devoción eucarística en su familia y en su vida. Ya desde niña, su padre la llevaba cada tarde a hacer la visita al Santísimo: «Todas las tardes iba a dar un paseo con papá; hacíamos juntos nuestra visita al Santísimo Sacramento, visitando cada día una iglesia distinta»(Ms A 14rº)

En sus cartas infantiles nos cuenta de su preparación personal para recibir a Jesús: «el día de mi primera comunión quiero que el Niño Jesús se encuentre tan a gusto en mi corazón, que no piense ya en volverse al cielo...» (Cta. 11).

El día de su primera comunión escribe: «Qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma...! Fue un beso de amor. Me sentía amada y decía a mi vez: «Te amo, y me entrego a ti para siempre»... Ni el precioso vestido que María me había comprado, ni todos los regalos que había recibido me llenaban el corazón. Sólo Jesús podía saciarme» (Ms A 35rº-36rº)

Y en su segunda comunión escribe: «¡Qué dulce recuerdo he conservado de esta segunda visita de Jesús! De nuevo corrieron las lágrimas con inefable dulzura. Me repetía a mí misma sin cesar estas palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, ¡es Jesús quien vive en mí...!». A partir de esta comunión, mi deseo de recibir al Señor se fue haciendo cada vez mayor.» (Ms A 36rº).

En el Carmelo, ya como religiosa, su amor a Jesús Sacramentado irá creciendo con ella. Las frecuentes comuniones y las largas horas de oración ante el sagrario, van a purificar y a madurar su alma.


EL SACRIFICIO DE LA MISA

Poco después de la gracia de Navidad, con solo 14 años escribe: «Jesús, para salvar a los hombres quiso nacer más pobre que los pobres... ¿Quién, Jesús, se atreverá a negarte este corazón que tan merecidamente has conquistado y al que has amado hasta hacerte semejante a él y dejarte luego crucificar por unos verdugos despiadados? Además, eso no te pareció todavía suficiente: tuviste que quedarte para siempre cerca de tu criatura, y desde hace dieciocho centenares de años estás prisionero de amor en la santa y adorable Eucaristía».

Como vemos, ya desde tan temprana edad entiende la Eucaristía como una prolongación del «abajamiento» del Señor. En sus escritos, Teresa cita varias veces la afirmación de San Juan de la Cruz: «es propio del amor abajarse». El que ha querido hacerse pequeño, naciendo de María; el que ha aceptado hacerse débil, entregándose a la muerte; sigue haciéndose pequeño y débil en la Eucaristía hasta el final de los tiempos. Para Teresa, lo importante es la motivación de este triple «abajamiento»: «para salvar a los hombres».

Estamos ante un sacrificio por amor. Este tema es recurrente en todos sus escritos, especialmente en sus numerosas poesías de tema eucarístico. Nos basta una como ejemplo: «Mi corazón robaste, haciéndote mortal y vertiendo tu sangre ¡oh supremo misterio! Y aún vives desvelado por mí sobre el altar» (PN 23, 5).

En la Encarnación, Jesús se hizo mortal, asumió nuestra naturaleza limitada y caduca. En la Muerte llevó la Encarnación a las últimas consecuencias. En la Eucaristía se prolonga este misterio, en el que «el Dios fuerte y poderoso» (Ms A 45rº), «se hace pequeño y débil por mi amor, para hacerme fuerte y valerosa, para revestirme de sus armas» (Cf. Ms A 44vº). En la noche de Navidad de 1886, Teresa comprendió que toda la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte, fue «un sacrificio», una entrega continua y voluntaria por los hombres, olvidándose de sí mismo. También comprendió que la única felicidad posible está en parecernos a Jesús, en repetir su «sacrificio», olvidándonos de nosotros mismos, de nuestras comodidades y caprichos para pensar en los demás.

Por último, comprendió que en la Eucaristía se renueva esa entrega del Señor y se produce un admirable intercambio: Él se hace débil para darnos fortaleza, se hace pequeño para engrandecernos, se humilla para enaltecernos, asume nuestra pobreza para darnos su riqueza.«Yo podré, cerca de la Eucaristía, inmolarme en silencio, exponiéndome a los rayos que emite la Hostia divina. Yo me quiero consumir en esta hoguera de amor...» (PN 21, 3).

Al final del Manuscrito B, en el que narra el descubrimiento de su vocación, llega a denominar «locura» el abajamiento de Jesús en la Encarnación, en la Cruz y en la Eucaristía. «Sigues viviendo en este valle de lágrimas, escondido bajo las apariencias de una blanca hostia... Jesús, déjame que te diga que tu amor llega hasta la locura. ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hasta ti ¿Cómo va a conocer límites mi confianza?» (Ms B 5vº).


LA EUCARISTÍA ES UN BANQUETE DE COMUNIÓN

En 1889 escribe a su prima María Guérin, que sufría de escrúpulos y había abandonado la comunión: «piensa, que Jesús está allí en el sagrario expresamente para ti, para ti sola y que arde en deseos de entrar en tu corazón... Vete a recibir sin miedo al Jesús de la paz y del amor... Es imposible que un corazón «que sólo encuentra descanso mirando un sagrario» ofenda a Jesús hasta el punto de no poderle recibir. Lo que ofende a Jesús, lo que hiere su corazón es la falta de confianza... Hermanita querida, comulga con frecuencia, con mucha frecuencia.» (Carta. 92 del 30 de mayo de 1889)

Por la comunión nos transformamos en Él, algo en lo que insiste Teresa en varios textos: «¡Oh, qué dichoso instante, cuando entre mil ternuras, me transformas en ti, mi dulce compañero! Tal comunión de amor y tan dulce embriaguez son mi cielo para mí.» (PN


LA PRESENCIA REAL DE CRISTO EN LAS ESPECIES CONSAGRADAS DESPUÉS DE LA MISA

Teresa aprendió desde su más tierna infancia que Jesús está realmente presente en el sagrario. La hemos visto que su padre la llevaba cada día a hacer la visita al Santísimo.

A Celina, que le escribe escandalizada porque ha encontrado una iglesia con el sagrario sucio y abandonado, responde amablemente: «En su pasión su rostro estaba escondido, hoy también lo sigue estando. Celina querida, hagamos de nuestro corazón un pequeño sagrario donde Jesús pueda refugiarse. Así, Él se verá consolado y olvidará lo que nosotras no podemos olvidar: «la ingratitud de las almas que lo abandonan en un sagrario desierto» (Cta 108).

La consecuencia lógica de la presencia de Jesús en el sagrario es el espíritu de adoración. Acepta el valor de la intercesión y la practica, pero coloca muy por encima la práctica de la adoración silenciosa: «Muchas veces, sólo el silencio es capaz de expresar mi oración, pero el huésped divino del sagrario lo comprende todo» (Cta 138). «En su presencia no necesita pedir nada ni sentir nada, sencillamente ofrece de manera gratuita su propio tiempo y su propia vida: “Oh, mi admirable Rey y Sol de mi vida. Tu divina hostia es pequeña como yo... Todas las criaturas pueden abandonarme. Yo intentaré, sin quejas, junto a ti resignarme. Si tú me abandonases, sin tus dulces caricias, mi divino Tesoro, aún te sonreiría... Yo espero en paz la gloria de la eterna Mansión, ¡pues tengo en el sagrario el fruto del amor!» (PN 52, 11.13-14.18).

Fuente: Extraído de la obra:«La Centralidad de la Eucaristía en la vida y doctrina de Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz», P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.)

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