Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Célibe no equivale a solterón

Célibe no equivale a solterón

por Juan García Inza

  

El celibato es una ofrenda que un cristiano, laico, sacerdote o religioso, hace de su vida a Dios. Y no se abraza el celibato porque no le llame la atención el sexo contrario y la vida matrimonial. Es una vocación de servicio, de disponibilidad, al mundo y al Pueblo de Dios. No es nada fácil, pero Dios ayuda. Y con la Gracia de Dios todo es posible.  Podría yo hablar en primera persona sobre mi experiencia de celibato sacerdotal, pero prefiero que lo haga otra persona que sabe valorar la entrega de una vida, y que lo ve desde su condición de mujer. Julieta Mújica Villegas explica en su artículo la visión teológica, espiritual y humana que ella tiene  sobre el celibato, y en concreto sobre el sacerdote.

 

La mayoría de las veces no vemos todos los sacrificios humanos que se esconden detrás del apostolado de cada una de las personas  célibes y consagradas  (sean laicos, sacerdotes o religiosos. Añado yo).

Fue hace tres años, a la salida de un cine ubicado en el centro de una mega plaza comercial. Estábamos tomando un refresco cuando pasó por ahí: era joven, de buen porte y, evidentemente, se trataba de un novel sacerdote o de un seminarista. Cuando pasó cerca de nosotras una de mis amigas dijo en voz alta: “¡qué desperdicio!”. Él se detuvo, viró con parsimonia, semblante tranquilo, y con voz pausada, clara y masculina dijo: “Desperdicios como yo somos llamados por Dios para tratar de salvar a desperdicios como tú”.



En los últimos meses han salido a la luz diversos casos de sacerdotes, e incluso de algún obispo, que fallaron a su promesa o voto de celibato. Más allá del morbo que suscitan todos estos sucesos y que suelen ser objeto de venta por parte de algunos medios de comunicación, y de consumo por parte de muchas personas, está una reflexión más profunda. Digo ya desde ahora que no justifico en ningún caso las acciones, pero me queda claro que tampoco puedo constituirme en juez de nadie, menos después de haber reflexionado un poco más en algunos puntos que no pueden pasar desapercibidos.

El primer punto es relativo al qué hago yo cómo católica por los ministros de Dios. Conozco a no pocas personas que atacan y critican los casos que objetiva o falsamente van saliendo a la luz, incluso siendo creyentes, pero ¿acaso rezamos y nos sacrificamos por ellos?

Es verdad que tanto sacerdotes como religiosas son o deben ser conscientes de la radicalidad de su llamado y de las exigencias que éste mismo implica, pero esta consciencia no nos exime de estar más pendientes de qué necesitan nuestro sacerdotes y religiosos, no sólo materialmente, si bien ya es buen comienzo.

Una palabra de aliento, estar disponibles para escucharles, ayudarles, atenderles… en definitiva vivir la fe, que es también un hondo sentido de familia, debería ser una constante. Su ministerio pastoral es costoso y la mayoría de las veces no vemos todos los sacrificios humanos que se esconden detrás del apostolado de cada una de las personas consagradas.

Otro punto es referente al trato. A veces me llama la atención que las mujeres jóvenes deseen confesarse con los curas jóvenes como si el perdón dependiese de la juventud del confesor. Quizá por prudencia y en un afán de ayuda a través de su consejo, debería ser más habitual acudir a sacerdotes experimentados al momento de tratar o pedir confesión en temas tocantes al sexto y noveno mandamiento, especialmente.

También me impacta la manera como a veces podemos ir vestidas las mujeres ya no sólo a ese Sacramento (escotes de pecho y falda, pantalones entallados, etc.). En este contexto, las mujeres respecto a los hombres consagrados, y los hombres respecto a las mujeres consagradas, deberíamos saber presentarnos decentemente delante de ellos. Sí, son parte de nuestra familia en la fe pero no hay que comportarse con familiaridad con ellos: tocarles en todo momento, abrazarles a la primera ocasión, desvivirse en halagos que, además de que pueden ser adulaciones falsas, salen sobrando… El sentido de familia y la familiaridad son dos cosas diversas.

Durante las últimas semanas también me ha venido insistentemente a la mente una pregunta: ¿en quién tengo puesta mi fe? Y está claro: ante todo mi fe está puesta en Cristo. Por tanto, el fallo de un sacerdote –o de millones de ellos, si se diera el caso no debe mermar mi fe en Dios que no falla, y en su Iglesia, medio de salvación. Mi fe no está en el ministro sino en Cristo mismo. Un sacerdote podrá fallar porque puede elegir libremente el mal, pero Dios nunca falla. Me queda claro que a pesar del ministro, Dios actúa. Y esto es una muestra más del milagro y del misterio de la fe: Dios nos puede hacer llegar su gracia a través de cañerías sucias porque nos ama.

No tengo reparo en decir que besaría las manos de todos los sacerdotes del mundo, también de los indignos; no porque ellos lo merezcan sino porque son las manos que han bajado a Dios a la tierra y un día fueron ungidas con el óleo que los configuró sustancialmente con Cristo.

Vivimos en un tiempo donde la sexualidad ha sido banalizada. Lo erótico se ha convertido en objeto de consumo y más se vende en tanto cuanto esté menos cobijada le persona que exhibe.

La publicidad en la televisión, en las revistas, en los periódicos, en los anuncios espectaculares al lado de las autopistas y carreteras; las canciones, los programas y series de televisión, las películas… todo parece querer llevar en una sola dirección. Y es obvio que un alma consagrada no va con los ojos vendados por el mundo. También es víctima de ese ambiente pero nosotros podemos ayudarlo. ¿Cómo? Cuántos correos electrónicos de dudosa reputación podemos evitarles (o también los que sólo les pueden quitar el tiempo); cuántos regalos verdaderamente útiles de acuerdo a su condición de célibes; cuánta motivación de nuestra parte para espantarle “las moscas que merodean la miel”; ¡hay que seguir suscitando el amor a nuestros sacerdotes y monjitas! ¡Apoyemos la vocació;n de quienes Dios quiere llamar en nuestros hogares! Este año sacerdotal que comenzaremos el próximo día 19 de junio, por iniciativa del Papa Benedicto XVI, es un medio más para revalorar la figura sacerdotal.

No creo que la abolición del celibato sea la medida correcta ante los hechos que hemos ido conociendo y que, quizá en un futuro, se seguirán sucediendo. Y no lo creo porque la fe suele ir contra corriente, la fe no está para adaptarse a lo trivial y novedoso, la fe no es fruto de la democracia. Me parece que la Iglesia ya está haciendo mucho al recordar constantemente cuáles son las motivaciones que debe haber en el candidato al sacerdocio, lo que muchas veces vale también para todas las almas consagradas.

No se me hace justo que precisamente los que hablen contra la castidad consagrada sean precisamente los que han fallado en ese compromiso que un día hicieron consciente y libremente esas personas. ¿Y los testimonios de tantos otros que viven sus compromisos de amor con Dios, por qué no salen a la luz con tanta insistencia como los de los absentistas? Sí, todo podría ir a la deriva de lo facilón y lo más práctico. Pero si a facilidad y practicidad nos sujetásemos, quizá la ascesis cristiana no tendría ningún sentido así como las virtudes que se nos recomiendan vivir en este credo.

Cuando en el centro comercial aquel joven sacerdote –¿o seminarista?– respondió de esa manera a mi amiga, comprendí que ese hombre amaba su vocación y tenía clara la misión que Dios le había confiado y él aceptó realizar. Desde entonces he caído en la cuenta que mi misión como católica es también la de apoyar esa misión que, en definitiva, también es la todos los que creemos en Cristo.

Julieta Mújica Villegas

Como sacerdote que soy no puedo menos que agradecer a Julieta esta atinada defensa del celibato sacerdotal.  Célibe no equivale a solterón. El célibe también ha hecho un compromiso de amor con Dios y con los demás. Ha donado su vida para ponerla a disposición  de las  exigencias de Reino de Dios. Tendremos muchos defectos. Incluso podemos fallar alguna vez, pero la intención es buena, y hay que cuidarla y defenderla. Nos jugamos en ello los mismos fines de la Iglesia.  Cuando veamos a un sacerdote joven lleno de ilusión, hay que pedir a Dios que le conserve la esperanza de intentar con su entrega que el mundo sea un poco mejor.

Juan García Inza

Juan.garciainza@gmail.com

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