Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Soy de ultra-izquierda

por Juan García Inza

 

                Leyendo un libro de apuntes biográficos sobre San Josemaría Escrivá, escrito por  el cardenal D. Julián Herranz, me tropiezo con una expresión del Fundador del Opus Dei que me parece que es la primera vez que la leía. Dice el autor de libro: “En cuanto a otros aspectos de su personalidad, como su preocupación por la justicia, guardo esta frase suya, del 27 de febrero de 1964, grabada en mi mente: “No entiendo yo la lucha de clases. No la entenderé jamás. Levantad a todos. Todos tienen el derecho al trabajo (...), el derecho al descanso, y el derecho a estar viejo y que lo cuiden, y el derecho a estar enfermo, y el derecho a divertirse honestamente, y el derecho a educar a los hijos... Yo en este terreno voy más lejos que nadie. ¡Si esto es de izquierdas, soy ultra-izquierdista!”. ("Dios y audacia", Rialp, pág. 163)

            No hablamos aquí de política, y menos en estos momentos en los que empieza a hervir la olla de la inminentes elecciones. Pero sí quiero hacer una reflexión al hilo de las palabras de San Josemaría.  Los políticos tienden a polarizar toda la vida social en torno a sus criterios partidistas. Se clasifican ellos mismos por tendencias más o menos progres, ultras, conservadores, liberales..., y toda la gama del espectro ideológico y de intereses personales.

            Yo no me identifico con ningún color, aunque se apreciar los valores de unos y de otros, así como sus errores y deficiencias. Pero siempre me ha llamado la atención que los que se cuelgan el cartel de izquierda parecen reclamar el monopolio de los asuntos sociales, de sus problemas, de sus posibles soluciones, de las reivindicaciones a voz en grito, de las manifestaciones asamblearias... Seguramente piensan que los demás nos estamos chupando el dedo, y que llevamos anteojeras para no ver y no sufrir con lo que se ve. Y al mismo tiempo los del otro bando pueden pensar que solo ellos tienen la solución a los males del mundo. Y no es así. La verdad nadie la tiene en exclusiva.

            Aunque gentes de distintos bandos, que suelen ir montados en el carro más seguro, vociferen contra la Iglesia Católica (que no contra otras organizaciones religiosas), es de justicia decir que la enseñanza del Magisterio, sus principios y directrices, es quien tiene la clave de la solución. Y la Iglesia habla de derechos fundamentales de la persona humana, y de valores inalienables, y de justicia social, y del respeto a la vida humana en todo el tramo de su existencia, y de la familia y educación de los hijos... Y esta doctrina la ofrece gratuitamente a todo el que tenga un poco de inquietud social. La política bien ejercida puede ser un instrumento al servicio del bien común, pero cuando lo que busca es otra cosa, y prima la ideología sobre la verdad del ser humano, o el interés particular, el negocio personal, etc., aunque se llenen la boca cada día de derechos y reivindicaciones, se convierte en el ejercicio de la más burda hipocresía.

            Uno se escandaliza cuando personas que ostentan cargos públicos, ganados por las fabulosas promesas hechas al pueblo, no se privan a la hora de lucrarse con el dinero del mismo pueblo. Mientras hay millones de personas pasando la vergüenza de no tener trabajo, y el sufrimiento del hambre, no se entiende que desde las poltronas pongan actos de gobierno al servicio de su bolsillo, y ostenten grandezas, y despilfarren el dinero de todos, en la mismas narices de los que no tienen para comer ese día.

            Entiendo muy bien que Juan Pablo II hablara de la necesidad de una “Teología de la misericordia” para ofrecer al mundo un poco de esperanza aportando soluciones a sus problemas básicos. Ahí está la Doctrina Social de la Iglesia, como base impresionante a todo aquel que quiera hilvanar un proyecto político viable basado en la dignidad de la persona humana, con sus derechos correspondientes. Robert Spaemann, uno de los filósofos contemporáneos más importantes, afirma: Pienso que los derechos humanos contribuyen la única forma en la que la dignidad de la persona humana puede sobrevivir en una civilización científico-técnica. Por eso Europa y América –esto es, los continentes en los que han surgido la civilización científico-técnica- tienen el derecho y el deber de exportar los derechos humanos fuera de sus fronteras. A menudo se dice que los derechos humanos son tan solo una idea europea, y se reprocha como injusto “eurocentrismo” la pretensión de hacer felices con ellos a personas de orígenes culturales distintos” (“Ética, política y cristianismo”, Ed. Palabra, pg. 87).  Pero Europa, lógicamente, debe empezar por sí misma, y España es Europa.

            Bueno es recordar estas palabras de Juan Pablo II: “Cuando los individuos y las comunidades no ven rigurosamente respetadas las exigencias morales, culturales y espirituales fundadas sobre la dignidad de la persona y sobre la identidad propia de cada comunidad, comenzando por la familia y las sociedades religiosas, todo lo demás (...) resultará insatisfactorio y, a la larga, despreciable” (SRS,33).

            Por todo ello, y volviendo a la expresión de San Josemaría, yo también me considero ultra-izquierdista, sin necesidad de enrolarme en ninguna opción política. Mi política, como sacerdote, es defender a Dios y al hombre. Y con ello estoy defendiendo al mundo. Otros tendrán que ponerles “ruedas” a la puesta en práctica de este humanismo. 

Juan García Inza
juan.garciainza@gmail.com

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