Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Intimidad con el Señor

por Juan del Carmelo

           La intimidad es una de las características fundamentales del amor. El amor incita a la intimidad entre los amantes. Tanto el amor entre personas, es decir el amor de carácter humano o natural, como el amor hacia el Señor o de carácter sobrenatural, ambos tienen una peculiar característica, que es la propia de los enamorados, ya que a todos ellos les gusta la soledad, si están solos, están más a gusto. Y es que, según nos explica San Juan de la Cruz, el amor es unidad de dos solos y los dos solos se entienden mejor.

 

            El amor en su esencia, tanto el que nos proporciona el Señor, como aquel que nosotros somos capaces de proporcionarle a Él, o al resto de las criaturas por el creadas, es uno solo. No se trata de distintas clases de amor, con distintas características. El amor es único y este no emana de nosotros sino que emana del Señor, creador de todo lo visible y lo invisible. San Juan nos dice: Nosotros amamos, porque él nos amó primero”. (1Jn 4,19). Dios es el único capaz de generar amor, un amor de carácter infinito como lo es todo lo suyo. Lo que nosotros llamamos amor y nos creemos que lo generamos es el mismo amor que recibimos de Dios y lo reflejamos, bien hacia Él, bien hacia otras criaturas humanas o inclusive no humanas. Nosotros no creamos amor, y cuando nos creemos que lo creamos lo que hacemos es mancharlo, pisotear su pureza, con actos pecaminosos de carácter material, cuando la principal característica del amor es la de pertenecer al orden del espíritu, y a ello lo llamamos: “hacer el amor”, prostituyendo hasta el término “amor”.

 

            Pero sin salirnos del tema, hemos de ver que el amor necesita intimidad entre los que se aman. En el orden humano, difícilmente unos novios de verdad enamorados, van contando sus intimidades a los demás, aunque muchas veces poco es lo que tienen que contar, pues les sobra y les basta, con cogerse las manos y mirarse a los ojos. Y esto es un regalo que Dios dona a los que viven en su gracia, y no hay que ser joven para estar así de enamorados; conozco matrimonio que ya han cumplido sus bodas de oro, en los que el fenómeno se repite. Y es que cuando en unas almas inhabita en su plenitud maravillosa el Espíritu Santo, los milagros del amor son cosas normales. Desgraciadamente, ¡cuántas personas hay! que desconocen los goces, que el amor a Dios nos puede proporcionar.

 

            En el amor a Dios, esta necesidad de proteger la intimidad del amor, es lo que da origen a dos fenómenos o necesidad que se desarrollan en el enamorado del Señor, y es la de buscar la soledad y el desierto como elementos necesarios para preservar la intimidad del amor. El amor al Señor requiere silencio y soledad, porque la soledad y el silencio, nos incita a la oración, nos incita al contacto con el Señor. Las intimidades con el amado solo se pueden tener en la soledad y el silencio.

 

 Es muy dura la vida en el desierto, pero para el que está ya enganchado en la droga del amor al Señor, todo le parece poco para hallar la intimidad con su Amado. Antiguamente fueron muchos los eremitas, modernamente no ha habido tantos, pero podemos señalar nombres como los de Carlo Carretto, Thomás Merton, o Charles de Foucauld, amén de las numerosas órdenes monásticas, con características eremíticas, como pueden ser esencialmente: Los camaldulenses, los cartujos, los cistercienses, los carmelitas en el desierto, y las varias órdenes contemplativas de monjas que existen; clarisas, carmelitas descalzas, franciscanas…etc.

 

Para Thomas Mertón: “Siempre ha habido y habrá ermitaños que viven en medio de los hombres sin saber porque. Están condenados a su aislamiento, bien por su temperamento, bien por las circunstancias, y llegan a acostumbrarse a él. No es a estos a los que me refiero sino aquellos que, habiendo llevado una vida ordenada y activa en el mundo, abandonan su vida y se van al Desierto”.  Y sigue: “Es muy significativo que ya esté de nuevo, casi oficialmente reconocido en la Iglesia el religioso ermitaño. El Código de Derecho Canónico, lo reconoce públicamente en el canon 603 y le da un estatuto canónico propio... “La vida solitaria supone una purificación áspera y dura del corazón… La vida del ermitaño es una vida de pobreza material y física sin apoyo visible. La vocación a una soledad total, es una vocación al sufrimiento, a la oscuridad y al anonadamiento. Sin embargo cuando uno tiene esta vocación, la prefiere a cualquier paraíso terrenal”.

 

Lo terrible de la vida solitaria es la cercanía con que acosa a nuestra alma la voluntad de Dios. Es mucho más fácil y más seguro, el que nos llegue la voluntad de Dios, filtrada suavemente a través de la sociedad, de las leyes de los hombres y de las órdenes de otros. El ermitaño vive como un profeta a quien nadie escucha, como una voz que grita en el desierto, como un signo de contradicción. El mundo no lo quiere, porque él no tiene nada que pertenezca al mundo, y él no entiende al mundo. El mundo por eso tampoco lo entiende a él. Pero esta es su misión, ser rechazado por el mundo, que a la vez rechaza la temible soledad de Dios mismo.

 

Tal vez, algunos se hayan hecho ermitaños pensando que solo podrían llegar a ser santos huyendo de los otros seres humanos. Pero una vida de soledad deliberada solo se justifica si el eremita está convencido de que su aislamiento le servirá para amar no solo a Dios, sino también a los demás. Si alguien se retira al desierto solamente para alejarse de aquellos que no le gustan, no encontrará paz ni soledad; tan solo se aislará con una muchedumbre de demonios.

 

Las intimidades con el Señor, las realizamos con nuestra oración personal. Nada más íntimo en la vida de una persona, que la oración realizada, después de la Eucaristía, cuando al amado se le tiene dentro de sí. Nadie realiza una oración comunitaria inmediatamente después de comulgar, cuando se está dando gracias al Señor, cuando se está en plena intimidad con Él, aunque desgraciadamente haya clérigos, que con una absoluta falta de sensibilidad, y parece que más bien inspirados por el maligno, se empeñen en romper esa intimidad, ya sea con cantos o con oraciones comunitarias, que no son propias del momento. De esta necesaria intimidad en la oración, nos dan cuenta en los Evangelios, cuando nos dicen: “Después de curar a la suegra de Pedro, mucho antes de que amaneciera, se levantó salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a orar”. (Mt 1,35). Era frecuente en el Señor, buscar la intimidad con el amor al Padre en la soledad y en el silencio de la noche.

 

El desierto evoca distanciamiento, despojo, horizontes inmensos, misterios, silencio, el no correr del tiempo, vida sutil, brisas suaves, tormentas espantosas, noches refrescantes, calor abrasador, maravillosas puestas del sol, luz cegadora,... El desierto pide y exige comunión con la naturaleza, comunión con uno mismo, y sobre todo comunión con el Padre. En una palabra el desierto es soledad. Todas estas experiencias fueron parte de la vida interior del Señor cuando estuvo con nosotros. “Él siempre se retiraba a un lugar solitario para orar”. (Lc 5,16). Y Él mismo nos recomienda la soledad y el silencio para orar cuando nos dice en los Evangelios: “Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar de pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto: y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensara. Y orando, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar. No os asemejéis pues, a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes que se las pidáis”. (Mt 6,5-8).

 

Nosotros sí nos sentimos llamados y siempre hemos de sentirnos llamados, porque el Señor, siempre nos está llamando, hemos de busca un lugar apartado, gustar estar a solas con uno mismo, evitar la conversación insustancial y elevar al Señor una plegaria fervorosa para que Él siempre nos mantenga en un estado de compunción y de pureza de conciencia, tal como nos recomienda el Kempis. Pero con referencia al retiro en el desierto material, es de ver que la necesidad del desierto material, es una consecuencia del don eremítico, que el Señor solo lo da a muy contadas y privilegiadas personas, aunque bien es verdad, que el Señor está siempre dispuesto de donar este don, al que Él crea que le es conveniente. En la mayoría de los casos, el Señor quiere que las personas vivan para los demás y que esa presencia de cada uno de nosotros, sea auténticamente vivificante para la comunidad. La forma de estar presente cada uno de nosotros en nuestra comunidad, puede exigir tiempos de ausencia, de oración, de escritura o de soledad, y estos son también tiempos para  la comunidad.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

 

Otras glosas o libros del autor relacionados con este tema.

-        Libro. AMAR A DIOS. Isbn. 978-84-611-6450-9.

-        Libro. LA SED DE DIOS. Isbn. 978-84-613-1628-1.

-        Don eremítico. Glosa del 17-08-09

-        Intimidad en el amor. Glosa del 21-02-11

-        Los goces de amar a Dios. Glosa del 22-07-09

 

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