Reflexionando sobre el Evangelio. Mc 9,30-37
Somos crucificados con Cristo ¿Cómo nos comportamos?
Dice San Pablo: "He sido crucificado con Cristo...". (Galatas 2, 20) Sin duda todos los bautizados somos crucificados con Cristo. Somos crucificados día a día. ¿Cómo nos comportamos? ¿Nos esforzamos por asemejarnos al buen ladrón? No es nada fácil parecerse a San Dimas. Quizás sólo protestamos e insultamos, desesperados, como mal ladrón. Creo que esa es la clave de nuestra vida junto a Cristo. Si leemos las noticias que aparecen en la prensa y portales católicos, nos daremos cuenta de la diferencia de actitud que podemos tomar ante el dolor de la vida. Es interesante fijarnos en los comentarios que se hacen, porque es todavía más evidente. A veces parecemos demonios exorcizados que insultan y maltratan ante la presencia de Cristo. Porque Cristo está presente. Es Cristo mismo crucificado en la Cruz. Con frecuencia parecemos más un mal ladrón que un buen ladrón. Ambos ladrones, sometidos al mismo martirio del Señor, evidenciaron cómo la naturaleza humana se degrada o es capaz de ascender hasta la gloria de la mano de Cristo. ¿Qué tiene que ver todo esto con el Evangelio de hoy domingo? Leamos lo que nos dice San Máximo de Turín:
La palabra "pascua" en hebreo quiere decir paso o partida. ¿No es Misterio este el paso del mal al bien? ¡Y qué paso! Del pecado a la justicia, del vicio a la virtud, de la vejez a la infancia. Hablo aquí de la infancia que significa sencillez, no de la edad.
Porque las virtudes, también, tienen sus edades. Ayer la decrepitud del pecado nos ponía sobre nuestra decadencia. Pero la resurrección de Cristo nos hace renacer en la inocencia de los niños. La sencillez cristiana hace suya la infancia.
El niño no tiene rencor, no conoce el fraude, no se atreve a golpear. Así, este niño que es el cristiano, no se enfurece si se le insulta, no se defiende si se le despoja, no devuelve los golpes si se le golpea. El Señor hasta exige que rece por sus enemigos, que le entregue la túnica y el manto a los ladrones, y que presente la otra mejilla a los que lo abofetean (Mt 5,39s). La infancia de Cristo sobrepasa la infancia de los hombres... Ésta debe su inocencia a su debilidad, la otra a su virtud. Y es digna de más elogios todavía: su rechazo al mal, emana de su voluntad, no de su impotencia. (San Máximo de Turín. Sermón 58 ; PL 57, 363)
¿Nos duele lo que sucede a nuestro alrededor? ¿Nos clavan clavos que destrozan manos y pies mientras miran como nos desangramos. La sociedad judía y romana del siglo I no es mejor que la tenemos hoy en día. Es mundo y como tal, nos odia e intenta que desesperemos. Intenta que respondamos como el mal ladrón y no como con la inocencia esperanzada de un niño. Lo que más nos destroza es la soledad. La soledad de estar clavados en la cruz diaria sin nadie que nos acompañe. Clavados a una cruz aparentemente sin futuro ni expectativas. Insultados y despreciados por quienes deberían ser hermanos. Pero el buen ladrón no se quedó en la desesperación. Dimas supo encontrar la Luz a su lado y no la dejó escapar. Encontró futuro en el terrible lugar donde sólo la muerte habita y no hizo insultando y maldiciendo. Encontró futuro aceptando sus límites, pecados y arrodillando su corazón, su ser completo, frente al Señor.
¿Qué sentido tiene discutir quién es más que otro? ¿Quién más o menos afín a una corriente ideológica, a unas estéticas y apariencias? ¿Quién es más de Pablo, Apolos o Pedro, mientras nos rechazamos y despreciamos entre nosotros mismos? Todos somos de Cristo y somos nada sin Él.
Le recomiendo que relea y medite la segunda lectura de hoy domingo (Epístola de Santiago). La deberíamos de leer antes de toda reunión que hiciéramos, porque señala el gran problema que padece la Iglesia y la sociedad actual: la división, en maltrato mutuo y la desconfianza. Evidencia el problema del mal ladrón: no buscó la esperanza sino que se encerró en sí mismo. Encerrado rechazando la Misericordia de Dios con insultos y desprecios. Como es lógico, esto es precisamente lo que el enemigo desea que hagamos, porque nos lleva directamente a la condenación.