¿De frente o de espaldas?
por Juan del Carmelo
¿Cómo ha de celebrar el sacerdote la misa, de frente o de espaldas al pueblo? A raíz de los problemas surgidos entre la Santa Sede y la Hermandad o Fraternidad sacerdotal San Pío X, creada por Monseñor Lefebvre, los periodistas, con una ignorante y simplificadora fórmula acerca de cuál era el problema básico de la discrepancia de Monseñor Lefebvre con las resoluciones del Vaticanos II, formaron en muchos fieles, la idea de que todo se centraba en que la misa fuese dicha por el sacerdote de cara o de espaldas al pueblo. Esto como es sabido, es una absoluta simpleza propia de indocumentados, pues es sabido que el problema es mucho más complejo y hasta tal punto importante que ya ha habido voces de cardenales y monseñores en el Vaticano, pidiendo al Papa, la publicación de un nuevo Syllabus, que ponga coto de una vez a los abusos interpretativos de las conclusiones del Vaticano, que se siguen dando dentro de la Iglesia, sobre todo en relación a nuestra Liturgia, que se encuentra sojuzgada a veleidades interpretativas, de clérigos no debidamente formados, y que actúan con un afán de novación destructiva, que puede llegar al ridículo, de novar a la misma novación. Como botón de muestra de lo dicho, comentamos en esta glosa el tema enunciado en el título de la misma.
El hecho de que la misa de se diga de una forma o de otra, no es lo verdaderamente importante. Lo importante es que nunca se rompa, el simbolismo litúrgico de que el Señor es y debe de ser considerado el centro de toda la atención, en cualquier manifestación de carácter litúrgico. Acerca de la liturgia el dominico Bonaventure Perquin nos dice que: “Poseemos una liturgia completa, con palabras y gestos muy definidos: sacrificios, sacramentos, salmos, rezos orales, etc. Y el peligro de que todas estas acciones y manifestaciones externas puedan vaciarse de sentido, está siempre presente. Por lo mismo hemos de buscar, lo que hay debajo de ello; incluso hemos de ir a conocer su historia, su origen y desarrollo para que todo este mundo litúrgico sea la expresión viva de lo que hay dentro de nuestras almas”. “El espíritu Santo es a la liturgia lo que el alma al cuerpo, sin Él no hay alma. Cuanto más litúrgicos nos hacemos, mayor es nuestra necesidad de hacernos dóciles al Espíritu Santo… No sirve para nada interesarse en la liturgia únicamente desde el punto de vista de su simbolismo o de su historia: no nos sirve para nada si no somos dóciles al Espíritu Santo”.
La liturgia nos es necesaria, porque ella a nuestros ojos humanos, nos arropa y dignifica la función que se ejerce o realiza, en las ceremonias de alabanza y glorificación al Señor. Hasta el Vaticano II, la mayoría de las iglesias del mundo, tenían un hermoso retablo, generalmente de factura barroca, y en el centro de este retablo pegado a él, había un altar encima del cual en un lugar preeminente y a la vista pública de todos, se encontraba el Sagrario. La misa la decía el sacerdote de frente al sagrario y por lo tanto de espaldas al pueblo y solo en determinados momentos se volvía hacia este, con invocaciones al Señor. Todo el mundo tenía su vista puesta en el centro del retablo que era donde estaba el Señor, que todo lo presidía. El pueblo tenía plena conciencia de que ahí, dentro del sagrario estaba el Señor, en carne, hueso y sangre. ¡Sí! También en sangre, porque conforme al principio de la Concomitancia, en la consagración del pan, se hacen también presentes, la sangre, alma, y la divinidad de Cristo. Y lo mismo ocurre con la consagración de la sangre de Nuestro Señor. La doctrina, explica porque el Cristo completo está presente, bajo cada especie Eucarística. Cristo es indivisible; Su Cuerpo es inseparable de Su Sangre, de Su Alma humana, de Su Naturaleza Divina y de Su Persona Divina. De esta verdad se deduce que Jesús está enteramente presente en la Eucaristía, en cualquiera de sus dos especies.
En aquella época, lo mismo que debería de ser en esta, los crucifijos tienen siempre un valor de iconos representativos, que siempre ceden su importancia, frente a la realidad de la presencia real de Cristo en cuerpo y alma, con toda su divinidad y toda su humanidad en el sagrario. La gente entraba en la iglesia y tenía perfecta conciencia que el Señor se encontraba dentro del sagrario, cuando este estaba iluminado constantemente por una pequeña lucecita roja. ¿Y porque roja? Porque como bien sabemos el rojo en la simbología litúrgica indica la caridad, entendida esta en su amplio sentido de amor a Cristo. Rojo por ejemplo es el color de los ornamentos en los días de conmemoraciones de mártires, pues ellos nos dieron con sus torturas y forma de morir, testimonio de su tremendo amor a Cristo.
El Vaticano II, coincidió también con un cierto mal entendido acercamiento ecuménico, en el sentido de que había de renunciarse a lo accesorio para buscar una unión con los protestantes. Así pues se inició una equivocada tendencia a desnudar nuestros altares y suprimir imágenes, así como cambiar la orientación del sacerdote en la misa. Según tengo entendido, en aquella desnortada época, se constituyó una comisión en la que se invitó como observadores a determinados clérigos protestantes, que al final más que observadores fueron decretadores de muchas equivocadas medidas. Es de ver que tan importante es el ecumenismo hacia los protestantes, como lo ha de ser el referido a los cismáticos, los cuales en referencia a términos litúrgicos, son más tradicionales que nosotros. Con lo cual se pone de manifiesto lo absurdo de unas medidas, que nunca sirvieron para una acercamiento con los protestantes, ni a ellos para acercarse a nosotros y si nos alejaban de los cismáticos ortodoxos, con los cuales tenemos muchos más puntos de coincidencia que con los protestantes.
Como frutos de esta política tan en boga en aquella época, de cargarse lo tradicional, solo porque era viejo. El concilio, con esa suavidad y prudencia que caracteriza a la Iglesia, aceptó en parte solo a título experimental, el que en determinados casos, se pudiesen llevar a cabo algunas modificaciones. La norma que era de carácter excepcional y restrictivo, y fue tomada y aplicada con carácter general y entonces comenzó la barbarie a destrozar retablos, suprimiéndoles los altares, que muchas veces eran sustituidos por mesas, que hoy en día, parecería que estaban compradas en Ikea. Y lo más importante, marginando y condenando al ostracismo a los Sagrarios, desplazándolos a un anudino lateral, cuando no se llegaba a esconderlos en pequeñas capillas, a fin de que a cualquier precio, se dijese la misa de cara al pueblo. Pero lo peor de todo esto, es que se marginó de su centro de preferencia al Santísimo. Se trata de la casa de Dios y Él es quien debe de presidirlos todo, porque Él es mucho más importante, que el sacerdote que diga la misa o el conjunto de fieles que la oigan.
No se trata de que la misa se diga de frente a o espalda, sino que litúrgicamente no se le quite ni se la haga sombra el Rey de la casa. Hoy en día personalmente a la iglesia a donde habitualmente voy, esta carece de retablo, que en su día se suprimió, y las monjas o quien fuese, asesorados por un arquitecto, al que prefiero no calificar, este forró de mármol todo el frente de la iglesia arrinconando a los dos lados sendas figuras de la Virgen y San José, que no pudo eliminar, tal como tal vez hubiese sido su gusto, pero sí logró casi esconder en los laterales dejando en el centro del frente una pintura de un Cristo crucificado, tal como es el gusto protestante. El sagrario fue puesto en una capilla lateral. Pues bien, es asombroso, pero veo a la gente que pasa por delante de la capilla que tiene sus puertas abiertas y su luz roja encendida, y ni siquiera miran e instintivamente se van a los primero bancos donde en su día estuvo el retablo y el Sagrario, y es allí, es donde se ponen a ora, teniendo a sus espaldas al Santísimo.
Benedicto XVI, cuando aún era cardenal, escribía: “Estoy convencido de que la crisis eclesial en que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la liturgia”. “En nuestra liturgia hay una tendencia, que a mí me parece equivocada y que consiste en la “Inculturación” de la liturgia que se quiere introducir en el mundo moderno: “Tiene que ser más breve; tiene que desaparecer lo que parezca ininteligible; convendría transcribirlo todo a un lenguaje más popular”.
Vittorio Messori, comentando estas ideas de Benedicto XVI, escribía: “Es obvio el especial interés de Benedicto XVI por la liturgia. Para el Santo Padre esta “es una de las mayores traiciones al Concilio”. Para el periodista, “el verdadero error es pensar en la liturgia como si fuera un show, con el sacerdote que cierra la función diciéndole a todos, buenas tardes que pasen un buen día y hasta la próxima, como ocurre en muchas iglesias”. “Para Benedicto XVI –prosigue la fuerza de la Misa está, precisamente, en la repetición, en decir las mismas cosas todos los días del mismo modo, alternando gestos y silencios. El sacerdote es sólo un instrumento al servicio del pueblo. Hasta el Papa lo es”.
Y Juan Pablo II, en aquella época también escribía: “Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de malestar. Una cierta reacción al “formalismo” ha llevado a algunos, especialmente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las “formas” adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconvenientes”. “La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. El apóstol Pablo tuvo que dirigir duras palabras a la comunidad de Corinto a causa de faltas graves en su celebración eucarística, que llevaron a divisiones (skísmata) y a la formación de facciones (airéseis) (cf. 1 Co 11, 17-34). También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecúa a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia”. “A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
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