Luz del mundo
por Santiago Martín
Es una lástima que el libro del Papa, “Luz del mundo”, haya quedado reducido a la polémica sobre el preservativo y la prostitución. Es una lástima porque es un buen libro, lleno de espiritualidad y de respuestas ágiles a no pocos problemas que aquejan a la humanidad. Pero así son las cosas, nos gusten o no, y deberían haber sido previstas por quien tenía la obligación de preveerlo, y me refiero a los que por su profesión de periodistas supuestamente sirven al Papa en ese delicado mundo.
En cualquier caso, la respuesta del portavoz de la Conferencia Episcopal española, remitiendo a una nota de 2001, no deja lugar a dudas: ni el Papa ni la Iglesia admiten el uso del preservativo ni el ejercicio de la prostitución. Lo que no ha dicho monseñor Martínez Camino es cuál fue el origen de esa nota. Un obispo español hizo la siguiente consulta al Vaticano, concretamente a la Congregación para la Doctrina de la Fe, a cuyo frente estaba entonces el cardenal Ratzinger. Esa pregunta era la siguiente: en el caso de que el esposo esté enfermo de sida, puede usar el preservativo para evitar el contagio a la esposa. La respuesta fue no. La pregunta era, ciertamente, pertinente y el caso es muchísimo más delicado que el de la prostitución, aunque sea menos frecuente. Y sin embargo, la respuesta fue negativa. Y lo fue, entre otras cosas, porque si algo es intrínsecamente malo no puede ser nunca avalado por la Iglesia. Si lo hiciera estaría cayendo en el relativismo que tanto critica. El que un acto sea pecado o no, dependerá no sólo de la maldad del acto que se lleva a cabo, sino también de la consciencia que el que lo hace tenga sobre lo que hace y de la libertad de que disponga, por eso el juicio personal sobre si alguien peca o no queda reducido a Dios y a la persona. Pero en lo que no cabe duda es en que el mal es mal, al margen de si lo sabe el que lo comete o de si es libre para cometerlo. Ni siquiera la Iglesia puede decir que el mal es bien o puede dar permiso para hacerlo, pues no es dueña de la realidad ni de la verdad; es, por el contrario, su servidora.
No se trata, pues, de una cuestión opinable en algo menor. Es algo que está ligado a un principio mayor: la defensa de la realidad moral, de la existencia de verdades objetivas, de un bien y un mal moral que podemos conocer y defender. Si cae esto –y no me refiero a la condena del preservativo-, cae todo, pues se abriría la puerta al relativismo con todas sus consecuencias.
Pero si ésta es la verdad, también está a su lado la misericordia. La misericordia debe ser aplicada a la persona, no a lo que la persona hace. Cristo nos ha enseñado a condenar al pecado, pero no al pecador. La verdad tiene que ser proclamada, a la vez que se extiende la mano a quien, por lo que sea, no es capaz de practicarla. Sólo así la Iglesia será de verdad luz del mundo, porque tendrá, a la par, la verdad y la misericordia.