Viernes, 22 de noviembre de 2024

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La caída del pedestal

por Juan del Carmelo

No cabe duda, aunque solo sea en razón de la ley de la gravedad, que cuanto más alto se sube, más dura es la caída. Son varias las glosas en las que directa o indirectamente he tratado sobre este tema del pedestal. En una glosa, una de las veces decía yo que: Todos nosotros de una forma u otra, nos creamos un pedestal en el que subirnos, para que se nos contemple y así alimentar nuestro ego y satisfacer nuestra vanidad. Lo grande, es que la mayoría de las veces, no somos conscientes de habernos creado este pedestal y haber así arrinconado nuestra humildad, que es la virtud por excelencia. Y sin embargo más grande o más pequeño, todos tenemos nuestro pedestal, no lo vemos pero está ahí y nosotros encima de él. Dije consciente o inconscientemente, porque en la forma consciente cuando sabemos que lo tenemos y lo alimentamos, podemos claramente luchar contra él, pero si no somos conscientes de tenerlo y de estar montados en él, el problema es mucho mayor.

 

Y cabe preguntarse. ¿Cuál es el alimento de este pedestal?, sin duda alguna nuestra vanidad, que como sabemos es un importante subproducto del top de todos los vicios que es la soberbia. Nuestra soberbia como vicio que es, está alimentado y promovido por el maligno, que no pierde puntada en su labor de llevarnos al huerto. Por el contrario el top de todas las virtudes es la humildad, la virtud más apreciada por el Señor en las almas de su rebaño, y que es la antítesis de la soberbia. Por lo tanto ni que decir tienen que, a la soberbia se la combate con la humildad.

 

 La vanidad y solo la vanidad es la que nos lleva crearnos un pedestal, que cuanto más alto es, más nos halaga y más nos aparta del amor al Señor. Es imposible seguir montados en nuestro pedestal y amar a Dios, porque tal como Él ya nos dejó dicho, en el Sermón de la Montaña: "Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero”. (Lc 16, 13). A este respecto San Agustín dice, que en la tierra existen, y existirán hasta el fin del mundo, dos grandes reinos. Reinos cuyas fronteras no dividen a los hombres, ni tampoco a las sociedades, sino que es una división que se encuentra en el interior de cada alma humana. Dos amores crean estos dos reinos: el amor propio llevado hasta el desprecio de Dios Amor sui usque ad contemptum Dei, y el amor de Dios llevado hasta el desprecio de uno mismo Amor Dei usque ad contemptum sui. Es esta segunda clase de amor, el que tiene quien carece de pedestal, porque si lo tuvo ya lo destruyó.

 

Es la vanidad el vicio más emparentado con el amor propio, así el dramaturgo Nobel español, Jacinto Benavente escribía que: El amor propio y la vanidad nos hace creer que nuestros vicios son virtudes y nuestras virtudes, vicios. Es por ello, por lo que antes comentábamos, que era más difícil erradicar el pedestal que inconscientemente tenemos, que aquel del que tenemos consciencia de su existencia. Para Tomás Hemerken de Kempis, “Vanidad es desear una larga vida sin cuidar de que sea buena. Vanidad es atender únicamente a la vida presente y cerrar los ojos a la que está por venir”.

 

A las personas que viven más o menos apartadas del amor del Señor, no les importa tanto el tener, como el aparecer. Les  interesa  sobre todo lo que pueda resaltar la vana mentira de lo que poseen, de su propia valía profesional, de su poder empresarial, político o social, todo aquello que determina su propio estatus social. Y se cuidan los detalles y pertenencias que dan fe de su estatus, tales como la casa, el modelo de coche, los vestidos, las fiestas relumbrantes, el aparecer en la página social de los grandes rotativos; por todo aquello, en fin que sea apariencia.

 

Como se ve, la vanidad es hermana de la mentira y esta a su vez, entra en conflicto con la única verde la Verdad del Señor.  En los evangelios podemos leer la contestación que el Señor le dio a Santo Tomás, cuando él le pregunto acerca del camino. "Díjole Tomás: No sabemos adónde vas: ¿cómo, pues, podemos saber el camino? Jesús le dijo: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Sí me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto”. (Jn 14,5-7). Quien se aparta de la Verdad, se aparta del Señor y la vanidad nos lleva a la mentira y el resultado es que tarde o temprano la propia vanidad le hará a uno caer del pedestal, y cuanto más grade sea este, más grande será la caída.

 

 Seamos sensatos, la vanidad es la nada. En el libro del Eclesiástico podemos leer las palabras de Cohélet, hijo de David rey de Jerusalén, acerca de la vanidad: “¡Vanidad de vanidades! - dice Cohélet -, ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol? Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece. Sale el sol y el sol se pone; corre hacia su lugar y allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira hacia el norte; gira que te gira sigue el viento y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al lugar donde los ríos van, allá vuelven a fluir. Todas las cosas dan fastidio. Nadie puede decir que no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír. Lo que fue, eso será; lo que se hizo, ese se hará. Nada nuevo hay bajo el sol”. (Ecl 1,2-9). Más adelante dentro del mismo primer capítulo, sigue diciendo: “Yo, Cohélet, he sido rey de Israel, en Jerusalén. He aplicado mi corazón a investigar y explorar con la sabiduría cuanto acaece bajo el cielo. ¡Mal oficio éste que Dios encomendó a los humanos para que en él se ocuparan! He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos.”. (Ecl 1,12-14). Y Cohélet continua en este libro haciendo reflexiones y consideraciones sobre la superioridad de la sabiduría sobre la vanidad, y en el capítulo segundo merece la pena destacar estos versículos: “Consideré entonces todas las obras de mis manos y el fatigoso afán de mi hacer y vi que todo es vanidad y atrapar vientos, y que ningún provecho se saca bajo el sol. Yo me volví a considerar la sabiduría, la locura y la necedad. ¿Qué hará el hombre que suceda al rey, sino lo que ya otros hicieron? Yo vi que la sabiduría aventaja a la necedad, como la luz a las tinieblas”. (Ecl 2,11-13).

 

En la vida de muchas personas, desgraciadamente no en la de todas, hay un determinado momento, en el que se toma consciencia de la grandeza del Señor y de la miserable pequeñez nuestra. Es este un momento decisivo, en el desarrollo de la vida espiritual; es el momento en que nos bajamos de nuestro pedestal, del pedestal que nos ha creado nuestro orgullo y nos decidimos a triturarlo; es el momento en que abandonamos las seguridades y a los apegos mundanos a los que nos agarramos, y nos abandonamos a la infinita misericordia de Dios, en la convicción de que esta no nos abandonará nunca; es el momento de la entrega, el momento en que se toma conciencia y se comprende sin duda alguna, que lo que nos espera es mucho mejor que lo que ahora tenemos. Mientras estemos caminando por la orilla del mar de la tremenda dulzura y el amor del Señor, no seremos más que pobres tibios, que nunca dan el paso definitivo, de zambullirse en esas aguas de luz y amor.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

 

Otras glosas o libros del autor relacionados con este tema.

- Nadar o andar por la orilla. Glosa del 06-10-09.

- Éxito humano. Glosa del 02-06-10

- Nuestro pedestal. Glosa del 04-10-09

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