Un santo del pueblo
por Santiago Martín
Publicado el Domingo 12/09/2010
Para muchos, el hoy beatificado Fray Leopoldo de Alpandeire es el Padre Pío español. Tienen en común ser capuchinos. Y ser santos. Y muy humildes. Y haber hecho muchos milagros. Pero el nuestro, el andaluz, no fue sacerdote y, aunque escuchó a mucha gente a lo largo de sus más de cien años, mientras recorría las calles de Granada pidiendo limosna, no confesó como el italiano, ni tampoco tuvo que sufrir el mismo tipo de persecución. Sin llegar a la incomprensión que padeció el santo de Pietralcina, también a Fray Leopoldo le tocó una parte del acoso que sufrieron muchos religiosos buenos en el posconcilio; en realidad, él personalmente no tuvo que aguantarlo puesto que murió en 1956, pero sí lo que él representaba: la piedad popular, los milagros, la cercanía al buen pueblo de Dios. Sin embargo, del olvido le salvó ese mismo pueblo.
Recuerdo la primera vez que visité la iglesia donde se custodiaba –y veneraba– su cuerpo; me impresionó el amor de los granadinos hacia alguien que, con los esquemas de aquellos años, no tenía méritos para pasar a la posteridad porque no había escrito libros desafiando a la jerarquía. Ni siquiera había encabezado ninguna revuelta contra sus superiores. Es más, incluso había llevado el hábito toda su vida. Pero la gente es así de cabezota y en vez de hacer caso a los sabios y entendidos iba a rezar ante el hermano lego limosnero. Lo que pasa es que al final el sencillo pueblo de Dios tiene razón y, mientras Fray Leopoldo es declarado beato, a otros se los ha comido el olvido.
Para muchos, el hoy beatificado Fray Leopoldo de Alpandeire es el Padre Pío español. Tienen en común ser capuchinos. Y ser santos. Y muy humildes. Y haber hecho muchos milagros. Pero el nuestro, el andaluz, no fue sacerdote y, aunque escuchó a mucha gente a lo largo de sus más de cien años, mientras recorría las calles de Granada pidiendo limosna, no confesó como el italiano, ni tampoco tuvo que sufrir el mismo tipo de persecución. Sin llegar a la incomprensión que padeció el santo de Pietralcina, también a Fray Leopoldo le tocó una parte del acoso que sufrieron muchos religiosos buenos en el posconcilio; en realidad, él personalmente no tuvo que aguantarlo puesto que murió en 1956, pero sí lo que él representaba: la piedad popular, los milagros, la cercanía al buen pueblo de Dios. Sin embargo, del olvido le salvó ese mismo pueblo.
Recuerdo la primera vez que visité la iglesia donde se custodiaba –y veneraba– su cuerpo; me impresionó el amor de los granadinos hacia alguien que, con los esquemas de aquellos años, no tenía méritos para pasar a la posteridad porque no había escrito libros desafiando a la jerarquía. Ni siquiera había encabezado ninguna revuelta contra sus superiores. Es más, incluso había llevado el hábito toda su vida. Pero la gente es así de cabezota y en vez de hacer caso a los sabios y entendidos iba a rezar ante el hermano lego limosnero. Lo que pasa es que al final el sencillo pueblo de Dios tiene razón y, mientras Fray Leopoldo es declarado beato, a otros se los ha comido el olvido.
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