Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Verdaderamente, ¿yo amo a Dios?

por Juan del Carmelo

Es esta una pregunta, que más de una vez tendríamos que hacernos. La mayoría de las personas que dicen ser creyentes, si se les hiciera esta pregunta, posiblemente responderían diciendo unos que sí, pero que a su manera, porque ellos no comulgan, con eso de la Iglesia y de los curas y menos en esas mafias modernas que se han montado, como el Opus, o los legionarios, que ya se ha visto que eso era un nido de corrupción. Otros posiblemente dirían que si y que cumplen con todas las normas de la Iglesia y procuran con este cumplimento salvarse. Entre estas dos dispares categorías de personas habría una  escala de otras muchas personas, que en sus contestaciones más se acercarían a las primeras y otras a las segundas. Pero es al grupo de los cumplidores de las normas a los que me quiero dirigir, a los demás creo que lo único que honradamente se puede hacer, es pedirle a Dios, que ilumine sus mentes.

 

Cumplir exclusiva y estrictamente con los mandamientos de la Ley de Dios, no es suficiente, porque de ellos emanan otras mandamientos y obligaciones para el católico. Concretamente me estoy refiriendo a los poco que se tienen en cuenta los cinco Mandamientos de la Santa Madre Iglesia. A titulo de recordatorio, estos son: El primero, oír Misa entera todos los domingos y fiestas de precepto y subrayo lo de entera y añado: oírla debidamente, en lo referente a la mente y al cuerpo y en compostura de vestuario. El segundo, confesar los pecados mortales, al menos una vez al año, en peligro de muerte y si se ha de comulgar. Esto se llega a interpretar de forma tán anómala, que está extendida la creencia de que no se puede y debe de comulgar si previamente uno no se ha confesado, aunque no tenga pecados mortales, o también la idea de que no se ha de comulgar si se llega tarde a la misa. El tercero, comulgar al menos por Pascua de Resurrección. El cuarto, ayunar y no comer carne cuando lo mande la Santa Madre Iglesia. Aquí hay que tener en cuenta la actuación de las llamadas “bulas”, que para muchos es como si les hablasen en chino. Vamos una reminiscencia de tiempos medievales, que ahora carece de actualidad. El quinto, ayudar a la Iglesia en sus necesidades. De estos cinco para muchos el único importante es el primero, que parece ser que marca una línea divisoria entre lo que podríamos denominar católicos practicantes y no practicantes.

 

Pero es el caso de que amar a Dios, no solo consiste en guardar los diez mandamientos de su Ley  e ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar mal cumpliendo los otros cuatro mandamientos de la Santa Madre Iglesia, sino que es mucho más. Escribiendo esta glosa me viene la memoria el pasaje del joven rico: "Uno de los principales le preguntó: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna? Le dijo Jesús: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No cometas adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre. El dijo: Todo eso lo he guardado desde mi juventud. Oyendo esto Jesús, le dijo: Aún te falta una cosa. Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme. Al oír esto, se puso muy triste, porque era muy rico” (Lc 18,18-23).

 

Guardar los mandamientos, es la condición “sine qua non” imprescindible para alcanzar la salvación y llegar a la vida eterna. El joven rico no se condenó por no seguir el consejo del Señor, pero si podemos afirmar, que su puesto en los cielos más bien sería mediocre. Claro que más de uno que lea esta glosa, puede replicarme: Es que si tan grande y tanto lo que me dicen que voy a obtener, yo con un pequeño rinconcito me conformo. Esta mezquina aptitud es propia del que cumple los mandamientos más por temor que por amor.

 

Hay una notable diferencia entre aquellos en los que el cumplimiento de los mandamientos es una lógica consecuencia de su amor a Dios y aquellos que lo hacen por temor. Lo importante para los primeros, es amar a Dios, lo demás viene dado por añadidura, porque para ellos el amar a Dios es la única razón de su vida. No es que amen a Dios, es que lo aman hasta tal punto que aman su voluntad cualesquiera que esta sea, sin distinguir entre si les beneficia o les perjudica y su preocupación básica es estar día y noche pensando, en que es lo que Dios quiere que él haga. Para otra clase de personas, para los segundos, lo importante es salvarse y para ello tienen muy claro que han de cumplir las normas establecidas, pues con el cumplimiento de estas, se nos ha prometido la vida eterna. No les preocupa mucho su situación futura en el cielo, porque ¡vaya Vd. a saber! y hasta que punto todo, es tal como nos lo pintan, ya que nadie ha vuelto de allí para contarlo. En todo caso tampoco se está tan mal aquí abajo y aprovechemos nuestra estancia en el mundo, pues está claro que solo se vive una vez, y tal como nos dice el refrán, más  vale pájaro en mano que ciento volando y ya se sabe que los refranes condensa la sabiduría del género humano. Pero de todas formas es conveniente nadar y guardar las ropas, pues ¡vaya Vd. a saber! Si al final aparecemos en el infierno, del cual tampoco nadie ha vuelto, pero el miedo guarda la viña, dice también otro refrán.

 

           Amar a Dios, ni es limitarse a cumplir con lo estricto, eso más bien es temer a Dios, algo que desde luego no es reprobable, pues con el santo temor a Dios, también se puede alcanzar el cielo. Pero Amar a Dios es algo más, es mucho más grande,  hermoso, glorioso y gozoso, para el que lo practica; es hacer vibrar nuestro ser con el pensamiento de quién es el Señor; es tratar de tomar conciencia de cuán tremenda es su grandeza y cual es nuestra pequeñez; es desear amarle sin límite alguno, dentro de nuestras escasas posibilidades; es entregarse a Él incondicionalmente, para todo lo que Él disponga o desee de nosotros; es aceptar todo lo que nos ocurra, sea bueno o malo, porque todo lo dispone o lo permite el Señor, es siempre para nuestro bien, por incomprensible que muchas veces eso nos resulte así; es saber que en todo momento, Él se encuentra a nuestro lado, más que a nuestro lado Él está en lo más íntimo de nuestro ser, pues somos templos suyos y Él inhabita en nuestra alma; es tener la certeza de que una vez que nos hemos entregado a Él, nuestra vida sería imposible si careciéramos de su diario pan eucarístico; es visitarle en todo momento posible, mañana y tarde; es desear que en los demás se encienda ese fuego de amor que a uno lo abrasa y sentir en nuestro ser sus palabras: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!” (Lc 12, 49). Es amar lo que Él amo, su Iglesia, aunque nos la vituperen, los tontos útiles del maligno; es saber que jamás de los jamases las puertas del infierno prevalecerán contra Ella; es amar al Sumo pontífice y rezar por sus intenciones, porque Él es la persona, que Él ha elegido como Vicario suyo en la tierra, así como la jerarquía eclesiástica, por medio de la cual Él nos gobierna, aunque nos guste o nos disguste estas personas o sus conductas. Tenemos que ser obedientes a lo que disponen nuestra jerarquía eclesiástica, aunque no nos guste lo que digan o hagan, porque precisamente la grandeza de la virtud de la obediencia, que tanto ama el Señor, está ahí, en doblegar nuestra voluntad ante el superior, aunque este a nuestros ojos se equivoque: las responsabilidades de la equivocación, siempre recaerán el día de mañana en el superior, en npsptros siempre recaerá la gloria de haber sido obedientes, como el Señor lo fue a su Padre, aunque tuviese que sudar sangre en el Huerto de Getsemaní.

 

           La persona que se encuentra en la hoguera del amor a Dios, ha encontrado la máxima felicidad que en esta vida es posible alcanzar y esto muchas veces esto resulta incomprensible para los demás. Es la clásica situación del chico o la chica que deciden poner en marcha su llamada vocacional. Los que les rodean, incluidos muchas veces sus propios padres y familiares, tratan de disuadirlos o al menos retrasar la entrada, pensando que: ya le pasará esa descabellada idea, ¡es tan joven!, ¡aún no ha visto mundo! Nadie que no sea el, o la interesada, puede comprender la fuerza de sus razones. Solo unos padres que viven mutuamente su amor, juntamente con el amor al Señor, pueden comprender lo que pasa.

 

La vida espiritual de un ser humano, es única e irrepetible. Es así como Dios quiere que sea, porque cuando creó nuestra propia alma, rompió el molde y nunca más había hecho antes otra igual ni nunca más la hará. Dios nos quiere distintos unos de otros y para Él no es problema alguno, atender esta singularidad humana una a una, como si cada uno de nosotros, fuésemos la única criatura por el creada. Por ello nuestra vida espiritual, es para Él un jardín en el que diariamente se recrea, y cuantas más flores pongamos en ese jardín, más amará Dios al jardinero que somos cada uno de nosotros.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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