En San Pedro
El Papa Francisco concluye el Sínodo con una misa solemne: «Hoy es tiempo de misericordia»
Los discípulos de Jesús están llamados hoy a poner al hombre en contacto con la misericordia compasiva que salva
El santo padre Francisco presidió este domingo la santa misa en la basílica de San Pedro, en ocasión del cierre de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, sobre el tema “La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo”.
Concelebraron con el Santo Padre, solamente los miembros del Sínodo: 71 cardenales, 7 patriarcas, 72 arzobispos y 107 obispos, y contó también con la música polifónica del coro pontificio de la Capilla Sixtina.
En el XXX domingo del tiempo ordinario el Papa y los celebrantes vistieron paramentos color verde, y en una de las columnas del dosel del Bernini se encontraba el cuadro de la Sagrada Familia que encabezó diversas ceremonias durante el camino sínodal.
En su homilía el Santo Padre señaló que las tres lecturas del día hablan de la misericordia de Dios. Y tomando la parábola del ciego Bartimeo que llama al Señor gritando, indica que muchos de los apóstoles eran sordos a sus gritos, y lo consideran molesto, tratan de seguir adelante ignorándolo. En cambio Jesús se inclina, le pregunta lo que parece obvio y lo cura.
Después de curarlo, el Señor le dice al hombre: "Tu fe te ha salvado". E indica que “es hermoso ver cómo Cristo admira la fe de Bartimeo”, confiando en él. “A ésto están llamados los discípulos de Jesús, también hoy, sobre todo hoy: poner al hombre en contacto con la misericordia compasiva que salva” dijo.
Advirtió también sobre a "espiritualidad del espejismo", porque podemos sin ver lo que realmente existe, sino lo que nos gustaría ver; siendo “capaces de construir visiones del mundo, pero no aceptamos lo que el Señor pone delante de los ojos”.
Y también del peligro de caminar con el pueblo de Dios, pero teniendo nuestro programa de marcha, donde se planeó todo: sabemos a dónde ir y cuánto tiempo debe pasar; todos deben respetar nuestros ritmos y cualquier inconveniente nos perturba”.
Concluyó agradeciendo a los padres sinodales por el camino recorrido “con la mirada fija en el Señor y los hermanos, en la búsqueda de senderos que el Evangelio indica a nuestro tiempo para anunciar el misterio de amor de la familia”.
La misa concluyó con el canto de la Salve Regina, con el Papa delante del cuadro de la Sagrada Familia.
Texto íntegro de la homilía de la Eucaristía:
Las tres lecturas de este domingo nos presentan la compasión de Dios, su paternidad, que se revela definitivamente en Jesús.
El profeta Jeremías, en pleno desastre nacional, mientras el pueblo estaba deportado por los enemigos, anuncia que «el Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel» (31,7). Y ¿por qué lo hizo? Porque él es Padre (cf. v. 9); y como el Padre cuida de sus hijos, los acompaña en el camino, sostiene a los «ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas» (31,8). Su paternidad les abre una vía accesible, una forma de consolación después de tantas lágrimas y tantas amarguras. Si el pueblo permanece fiel, si persevera en buscar a Dios incluso en una tierra extranjera, Dios cambiará su cautiverio en libertad, su soledad en comunión: lo que hoy siembra el pueblo con lágrimas, mañana lo cosechará con la alegría (cf. Sal 125,6 ).
Con el Salmo, también nosotros hemos expresado la alegría, que es fruto de la salvación del Señor: «La boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (v. 2). El creyente es una persona que ha experimentado la acción salvífica de Dios en la propia vida. Y nosotros, los pastores, hemos experimentado lo que significa sembrar con fatiga, a veces llorando, y alegrarnos por la gracia de una cosecha que siempre va más allá de nuestras fuerzas y de nuestras capacidades.
El pasaje de la Carta a los Hebreos nos ha presentado la compasión de Jesús. También él «está envuelto en debilidades» (5,2), para sentir compasión por quienes yacen en la ignorancia y en el error. Jesús es el Sumo Sacerdote grande, santo, inocente, pero al mismo tiempo es el Sumo Sacerdote que ha compartido nuestras debilidades y ha sido puesto a prueba en todo como nosotros, menos en el pecado (cf. 4,15). Por eso es el mediador de la nueva y definitiva alianza que nos da salvación.
El Evangelio de hoy nos remite directamente a la primera Lectura: así como el pueblo de Israel fue liberado gracias a la paternidad de Dios, también Bartimeo fue liberado gracias a la compasión de Jesús que acababa de salir de Jericó. A pesar de que apenas había emprendido el camino más importante, el que va hacia Jerusalén, se detiene para responder al grito de Bartimeo. Se deja interpelar por su petición, se deja implicar en su situación. No se contenta con darle limosna, sino que quiere encontrarlo personalmente. No le da indicaciones ni respuestas, pero hace una pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti»? (Mc 10,51). Podría parecer una petición inútil: ¿Qué puede desear un ciego si no es la vista? Sin embargo, con esta pregunta, hecha «de tú a tú», directa pero respetuosa, Jesús muestra que desea escuchar nuestras necesidades. Quiere un coloquio con cada uno de nosotros sobre la vida, las situaciones reales, que no excluya nada ante Dios. Después de la curación, el Señor dice a aquel hombre: «Tu fe te ha salvado» (v. 52). Es hermoso ver cómo Cristo admira la fe de Bartimeo, confiando en él. Él cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos.
Hay un detalle interesante. Jesús pide a sus discípulos que vayan y llamen a Bartimeo. Ellos se dirigen al ciego con dos expresiones, que sólo Jesús utiliza en el resto del Evangelio. Primero le dicen: «¡Ánimo!», una palabra que literalmente significa «ten confianza, anímate». En efecto, sólo el encuentro con Jesús da al hombre la fuerza para afrontar las situaciones más graves. La segunda expresión es «¡levántate!», como Jesús había dicho a tantos enfermos, llevándolos de la mano y curándolos. Los suyos no hacen más que repetir las palabras de alentadoras y liberadoras de Jesús, guiando hacia él directamente, sin sermones. Los discípulos de Jesús están llamados a esto, también hoy, especialmente hoy: a poner al hombre en contacto con la misericordia compasiva que salva. Cuando el grito de la humanidad, como el de Bartimeo, se repite aún más fuerte, no hay otra respuesta que hacer nuestras las palabras de Jesús y sobre todo imitar su corazón. Las situaciones de miseria y de conflicto son para Dios ocasiones de misericordia. Hoy es tiempo de misericordia.
Pero hay algunas tentaciones para los que siguen a Jesús. El Evangelio de hoy destaca al menos dos. Ninguno de los discípulos se para, como hace Jesús. Siguen caminando, pasan de largo como si nada hubiera sucedido. Si Bartimeo era ciego, ellos son sordos: aquel problema no es problema suyo. Este puede ser nuestro riesgo: ante continuos apuros, es mejor seguir adelante, sin preocuparse. De esta manera, estamos con Jesús como aquellos discípulos, pero no pensamos como Jesús. Se está en su grupo, pero se pierde la apertura del corazón, se pierde la maravilla, la gratitud y el entusiasmo, y se corre el peligro de convertirse en «habituales de la gracia». Podemos hablar de él y trabajar para él, pero vivir lejos de su corazón, que está orientado a quien está herido. Esta es la tentación: una «espiritualidad del espejismo». Podemos caminar a través de los desiertos de la humanidad sin ver lo que realmente hay, sino lo que a nosotros nos gustaría ver; somos capaces de construir visiones del mundo, pero no aceptamos lo que el Señor pone delante de nuestros ojos. Una fe que no sabe radicarse en la vida de la gente permanece árida y, en lugar oasis, crea otros desiertos.
Hay una segunda tentación, la de caer en una «fe de mapa». Podemos caminar con el pueblo de Dios, pero tenemos nuestra hoja de ruta, donde entra todo: sabemos dónde ir y cuánto tiempo se tarda; todos deben respetar nuestro ritmo y cualquier inconveniente nos molesta. Corremos el riesgo de hacernos como aquellos «muchos» del Evangelio, que pierden la paciencia y reprochan a Bartimeo. Poco antes habían reprendido a los niños (cf. 10,13), ahora al mendigo ciego: quien molesta o no tiene categoría, ha de ser excluido. Jesús, por el contrario, quiere incluir, especialmente a quienes están relegados al margen y le gritan. Estos, como Bartimeo, tienen fe, porque saberse necesitados de salvación es el mejor modo para encontrar a Jesús.
Y, al final, Bartimeo se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). No sólo recupera la vista, sino que se une a la comunidad de los que caminan con Jesús. Queridos hermanos sinodales, hemos caminado juntos. Les doy las gracias por el camino que hemos compartido con la mirada puesta en el Señor y en los hermanos, en busca de las sendas que el Evangelio indica a nuestro tiempo para anunciar el misterio de amor de la familia. Sigamos por el camino que el Señor desea. Pidámosle a él una mirada sana y salvada, que sabe difundir luz porque recuerda el esplendor que la ha iluminado. Sin dejarnos ofuscar nunca por el pesimismo y por el pecado, busquemos y veamos la gloria de Dios que resplandece en el hombre viviente.
Concelebraron con el Santo Padre, solamente los miembros del Sínodo: 71 cardenales, 7 patriarcas, 72 arzobispos y 107 obispos, y contó también con la música polifónica del coro pontificio de la Capilla Sixtina.
En el XXX domingo del tiempo ordinario el Papa y los celebrantes vistieron paramentos color verde, y en una de las columnas del dosel del Bernini se encontraba el cuadro de la Sagrada Familia que encabezó diversas ceremonias durante el camino sínodal.
En su homilía el Santo Padre señaló que las tres lecturas del día hablan de la misericordia de Dios. Y tomando la parábola del ciego Bartimeo que llama al Señor gritando, indica que muchos de los apóstoles eran sordos a sus gritos, y lo consideran molesto, tratan de seguir adelante ignorándolo. En cambio Jesús se inclina, le pregunta lo que parece obvio y lo cura.
Después de curarlo, el Señor le dice al hombre: "Tu fe te ha salvado". E indica que “es hermoso ver cómo Cristo admira la fe de Bartimeo”, confiando en él. “A ésto están llamados los discípulos de Jesús, también hoy, sobre todo hoy: poner al hombre en contacto con la misericordia compasiva que salva” dijo.
Advirtió también sobre a "espiritualidad del espejismo", porque podemos sin ver lo que realmente existe, sino lo que nos gustaría ver; siendo “capaces de construir visiones del mundo, pero no aceptamos lo que el Señor pone delante de los ojos”.
Y también del peligro de caminar con el pueblo de Dios, pero teniendo nuestro programa de marcha, donde se planeó todo: sabemos a dónde ir y cuánto tiempo debe pasar; todos deben respetar nuestros ritmos y cualquier inconveniente nos perturba”.
Concluyó agradeciendo a los padres sinodales por el camino recorrido “con la mirada fija en el Señor y los hermanos, en la búsqueda de senderos que el Evangelio indica a nuestro tiempo para anunciar el misterio de amor de la familia”.
La misa concluyó con el canto de la Salve Regina, con el Papa delante del cuadro de la Sagrada Familia.
Texto íntegro de la homilía de la Eucaristía:
Las tres lecturas de este domingo nos presentan la compasión de Dios, su paternidad, que se revela definitivamente en Jesús.
El profeta Jeremías, en pleno desastre nacional, mientras el pueblo estaba deportado por los enemigos, anuncia que «el Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel» (31,7). Y ¿por qué lo hizo? Porque él es Padre (cf. v. 9); y como el Padre cuida de sus hijos, los acompaña en el camino, sostiene a los «ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas» (31,8). Su paternidad les abre una vía accesible, una forma de consolación después de tantas lágrimas y tantas amarguras. Si el pueblo permanece fiel, si persevera en buscar a Dios incluso en una tierra extranjera, Dios cambiará su cautiverio en libertad, su soledad en comunión: lo que hoy siembra el pueblo con lágrimas, mañana lo cosechará con la alegría (cf. Sal 125,6 ).
Con el Salmo, también nosotros hemos expresado la alegría, que es fruto de la salvación del Señor: «La boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (v. 2). El creyente es una persona que ha experimentado la acción salvífica de Dios en la propia vida. Y nosotros, los pastores, hemos experimentado lo que significa sembrar con fatiga, a veces llorando, y alegrarnos por la gracia de una cosecha que siempre va más allá de nuestras fuerzas y de nuestras capacidades.
El pasaje de la Carta a los Hebreos nos ha presentado la compasión de Jesús. También él «está envuelto en debilidades» (5,2), para sentir compasión por quienes yacen en la ignorancia y en el error. Jesús es el Sumo Sacerdote grande, santo, inocente, pero al mismo tiempo es el Sumo Sacerdote que ha compartido nuestras debilidades y ha sido puesto a prueba en todo como nosotros, menos en el pecado (cf. 4,15). Por eso es el mediador de la nueva y definitiva alianza que nos da salvación.
El Evangelio de hoy nos remite directamente a la primera Lectura: así como el pueblo de Israel fue liberado gracias a la paternidad de Dios, también Bartimeo fue liberado gracias a la compasión de Jesús que acababa de salir de Jericó. A pesar de que apenas había emprendido el camino más importante, el que va hacia Jerusalén, se detiene para responder al grito de Bartimeo. Se deja interpelar por su petición, se deja implicar en su situación. No se contenta con darle limosna, sino que quiere encontrarlo personalmente. No le da indicaciones ni respuestas, pero hace una pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti»? (Mc 10,51). Podría parecer una petición inútil: ¿Qué puede desear un ciego si no es la vista? Sin embargo, con esta pregunta, hecha «de tú a tú», directa pero respetuosa, Jesús muestra que desea escuchar nuestras necesidades. Quiere un coloquio con cada uno de nosotros sobre la vida, las situaciones reales, que no excluya nada ante Dios. Después de la curación, el Señor dice a aquel hombre: «Tu fe te ha salvado» (v. 52). Es hermoso ver cómo Cristo admira la fe de Bartimeo, confiando en él. Él cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos.
Hay un detalle interesante. Jesús pide a sus discípulos que vayan y llamen a Bartimeo. Ellos se dirigen al ciego con dos expresiones, que sólo Jesús utiliza en el resto del Evangelio. Primero le dicen: «¡Ánimo!», una palabra que literalmente significa «ten confianza, anímate». En efecto, sólo el encuentro con Jesús da al hombre la fuerza para afrontar las situaciones más graves. La segunda expresión es «¡levántate!», como Jesús había dicho a tantos enfermos, llevándolos de la mano y curándolos. Los suyos no hacen más que repetir las palabras de alentadoras y liberadoras de Jesús, guiando hacia él directamente, sin sermones. Los discípulos de Jesús están llamados a esto, también hoy, especialmente hoy: a poner al hombre en contacto con la misericordia compasiva que salva. Cuando el grito de la humanidad, como el de Bartimeo, se repite aún más fuerte, no hay otra respuesta que hacer nuestras las palabras de Jesús y sobre todo imitar su corazón. Las situaciones de miseria y de conflicto son para Dios ocasiones de misericordia. Hoy es tiempo de misericordia.
Pero hay algunas tentaciones para los que siguen a Jesús. El Evangelio de hoy destaca al menos dos. Ninguno de los discípulos se para, como hace Jesús. Siguen caminando, pasan de largo como si nada hubiera sucedido. Si Bartimeo era ciego, ellos son sordos: aquel problema no es problema suyo. Este puede ser nuestro riesgo: ante continuos apuros, es mejor seguir adelante, sin preocuparse. De esta manera, estamos con Jesús como aquellos discípulos, pero no pensamos como Jesús. Se está en su grupo, pero se pierde la apertura del corazón, se pierde la maravilla, la gratitud y el entusiasmo, y se corre el peligro de convertirse en «habituales de la gracia». Podemos hablar de él y trabajar para él, pero vivir lejos de su corazón, que está orientado a quien está herido. Esta es la tentación: una «espiritualidad del espejismo». Podemos caminar a través de los desiertos de la humanidad sin ver lo que realmente hay, sino lo que a nosotros nos gustaría ver; somos capaces de construir visiones del mundo, pero no aceptamos lo que el Señor pone delante de nuestros ojos. Una fe que no sabe radicarse en la vida de la gente permanece árida y, en lugar oasis, crea otros desiertos.
Hay una segunda tentación, la de caer en una «fe de mapa». Podemos caminar con el pueblo de Dios, pero tenemos nuestra hoja de ruta, donde entra todo: sabemos dónde ir y cuánto tiempo se tarda; todos deben respetar nuestro ritmo y cualquier inconveniente nos molesta. Corremos el riesgo de hacernos como aquellos «muchos» del Evangelio, que pierden la paciencia y reprochan a Bartimeo. Poco antes habían reprendido a los niños (cf. 10,13), ahora al mendigo ciego: quien molesta o no tiene categoría, ha de ser excluido. Jesús, por el contrario, quiere incluir, especialmente a quienes están relegados al margen y le gritan. Estos, como Bartimeo, tienen fe, porque saberse necesitados de salvación es el mejor modo para encontrar a Jesús.
Y, al final, Bartimeo se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). No sólo recupera la vista, sino que se une a la comunidad de los que caminan con Jesús. Queridos hermanos sinodales, hemos caminado juntos. Les doy las gracias por el camino que hemos compartido con la mirada puesta en el Señor y en los hermanos, en busca de las sendas que el Evangelio indica a nuestro tiempo para anunciar el misterio de amor de la familia. Sigamos por el camino que el Señor desea. Pidámosle a él una mirada sana y salvada, que sabe difundir luz porque recuerda el esplendor que la ha iluminado. Sin dejarnos ofuscar nunca por el pesimismo y por el pecado, busquemos y veamos la gloria de Dios que resplandece en el hombre viviente.
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