Miles de personas rezan en la plaza de San Pedro junto al Papa por el Sínodo de la Familia
En la plaza de San Pedro se realizó este sábado con la alegría de una fiesta, la vigilia de oración convocada para rezar por el Sínodo de la Familia, y que contó con la presencia del papa Francisco.
Cantos, aplausos, y diversas persona, jóvenes, ancianos, de media edad, dieron su testimonio sobre la familia, sus experiencias, o su conversión.
Ente ellos una pareja de jóvenes, ella italiana, él cubano, refirieron que “en el encuentro las diferencias nos obligan a abatir nuestros muros”.
También un matrimonio relativamente joven próximos a celebrar los 25 años de su boda, dio su testimonio, y hablaron de la importancia de lograr momentos de oración, mismo en la vida cotidiana. Sus hijos se presentaron: Emanuel de 23 años, indicó su experiencia y dificultades de estudio y trabajo; Martina de 21 años se presentó con su novio Sandro y contó del itinerario que iniciarán este año hacia el matrimonio. Y su hija de 17 mencionó a su otro hermano que estudiaba en Australia.
Habló además un matrimonio que recordó las dificultades cuando la enfermedad visita la familia, y al mismo tiempo de la experiencia de fraternidad en los momentos difíciles.
Otro matrimonio, más anciano, casados hace 35 años, acompañados por hijos y nietos, contaron algunas dificultades, de una enfermedad rara en ella y con un hijo en una silla de ruedas. Y que en las dificultades la señora una vez reprendió a Jesús por permitir la enfermedad. Añadió que en cambio hoy le es clara la visión sobre la vida eterna y la misericordia de Dios, mismo tenga que morir.
El cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, recibió al papa Francisco, y en sus palabras señaló la importancia del Sínodo y le pidió su bendición. El Santo Padre rezó y bendijo una lámpara de aceite, símbolo de la construcción de un mundo de amor, la cual fue puesta a los pies del cuadro de la Sagrada Familia que presidía la vigilia.
“Queridas familias, buenas tardes. ¿Vale la pena encender una pequeña vela en la oscuridad que nos rodea?” interrogó el Papa a los presentes refiriéndose a las velas que se encendían mientras iniciaba a oscurecer. “¿No se necesitaría algo más para disipar la oscuridad? Pero, ¿se pueden vencer las tinieblas?”.
Y delante “de la tentación de echarse para atrás”, el Santo Padre ha ilustrado la experiencia del profeta Elías: “La gracia de Dios no levanta la voz, es un rumor que llega a cuantos están dispuestos a escuchar la suave brisa: los exhorta a salir, a regresar al mundo, a ser testigos del amor de Dios por el hombre, para que el mundo crea...”.
Recordó que el año pasado “en esta misma plaza, invocábamos al Espíritu Santo” pidiendo que ilumine a los Padres sinodales y “esta noche, nuestra oración no puede ser diferente”.
Delante de los presentes que le seguían con gran atención, el Papa citó al patriarca Atenágoras, que decía: “Sin el Espíritu Santo, Dios resulta lejano, Cristo permanece en el pasado, la Iglesia se convierte en una simple organización, la autoridad se transforma en dominio, la misión en propaganda, el culto en evocación y el actuar de los cristianos en una moral de esclavos”.
Y así pidió oraciones para que el sínodo que se abre este domingo “sepa reorientar la experiencia conyugal y familiar hacia una imagen plena del hombre” así como “abrazar las situaciones de vulnerabilidad”.
Y que “los Padres sepan sacar del tesoro de la tradición viva, palabras de consuelo y orientaciones esperanzadoras para las familias, que están llamadas en este tiempo a construir el futuro de la comunidad eclesial y de la ciudad del hombre”. E invitó así a cada familia a ser “siempre una luz, por más débil que sea, en medio de la oscuridad del mundo”.
Francisco, tras recordad a Charles de Foucauld que como pocos intuyó “el alcance de la espiritualidad que emana de Nazaret” señaló que “la familia es lugar de santidad evangélica, llevada a cabo en las condiciones más ordinarias”, donde “se ahondan las raíces que permiten ir más lejos”, el lugar “de gratuidad, de presencia discreta, fraterna, solidaria, que nos enseña a salir de nosotros mismos para acoger al otro, a perdonar y ser perdonados”.
Deseó así que el Sínodo “más que hablar sobre la familia, sepa aprender de ella”, dijo, no obstante las muchas “penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar”.
Al concluir invitó a encontrar una Iglesia “que es madre, capaz de engendrar la vida y atenta a comunicar continuamente la vida, a acompañar con dedicación, ternura y fuerza moral”, y señaló que una Iglesia “que es familia sabe presentarse con la proximidad y el amor de un padre, que vive la responsabilidad del custodio, que protege sin reemplazar, que corrige sin humillar, que educa con el ejemplo y la paciencia. A veces, con el simple silencio de una espera orante y abierta”.
Y que sea “de hijos, que se reconocen hermanos”, y que “nunca llega a considerar al otro sólo como un peso, un problema, un coste, una preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un don, que sigue siéndolo aunque recorra caminos diferentes”.
Porque "la Iglesia es una casa abierta, lejos de grandezas exteriores, acogedora en el estilo sobrio de sus miembros y, precisamente por ello, accesible a la esperanza de paz que hay dentro de cada hombre, incluidos aquellos que –probados por la vida– tienen el corazón lacerado y dolorido".
Tras cantar el Padre Nuestro, el Santo Padre impartió su bendición.
A continuación el texto completo del Santo Padre:
Queridas familias, buenas tardes.
¿Vale la pena encender una pequeña vela en la oscuridad que nos rodea? ¿No se necesitaría algo más para disipar la oscuridad? Pero, ¿se pueden vencer las tinieblas?
En ciertas épocas de la vida –de esta vida llena de recursos estupendos–, preguntas como esta se imponen con apremio. Frente a las exigencias de la existencia, existe la tentación de echarse para atrás, de desertar y encerrarse, a lo mejor en nombre de la prudencia y del realismo, escapando así de la responsabilidad de cumplir a fondo el propio deber.
¿Recuerdan la experiencia de Elías? El cálculo humano le causa al profeta un miedo que lo empuja a buscar refugio. «Entonces Elías tuvo miedo, se levantó y se fue para poner a salvo su vida [...] Caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Allí se introdujo en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor preguntando: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (1 R 19,3.8-9). Luego, en el Horeb, la respuesta no la encontrará en el viento impetuoso que sacude las rocas, ni en el terremoto, ni tampoco en el fuego. La gracia de Dios no levanta la voz, es un rumor que llega a cuantos están dispuestos a escuchar la suave brisa: los exhorta a salir, a regresar al mundo, a ser testigos del amor de Dios por el hombre, para que el mundo crea...
Con este espíritu, hace precisamente un año, en esta misma plaza, invocábamos al Espíritu Santo pidiéndole que los Padres sinodales –al poner atención en el tema de la familia – supieran escuchar y confrontarse teniendo fija la mirada en Jesús, Palabra última del Padre y criterio de interpretación de la realidad.
Esta noche, nuestra oración no puede ser diferente. Pues, como recordaba el Patriarca Atenágoras, sin el Espíritu Santo, Dios resulta lejano, Cristo permanece en el pasado, la Iglesia se convierte en una simple organización, la autoridad se transforma en dominio, la misión en propaganda, el culto en evocación y el actuar de los cristianos en una moral de esclavos.
Oremos, pues, para que el Sínodo que se abre mañana sepa reorientar la experiencia conyugal y familiar hacia una imagen plena del hombre; que sepa reconocer, valorizar y proponer todo lo bello, bueno y santo que hay en ella; abrazar las situaciones de vulnerabilidad que la ponen a prueba: la pobreza, la guerra, la enfermedad, el luto, las relaciones laceradas y deshilachadas de las que brotan dificultades, resentimientos y rupturas; que recuerde a estas familias, y a todas las familias, que el Evangelio sigue siendo la «buena noticia» desde la que se puede comenzar de nuevo. Que los Padres sepan sacar del tesoro de la tradición viva palabras de consuelo y orientaciones esperanzadoras para las familias, que están llamadas en este tiempo a construir el futuro de la comunidad eclesial y de la ciudad del hombre.
Cada familia es siempre una luz, por más débil que sea, en medio de la oscuridad del mundo. La andadura misma de Jesús entre los hombres toma forma en el seno de una familia, en la cual permaneció treinta años. Una familia como tantas otras, asentada en una aldea insignificante de la periferia del Imperio.
Charles de Foucauld intuyó, quizás como pocos, el alcance de la espiritualidad que emana de Nazaret. Este gran explorador abandonó muy pronto la carrera militar fascinado por el misterio de la Sagrada Familia, por la relación cotidiana de Jesús con sus padres y sus vecinos, por el trabajo silencioso, por la oración humilde. Contemplando a la Familia de Nazaret, el hermano Charles se percató de la esterilidad del afán por las riquezas y el poder; con el apostolado de la bondad se hizo todo para todos; atraído por la vida eremítica, entendió que no se crece en el amor de Dios evitando la servidumbre de las relaciones humanas, porque amando a los otros es como se aprende a amar a Dios; inclinándose al prójimo es como nos elevamos hacia Dios. A través de la cercanía fraterna y solidaria a los más pobres y abandonados entendió que, a fin de cuentas, son precisamente ellos los que nos evangelizan, ayudándonos a crecer en humanidad.
Para entender hoy a la familia, entremos también nosotros –como Charles de Foucauld – en el misterio de la Familia de Nazaret, en su vida escondida, cotidiana y ordinaria, como es la vida de la mayor parte de nuestras familias, con sus penas y sus sencillas alegrías; vida entretejida de paciencia serena en las contrariedades, de respeto por la situación de cada uno, de esa humildad que libera y florece en el servicio; vida de fraternidad que brota del sentirse parte de un único cuerpo.
La familia es lugar de santidad evangélica, llevada a cabo en las condiciones más ordinarias. En ella se respira la memoria de las generaciones y se ahondan las raíces que permiten ir más lejos. Es el lugar de discernimiento, donde se nos educa para descubrir el plan de Dios para nuestra vida y saber acogerlo con confianza. La familia es lugar de gratuidad, de presencia discreta, fraterna, solidaria, que nos enseña a salir de nosotros mismos para acoger al otro, a perdonar y ser perdonados.
Volvamos a Nazaret para que sea un Sínodo que, más que hablar sobre la familia, sepa aprender de ella, en la disponibilidad a reconocer siempre su dignidad, su consistencia y su valor, no obstante las muchas penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar. En la «Galilea de los gentiles» de nuestro tiempo encontraremos de nuevo la consistencia de una Iglesia que es madre, capaz de engendrar la vida y atenta a comunicar continuamente la vida, a acompañar con dedicación, ternura y fuerza moral. Porque si no somos capaces de unir la compasión a la justicia, terminamos siendo seres inútilmente severos y profundamente injustos.
Una Iglesia que es familia sabe presentarse con la proximidad y el amor de un padre, que vive la responsabilidad del custodio, que protege sin reemplazar, que corrige sin humillar, que educa con el ejemplo y la paciencia. A veces, con el simple silencio de una espera orante y abierta.
Una Iglesia sobre todo de hijos, que se reconocen hermanos, nunca llega a considerar al otro sólo como un peso, un problema, un coste, una preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un don, que sigue siéndolo aunque recorra caminos diferentes.
La Iglesia es una casa abierta, lejos de grandezas exteriores, acogedora en el estilo sobrio de sus miembros y, precisamente por ello, accesible a la esperanza de paz que hay dentro de cada hombre, incluidos aquellos que –probados por la vida– tienen el corazón lacerado y dolorido.
Esta Iglesia puede verdaderamente iluminar la noche del hombre, indicarle con credibilidad la meta y compartir su camino, sencillamente porque ella es la primera que vive la experiencia de ser incesantemente renovada en el corazón misericordioso del Padre.