Lleno del Espíritu Santo, para anunciar el Evangelio a los pobres
Jesús inicia su ministerio público con el bautismo en el Jordán, donde ha sido empapado del Espíritu Santo, del amor del Padre: “Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco” (Lc 3, 22), transmitiendo a las aguas el poder de santificar con el Espíritu Santo a todo el que se sumerja en el bautismo, y hacerle hijo amado del Padre. Acabado el bautismo en el Jordán, Jesús fue al desierto para luchar cuerpo a cuerpo con Satanás y vencerlo. Pero sobre esto volveremos en cuaresma.
Ahora, en el evangelio de este domingo, Jesús inicia su ministerio público yendo a su pueblo, a la sinagoga de Nazaret, donde había vivido su vida de familia durante bastantes años y era conocido como “el hijo de José” (Lc 4, 22), “el hijo del carpintero” (Mt 13, 55). Y, tomando el libro del profeta Isaías, leyó el pasaje mesiánico del Espíritu que vendrá sobre el Mesías y lo empapará con la unción del Espíritu para enviarlo a dar la buena noticia a los pobres. “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 21), concluye Jesús. De esta manera, Jesus hace su propia presentación en su pueblo, donde todos le conocen desde niño.
Jesús es el Mesías y sabe que lo es. Jesús es el Hijo de Dios, sabe que es Dios y habla continuamente de ello. Su presentación en público lo manifiesta abiertamente y sus oyentes lo entienden a la primera, porque se extrañan de esta pública autoconfesión y quieren despeñarlo como a un blasfemo. Jesús se escabulle y sale ileso del apuro en esta ocasión.
El bautismo del Jordán lo ha empapado de Espíritu Santo, lo ha envuelto en el amor del Padre. El Espíritu Santo ha tocado la carne de Cristo y la ha capacitado para la gloria. Y lleno del Espíritu Santo, Jesús señala su programa misionero. Ha venido para darnos la libertad. Ha venido para hacernos partícipes de su filiación divina. Ha venido para anunciar a los pobres la salvación. Ha venido para ser el año de gracia del Señor para todos, para ser la misericordia de Dios con los pecadores.
La libertad cristiana no es el libertinaje de hacer cada uno lo que quiera. “Para vivir en libertad, Cristo os ha liberado” (Ga 5, 1). Cristo nos libra del pecado, la peor de las esclavitudes. Cristo rompe las cadenas de nuestros vicios, de todos nuestros egoísmos. Cristo nos hace hijos de Dios. Esta es una gran liberación.
Jesucristo realiza su misión acogiendo a los pobres y a los enfermos, y envía a su Iglesia a prolongar su misma misión. Cuántos hombres y mujeres han sido a lo largo de la historia prolongación de este Jesús buen samaritano, que se acerca al desvalido, al despojado, al descartado y lo levanta de su postración devolviéndole la dignidad perdida: hombres y mujeres, niños y adultos, víctimas de la injusticia y del abuso de los demás. La tarea de la Iglesia no es un programa de promoción sin más, no es un proyecto anónimo. La tarea de la Iglesia tiene siempre presente el rostro de Jesús que se refleja en el rostro de los desfavorecidos. Es una tarea personal, de persona a persona. Nunca es un programa en el que sólo cuentan los números o la cuenta de resultados.
He aquí la principal revolución que ha movido la historia, la revolución del amor. Para eso ha venido Jesucristo. El anuncio de la salvación a los pobres no significa la exclusión de nadie, la opción preferencial por los pobres no es exclusiva ni excluyente. La opción por los pobres es la opción por la persona, sin que ninguna barrera social o cultural nos detenga. Allí donde parece que ya no hay nada que hacer, porque el sujeto está deconstruido, o incluso destruido casi totalmente, allí se dirige con preferencia la acción sanadora y santificadora de Jesús y de la Iglesia. Donde parece que no hay nada que hacer humanamente, es donde está todo por hacer, es donde puede lucirse mejor el amor De Dios. Ese es el lugar preferente de la misión De la Iglesia, como nos ha enseñado Jesús.
La Iglesia que Jesucristo ha fundado no está llamada a resolver todos los problemas de nuestro tiempo, pero sí está llamada a expresar con signos la presencia salvadora de Jesús. Y un signo elocuente es la atención a los pobres, en todas las épocas, pero especialmente hoy. Llevar el Evangelio a los pobres, traer a los pobres al centro de la Iglesia, dejar que los pobres nos evangelicen. Esta es la misión de la Iglesia, que tiene que revisar continuamente. Este es el signo de que el Reino de Dios está en medio de nosotros. Y para eso debemos dejar que el Espíritu Santo nos unja y nos empape hoy, para prolongar la misión de Jesús.
Publicado en el portal de la diócesis de Córdoba.
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