Tiempo de valientes
El principal problema que tiene la Iglesia hoy por hoy es la Iglesia misma. Si el grano de trigo no muere en la tierra es imposible que nazca fruto. El futuro de esta institución heredera del mensaje de Jesucristo pasa por volver a sus raíces y purgar sus males, donde los haya.
Es sorprendente la celeridad con la que una reducida secta de judíos nazarenos se fue propagando en el seno del Imperio Romano, hasta convertirse en la religión oficial a finales del siglo IV de la mano de Teodosio. Un grupúsculo de fanáticos fue multiplicando sus adeptos irradiando maneras y costumbres que acabaron por convencer a un pueblo colmado de diferentes deidades tradicionales y extranjeras, desbordado por un politeísmo que carecía de algo indispensable para ellos: la autenticidad y la coherencia.
Seríamos muy soberbios – más bien, cándidos e ignorantes – si nos creyésemos humanamente superiores a aquellos hombres y mujeres romanos de diferente clase social, pertenencia geográfica y cultural. Entre ellos y nosotros no hay tantas diferencias. Solo el conocimiento de muchos medios técnicos y científicos que a la mayoría se nos escapa, y que por tanto, simplemente asimilamos su uso sin apenas sospechar los detalles que permiten que existan. Creo que cualquier esclavo romano con una mínima explicación sería capaz de adaptarse al uso del teléfono móvil, y no sé si nosotros seríamos capaces de algo semejante con cualquiera de las incomodidades que ellos sufrían por falta de experiencia – o de siglos, diría yo -.
¿Qué quiero decir con esto? Evidentemente, ustedes ya lo comprenden perfectamente. Nuestros resortes vitales, nuestras necesidades afectivas, nuestro anhelo de trascendencia no dista mucho del de ellos. A veces se nos olvida. La autenticidad y coherencia que observaron en aquel rosario de fieles nazarenos fue determinante para cambiar sus perspectivas. Así, al comienzo simplemente fueron una secta judía, pero con el tiempo la sangre de estos pequeños mártires cotidianos – la mayoría de ellos hoy anónimos para nosotros – se fue convirtiendo en semilla de nuevas conversiones. Entonces comenzarían a multiplicarse y a ser llamados cristianos.
Nuestras raíces romanas admiraron y odiaron en ellos su estilo de vida, su fe auténtica, su esperanza sincera en la otra vida. No fue solo su resistencia ante los sacrificios de las crucifixiones, los suplicios y torturas. No fue solo esto lo que admiraron. Los romanos no pudieron resistirse a su coherencia – no quiero idealizar sobre esto, porque evidentemente hubo de todo, pero fue lo que abundó – y sospecharon que aquellos seguidores de un tal hebreo llamado Yeshúa, crucificado a comienzos del siglo I, habían encontrado un tesoro que ellos todavía estaban muy lejos de hallar. Sus vidas insulsas, sacrificadas y a veces difíciles necesitaban de algo semejante. Algo que no podía extirpar ni el emperador ni nadie, porque sus fuerzas no eran humanas.
Las palabras de Benedicto XVI en Lisboa, informales - ¡cómo le gusta hablar en los aviones! -, pero claras y rotundas, me han hecho interpelar una vez más. El Papa apuntó que las dificultades de la Iglesia no vienen esencialmente de fuera, sino de dentro. ¿Es que acaso los cristianos, en su gran mayoría, somos para los demás como aquellas primitivas comunidades cristianas? Es que acaso estamos siendo referentes para los demás cada uno desde nuestras vidas.
Yo creo que, en general, la respuesta es obvia.
La Iglesia ha ido avanzando a lo largo de los siglos, adaptándose a sus circunstancias y creciendo de una manera incomparable con la población de las comunidades primitivas. Las realidades son diferentes, y es obligación de esta estructura religiosa el ir adaptándose a los nuevos tiempos. Sin embargo, hay algo que jamás debe olvidar: ¿qué es lo que movía a aquellos primitivos cristianos? ¿Qué es lo que daba sentido a sus vidas? Y esto es muy fácil y complicado a la vez: su fe – alimentada por la oración -, su esperanza y los frutos de la caridad. Ni las condiciones más adversas podían contra esto. La fuerza del Espíritu estaba dentro de la Iglesia, de la mayoría de la Iglesia.
Permítanme que les diga que hoy por hoy nos hemos descafeinado. No hace falta señalar a los demás. Simplemente debemos mirarnos nosotros mismos. En general, a la Iglesia le falta autenticidad. Algunas personas lo llaman radicalidad, pero a mí este término no me parece conveniente. Lo que sí me parece conveniente es el compromiso verdadero de aquellos que siguen la estela de los nazarenos, tantos y tantos cristianos que se entregan y son semillas para el mundo. ¡Y de estos hay muchos! ¡Claro que sí! Ahí tenemos la Iglesia China – no la del Estado, sino la católica – con obispos enterrados en prisiones aisladas y sacerdotes y creyentes en campos de trabajos forzados. Pero también creo que no son la mayoría
El principal problema que tiene la Iglesia hoy por hoy es la Iglesia misma. Si el grano de trigo no muere en la tierra es imposible que nazca fruto. El futuro de esta institución heredera del mensaje de Jesucristo pasa por volver a sus raíces y purgar sus males, donde los haya.
Creo que es tiempo de revisión auténtica, de fe y de compromiso. Pero nada cambiará si no comenzamos primero a cambiar nosotros mismos.
Otros artículos del autor
- El GPS educativo
- La encrucijada de la escuela pública
- Indignados en la puerta del Sol
- El aborto, el feminismo y la intolerancia de siempre
- Steve Jobs frente al espejo
- Mourinho, ese hombre de buena fe
- El suicidio
- La educación sexual y las injerencias religiosas
- La clase de Religión, la última de las Marías
- La lotería