Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Fe, no-fe y sociedad


por Pedro Trevijano

Opinión

Entre los milagros de Jesús en los evangelios hay varios casos de curación de ciegos, porque a Jesús, aunque le interesan nuestras miserias materiales y procura remediarlas, la interesa mucho más la curación espiritual que supone la luz de la fe. No es raro, como nos muestran Mt 20,34, Mc 10,52 y Lc 18,43, que ambas curaciones vayan unidas.

La fe es la respuesta del hombre a Dios que se nos revela y nos da una luz que nos manifiesta cuál es el sentido de nuestra existencia. El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre y sólo en Dios encontrará el ser humano la verdad y la dicha que busca. Por ello, como dijo San Agustín: “Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti”. A la existencia de Dios el hombre llegó de inmediato, y aunque haya adoptado múltiples formas la dimensión religiosa, es una dimensión connatural al hombre y, a pesar de las ambigüedades que con frecuencia se ha revestido, esta búsqueda ha sido tan universal que podemos decir del hombre que es un ser religioso (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 28).

Pero aunque Dios nos ama infinitamente, nos ha creado como seres libres, y quiere que le amemos libremente, no quiere imponernos su amor, pretende que seamos sus hijos, no sus esclavos. Dios nos quiere fieles al Bien, pero respeta nuestra libertad, incluso cuando la empleamos para hacer el mal. Ahora bien, hoy, en nuestra sociedad, muchos rechazan de forma expresa y explícita a Dios. Algunos Le niegan expresamente, mientras otros afirman que nada puede decirse de Él. Alegan que las ciencias no pueden demostrarnos su existencia, o bien rechazan la Verdad Absoluta, o hacen de Él una caricatura que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio, o carecen de inquietud religiosa, o le rechazan por la existencia del mal en el mundo, o siguen a valores que actúan como sucedáneos de Dios.

El problema es patente en la vida pública, donde la mayor parte de los partidos y parlamentarios no sólo no tienen en cuenta a Dios en su actuación política, sino que tratan de imponernos una legislación al servicio de valores profundamente negativos en el campo no sólo religioso, sino incluso en lo humano y en lo científico.

Ahora bien, si nos fijamos, la raíz del problema está, aunque también en la vida pública, sobre todo en la vida familiar, sin olvidar el enorme influjo de las nuevas formas de comunicación digital. Es evidente que en muchas partes de Occidente el cristianismo no está de moda. A ello contribuye notablemente el abandono de las prácticas religiosas y de los valores cristianos, muy frecuente especialmente en las generaciones que tienen hijos adolescentes. Con frecuencia me encuentro con muchos padres y madres, ya mayores, que han intentado educar cristianamente a sus hijos, pero ya no les hacen caso y han abandonado toda práctica religiosa. Esos hijos conservan todavía bastantes valores humanos, pero ya no transmiten los valores religiosos a sus hijos y mucho me temo que tampoco logren transmitir los valores simplemente humanos. El ateísmo no resuelve nada, ni nos da paz ni serenidad interior. Sin una motivación seria y profunda, sin fuerza de voluntad que se consigue con el esfuerzo y el sacrificio, con el prescindir de la ayuda de la gracia de Dios, con unos sistemas pedagógicos en lo que se va a lo fácil, en el disfrute inmediato de todo, mucho me temo que estamos educando no a personas sino a monigotes.

La carencia de fe tiene además otra consecuencia: todo termina con la muerte y en consecuencia el premio o castigo en el más allá son palabras que carecen de sentido, como sucede también con la propia vida, lo que provoca una ausencia de esperanza que provoca en muchos angustia y depresión. San Pablo lo expresa muy bien cuando nos dice: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Cor 15,32).

¿Cuál es el remedio? Para mí, está muy claro: lo específico del creyente es la esperanza, que hay que alimentar con la oración, la lectura y escucha de la Palabra de Dios y la vida sacramental, expresada sobre todo en los sacramentos de la Confesión y la Eucaristía.

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