Zapatero y la Ley Natural
La desafortunada frase del Señor Zapatero significa un no creer en la dignidad humana. El ser humano, por el hecho de serlo, tiene una serie de derechos intrínsecos propios de su naturaleza que los demás, incluido el Estado, deben respetar.
por Pedro Trevijano
No hace muchos días que conocí unas declaraciones del Señor Presidente del Gobierno sobre la Ley Natural, publicadas en la revista italiana Micromega el 2 de marzo del 2006. Dicen así: «La idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución. Una idea respetable, pero no deja ser un vestigio del pasado». Es indudable que un individuo que se permite estas frases es un individuo que carece de principios morales. Personalmente no puedo por menos de acordarme de la famosa frase de Groucho Marx en una de sus películas: «Estos son mis principios, pero no se preocupe, si no le gustan tengo otros».
La desafortunada frase del Señor Zapatero significa un no creer en la dignidad humana. El ser humano, por el hecho de serlo, tiene una serie de derechos intrínsecos propios de su naturaleza que los demás, incluido el Estado, deben respetar. La dignidad humana exige la fidelidad a unos principios fundamentales de la naturaleza, principios comprensibles por la razón. El considerar que estos derechos surgen de las leyes que se dan los hombres es una bofetada en toda su amplitud a los valores democráticos. Si a mí mis derechos no son propiamente míos, sino son una concesión del Estado, es indudable que el Estado puede en cualquier momento quitármelos. De ahí al totalitarismo no hay un paso, sino que ya estamos dentro del totalitarismo. El positivismo jurídico, es decir la concepción que hace derivar mis derechos de las leyes que se dan los hombres, deja al individuo sin defensa frente a los posibles abusos del Estado, abusos que, convertidos en trágica realidad, hicieron que las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial publicasen la Declaración de Derechos Humanos de 1948, para decirnos cuáles son los derechos del ser humano, que el Estado, los Estados, deben promover y practicar. «La Ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira» (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1954). Su fundamento indiscutible es la naturaleza humana, pero nuestro conocimiento de la naturaleza humana es progresivo y nos lleva al interrogante de qué es y cómo hay que concebirla. Lo que permite identificar al hombre ya desde la paleontología, son los signos de la creatividad, los descubrimientos, la ruptura con el orden establecido. Más que de datos la naturaleza humana se compone de potencialidades que permiten al hombre acceder a la reflexión, al trabajo creador, a la palabra que significa, a la relación interpersonal y a la moral, siendo estas características las que sitúan el comportamiento humano en distinto plano del animal. Decimos potencialidades porque el hombre irá alcanzando y desarrollando estas cosas sólo a través de un largo proceso de maduración individual y colectiva. El hombre es un ser esencialmente histórico que va construyendo a lo largo del tiempo nuevos modos de ser y por ello la moral debe ser fuente de renovación, poniendo el acento no tanto en la conservación de lo que existe, sino en la creación de lo que debe ser, en la promoción de los valores naturales de la humanidad del futuro.
Algunos de los grandes principios de la moral natural son efectivamente inmutables y eternos: generosidad, justicia, respeto de la dignidad humana, libertad, igualdad, fraternidad, sinceridad, honradez etc. Pero estos principios no bastan para definir la moral natural, que debe ser actualizada y concretizada. La igualdad humana es uno de los valores eternos: ¿pero basta la igualdad ante la ley, o se requiere además la igualdad de oportunidades o la igualdad de bienes? No es fácil contestar a estos interrogantes.
La moral dinámica es la única capaz de regular la conducta de los hombres aquí, ahora y en estas circunstancias. Este dinamismo de la moral obliga a los moralistas a rehacer y actualizar constantemente su concepción del ser humano, ya que lo propio de nuestro existir es por una parte someterse a nuestra naturaleza y por otra perfeccionar ésta por la razón y la libertad. La aplicación de la ciencia histórica a los problemas éticos nos permite afirmar que muchos juicios morales no dependían de principios absolutos, sino sólo de situaciones históricas concretas. Pensemos p. ej. en la cuestión de la esclavitud, o en el papel social de la mujer. Pero esta aceptación de la historicidad y la posibilidad de varios tratamientos de la ley natural no debe hacernos caer en un relativismo ilimitado, pues la persona debe descubrir lo que es bueno y malo, algo que no puede determinarse arbitrariamente.
Indudablemente siempre hay el peligro de errores, manipulaciones y falsas interpretaciones, pero este peligro de equivocarse existe en todos los sectores en los que el hombre quiere vivir con una cierta autenticidad, sin que por ello debamos renunciar a los valores eternos y a su realización de modo adecuado a nuestros tiempos y circunstancias. La misión primordial de la moral natural promocionando los valores hace que esta moral no sea un mero sociologismo, es decir hay cosas que aunque las hagan la mayoría siempre estarán mal p. ej. el adulterio o el aborto. La concepción dinámica de la naturaleza humana es la que mejor nos permite comprender la moral de Cristo. Cristo ha hecho algo más que restituir la moral natural a su primitiva dignidad, pues hasta su venida jamás los hombres habían vivido según la moral de las Bienaventuranzas. La moral de Cristo es verdaderamente una moral nueva, lo que no le impide ser una moral natural, e incluso serlo de modo eminente, pues mucho más que cualquier otra moral ha contribuido y seguirá contribuyendo al crecimiento de la humanidad.
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