Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Vivir la Santa Misa en la pantalla... durante el confinamiento y después


por Fernando Poyatos

Opinión

Desde que empezamos a acostumbrarnos a asistir virtualmente a la Misa diaria durante el confinamiento por la pandemia del coronavirus, me preocupaba la advertencia del Papa Francisco en su Misa del 17 de abril: que podríamos llegar a ver como normal «una vida cristiana sin comunidad, sin sacramentos, sin Iglesia», conformándonos con hacer una Comunión espiritual. Nos dijo también que así «estamos todos comunicados, pero no juntos, espiritualmente juntos», cuando «el ideal de la Iglesia es estar siempre con el pueblo y con los sacramentos».

De la experiencia en un primer plano televisivo y la interacción con el sacerdote a la adoración del Santísimo en nuestra casa

Efectivamente, corremos el peligro (según la formación de cada uno) de incluso haberle cogido indebido gusto a estas soluciones provisionales y luego recordarlo con nostalgia, sin reconocer que no estábamos física y presencialmente incorporados a la comunidad y, lo que es más grave, sin echarlo de menos demasiado.

Sin embargo, a pesar de las presentes limitaciones, y precisamente por ellas, sí que podemos mejorar en esta prolongada experiencia ciertos conceptos y prácticas para, no pudiendo reunirnos en una asamblea real, unirnos mejor espiritualmente si verdaderamente deseamos compartir en nuestros corazones esa retransmisión en directo de la Santa Misa, puesto que, precisamente por la comunión de los santos, los cristianos, vivos y muertos, compartimos un solo cuerpo místico con Cristo, su cabeza. Y esto es una realidad que, antes de presenciar virtualmente cada celebración real —ofreciéndole al Padre el sacrificio de nuestro inevitable ayuno eucarístico—, debemos pedir la ayuda del Espíritu Santo para enfrentarnos mejor con ese «misterio de presencia, por medio del cual se realiza de forma suprema la promesa de Jesús de permanecer con nosotros hasta el fin del mundo», como nos dijo San Juan Pablo II en Mane nobiscum Domine (16).

Y en cuanto a nuestra interacción con nuestros sacerdotes celebrantes, la retransmisión mediática nos da la oportunidad (en la medida en que ellos procuren formar a los fieles teológica y litúrgicamente) de mejorar nuestra actuación como co-celebrantes. Pero esto solo se logra cuando las cámaras son utilizadas sabiamente: si nos introducen debidamente en el presbiterio (lo que no hacemos en la iglesia, según donde nos pongamos), y si no dejan de mostrarnos cada acto litúrgico, sabiendo fijar nuestra atención, no en cosas que nos distraen inoportunamente (p. ej., durante la homilía, la preparación de las ofrendas, el lavabo), sino en las que quizá antes no sabíamos valorar.

Pero no dejemos de mencionar que el confinamiento por la pandemia ha supuesto para muchos católicos el feliz descubrimiento de experimentar la Presencia Eucarística de Cristo en la intimidad de su hogar a través de la tele o el ordenador. Los que tienen durante el año un turno en una capilla de Adoración han podido seguir haciéndolo en directo en la intimidad de capillas de diferentes lugares en distintos países, por ejemplo, en los dos conventos donde estuvo Santa Faustina Kowalska: el de Cracovia (en Google: “online transmission krakow”) y el de Vilnus (con otros, en “online perpetual eucharistic adoration vilnus”). Y esto ha aumentado para muchos el deseo de recogerse con Jesús Sacramentado en momentos que luego añadirán a su turno habitual, mientras que otros, que han aprendido en estas circunstancias a acercarse así a Él, podrán seguir haciéndolo.

Asistir a la Misa en casa, no verla

Pero, al ser interpelados por el Papa Francisco, y puesto que aún nos encontramos limitados a la ya habitual asistencia no presencial, sino virtual a través de nuestro televisor o de un ordenador, sigamos aprovechando esta experiencia (ahora y después de la pandemia) para examinar cómo hemos vivido así la Santa Misa y cómo, al terminar el confinamiento, habremos podido mejorar nuestra actitud y nuestro comportamiento tanto en casa como en la iglesia. Por supuesto, si comentamos al menos algunas de sus partes, veremos que la celebración eucarística es, o debe ser, una interacción espiritual y multisensorial en la cual la percepción por los sentidos es muy importante; aunque es cierto que pueden reducirla a un medio-asistir quienes en la iglesia se conforman con ponerse en lugares desde los cuales no pueden ver ni el altar ni al celebrante, tal vez solo el ambón, o ni eso. Por eso, comprendamos que, aunque estemos en nuestra casa (en la sala, en un dormitorio, en la cocina), debemos asistir a la Santa Misa, no ver la Misa.

El entorno casero y el entorno televisado

En primer lugar, consideremos el entorno televisado y nuestra relación espacial y sensorial con sus diversos componentes, que he estudiado en mi libro Comunicación no verbal y liturgia. Interacción personal y con el espacio en la celebración eucarística. Limitémonos a recordar la a veces indebida interacción con el entorno del templo a que nos obligan las cámaras cuando nos distraen de la celebración enseñándonos inoportunamente el retablo, las hermosa bóveda, cuadros o imágenes y, por supuesto, la asamblea de los fieles, si los hay. Esto último resulta adecuado para, por ejemplo, momentos antes de salir el celebrante sentirnos parte de la comunidad, pero no cuando lo repiten como si pretendieran familiarizarnos con las personas, volviendo a algunas de ellas, incluso incitándonos a observarlas individualmente con el zoom, algo no lejos de la invasión visual.

En cuanto a nosotros, los fieles en casa, se trata de adaptar nuestro entorno con el percibido más allá del marco de la pantalla a fin de identificarnos mejor con la celebración eucarística que presenciamos virtualmente. Para ello necesitamos: ubicar armónicamente nuestros asientos, considerándonos como unos fieles que forman una asamblea en casa; orientar la mirada hacia el sacerdote —que está allí, actuando in persona Christi— para dejarnos imbuir mejor de sus mismos sentimientos hacia el misterio eucarístico; y, sobre todo, reconocer la realidad del altar, que de pronto es como si lo tuviéramos en nuestra casa. Porque, «¿Qué es, en efecto, el altar de Cristo, sino la imagen del Cuerpo de Cristo?», decía San Ambrosio, confirmado por el Catecismo: «El altar representa el Cuerpo (de Cristo), y el Cuerpo de Cristo está sobre el altar» (1383).

Por tanto, nada será demasiado por nuestra parte para honrar debidamente ese altar. En nuestro caso, y en el de muchos, “asistimos a Misa” en la sala, donde nosotros tenemos un ordenador en la mesa de comedor (cubierta de un mantel blanco), flanqueado por dos velas y dos pequeños floreros, un crucifijo que cuelga de la lámpara y, detrás, una imagen de la Virgen de Fátima y otra del Corazón de Jesús. También, para no tener que imaginar la fragancia del incienso con que se nos inciensan en ciertas ocasiones desde el presbiterio, ponemos en la mesa un pequeño incensario con incienso litúrgico, símbolo de nuestra oración, que se eleva «como incienso en tu presencia» (Sal 141:2).

¿Y qué se pone uno para asistir a una celebración a través de la pantalla?

En cuanto a cómo nos vestimos para la Misa, si bien ciertas personas, por su estado de salud, es lógico que vayan incluso en pijama y bata (tal vez tengan que estar en la cama y tengamos que montar lo que podamos en su dormitorio), los demás debemos observar cierto recato y al menos no vestirnos como no saldríamos a la calle o iríamos de visita. Y, para Misa dominical y, por supuesto, en días especiales, como los que hemos pasado en confinamiento en 2020 (Domingo de Ramos y el Triduo Pascual), que nuestra indumentaria sea digna de tales celebraciones, pues obramos muy erróneamente si “nos ponemos de fiesta” por la gente que nos verá en la iglesia y no porque vamos a presentarnos ante nuestra Santísima Trinidad y, real o virtualmente, recibir a Cristo en persona.

El agua bendita en la casa: presencia y práctica del sacramental

La buena y muy antigua costumbre (desde el siglo X) de santiguarse con agua bendita al entrar en la iglesia cuando vamos a la Misa, es uno de los sacramentales de la Iglesia (hoy víctima del miedo a contagios) que podemos observar igual en casa cuando nos preparamos para ver la Santa Misa en la tele o en el ordenador; no, por supuesto, como un precipitado garabato, y pidiendo a nuestra Trinidad que nos purifique y libere de todo lo que podamos traer que, no siendo de Dios, pueda dañarnos y distraernos, a fin de que nos disponga para nuestra cita con Él. En cuanto a la aspersión con agua bendita en memoria del Bautismo (rito a la vez purificador y penitencial pidiéndole a Dios que renueve en nosotros aquellas gracias recibidas), la vemos en las misas dominicales televisadas durante el tiempo pascual; pero no tenemos por qué limitarnos a ser meros espectadores de este rito, puesto que podemos participar espiritualmente si con nuestra propia agua bendita nos santiguamos cuando vemos el hisopo dirigido hacia nosotros.

Puntualidad de asistencia

Por lo que respecta a la puntualidad en nuestra asistencia a la celebración (físicamente virtual, pero con una relación espiritual), una vez que vemos el interior del templo en la pantalla, quedémonos ya quietos cada uno en nuestro sitio; el teléfono, si no descolgado (para que registre las posibles llamadas), sin timbre, y nunca cometiendo la gran irreverencia de contestarlo (a menos que pueda ser una probable urgencia), y que nadie, excepto una persona enferma, siga tomando ni bebiendo nada, sino esperando a que salgan los celebrantes, no todavía por la casa: “Pon la tele, que ya estará la Misa”, “Que habrá empezado ya”, etc. No pocos fieles llegan habitual y hasta escandalosamente tarde a la iglesia (aunque antiguamente procuraran no perderse nada de aquel noticiario No-Do de los cines previo a la película), por no reconocer su posible gravedad e ignorar la importancia teológica de cuanto ocurre desde el saludo inicial del presidente.

¿Y qué posturas adoptamos los fieles asistiendo a la Santa Misa en nuestra casa?

Dice la Ordenación General del Misal Romano (OG): «La disposición de bancos y sillas… sea tal que los fieles puedan adoptar las distintas posturas recomendadas para los diversos momentos de la celebración» (311). Lo que en el caso de la Misa en casa significa que, según las posibilidades de cada circunstante, si estamos verdaderamente participando en la celebración (deseando estar espiritualmente unidos a los muchos que viven la misma situación), no adoptaremos en ningún momento posturas impropias de la iglesia (p. ej., con las piernas cruzados o estiradas), ni recostados en un sofá; y durante la consagración «estarán de rodillas» (OG 43) —excepto por razones lógicas que la Iglesia reconoce—, porque, como nos decía el entonces cardenal Ratzinger en El espíritu de la liturgia: «No cabe otra reacción posible que caer de rodillas... es el momento de la gran actio de Dios en el mundo, por nosotros». Efectivamente, por medio del sacerdote, que actúa in persona Christi, el pan y el vino van a convertirse en Cristo mismo, ante el cual «toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo» (Filipenses 2:10). Mejor aún, observando la buena costumbre de repetir en cada ostensión las palabras del apóstol Tomás al reconocer a Jesús resucitado: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20:28), recomendada por el Papa San Pío X.

Los silencios litúrgicos, vividos también en la casa

Asistiendo a la Misa transmitida por los medios, podemos acostumbrarnos aún mejor a reconocer el valor de ciertos silencios que se hacen en la celebración que no son meros vacíos o pausas, sino que están llenos en sí mismos de significado litúrgico. Unos son los silencios del sacerdote en sus oraciones secretas, que serían más beneficiosos, y no motivo de distracción o vacío, si tuviéramos la debida preparación litúrgica y supiéramos lo que el sacerdote está diciendo en cada una; y, por supuesto, si la cámara no nos desviara inoportunamente durante algunas de ellas (como podemos observar desde ahora) como si tuviera que proporcionarnos un breve descanso y hacernos ver otras cosas, interrumpiendo cada vez nuestra participación. Por ejemplo:

-antes de proclamar el Evangelio, inclinado hacia el altar: «Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente el Evangelio»;

-preparando las ofrendas: «El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana»;

-después de presentar las ofrendas: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro»;

-durante el lavabo: «Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado»;

-haciendo, antes de la Comunión, la inmixtión tras la fracción del pan (dejando caer en el vino un trocito de la Hostia consagrada: «El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna»;

-preparándose para comulgar: «Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa del alma y cuerpo y como remedio saludable» (u otra fórmula);

-comulgando: «El Cuerpo de Cristo/La sangre de Cristo me guarde para la vida eterna», que a veces dice audiblemente, haciendo que muchos se sientan obligados a decir “Amén”.

Otros son silencios compartidos por el sacerdote y los fieles:

-como inicio del acto penitencial, para hacer todos un breve examen de conciencia y poder purificarnos antes de proseguir, pero a menudo indebidamente reducido a un par de segundos;

-el de la primera parte de la oración colecta, cuando el sacerdote nos invita: «Oremos». «Todos, junto con el sacerdote, observan un breve silencio para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular interiormente sus súplicas» (OG 52), generalmente casi inexistente;

-en la preparación de las ofrendas, que, según nos aseguraba el cardenal Ratzinger, no debe ser para nosotros una mera espera o pausa vacía de significado —en la que podemos distraernos, mucho más en la Misa televisada si la cámara nos arranca una vez más de la presencia del sacerdote y del altar—, sino un silencio litúrgico «lleno de contenido», una «oración común» en que «el proceso exterior se corresponde con un proceso interior: la preparación de nosotros mismos» que nos prepare para el milagro de la transubstanciación;

-el silencio después de la Comunión, «sagrado silencio que se observa después de la Comunión» (OG 43), para que «alaben a Dios en su corazón y oren» (OG 45), no para mirar a los demás y distraerse, y sin que tengamos que oír demasiado pronto ese «Oremos» que nos saca de nuestro recogimiento; y no solo silencio, sino silencio y quietud, y, como decía el padre Aldazábal en un cursillo para sacerdotes: «Todos… deben quedarse quietos… callados, sin música ni cantos», como debemos comportarnos en casa después de haber hecho la Comunión espiritual, quitando el sonido a la retransmisión hasta que el sacerdote se levante para decir: «Oremos».

Algún rito más cuya técnica de retransmisión podría mejorar y favorecer nuestra participación desde casa

Por ejemplo, la preparación y la presentación de las ofrendas constituyen un doble rito muy importante, cuando el sacerdote, después de presentar a Dios Padre la forma sobre la patena, vuelve a la credencia (o al extremo del altar) y echa de las vinajeras al cáliz un poco de vino y unas gotas de agua para también presentarlo, porque «Siguiendo el ejemplo de Cristo, la Iglesia ha usado siempre pan y vino con agua para celebrar el banquete del Señor» (OG 319), recordándonos que del costado de Cristo fluyeron sangre y agua.

Pero necesitamos que la cámara nos permita observar todo esto atentamente, en lugar de volver a enseñarnos inoportunamente la iconografía, o las bóvedas, o una vidriera, o el cirio pascual. Seguro que a muchos fieles les vendría muy bien, pues en la iglesia muchos se saltan la preparación, haciendo un espacio para hablar, comentar algo o mirar a los demás, hasta que, después del lavabo, el «Orad, hermanos» del prefacio les hace volver a la celebración; una pena, ya que, aunque la presentación se haga a veces en silencio, no son momentos, como explicaba el cardenal Ratzinger, para convertirlos irreverentemente en mera espera o pausa vacía de significado, pues, es, como otros que hemos visto, un silencio litúrgico lleno de contenido, cuando nosotros mismos nos presentamos al Señor junto con esas ofrendas.

Y cuando a continuación se hace el lavabo, tampoco necesitamos en absoluto que la cámara nos anime la celebración llevándonos por el templo, o que enfoque solo el cáliz y la patena, sino dejarnos ver dónde está y qué hace el sacerdote y cómo lo hace, y pensar en su significado. Los antiguos sacerdotes judíos se lavaban las manos (Éxodo 30:17-21), y hoy nuestra Iglesia nos dice: «El sacerdote se lava las manos en el lado del altar. Con este rito del lavabo se expresa el deseo de purificación interior» (OG 76), es decir, preparándose para llevar a cabo con sus manos el milagro que se obrará en la consagración; por tanto, no hay razón para omitir este rito tan significativo, del cual el padre Aldazábal nos decía en su libro La Eucaristía, aludiendo al Salmo 26:6 («Lavo y purifico mis manos»), que es «un acto de humildad y de purificación por parte del presidente, que va a elevar las manos hacia el Padre y con ellas pedir la venida del Espíritu y luego tomar el cuerpo y sangre de Cristo para ofrecerlos a sus hermanos». Por eso dice mientras lo hace: «Lava del todo mi delito, Señor; limpia mi pecado», como el rey David: «Lávame a fondo de mi culpa y de mi pecado purifícame» (Salmo 51:4).

Poco después, tras la gloriosa alabanza del «Santo, Santo, Santo…» —que, tanto en la iglesia como en nuestra casa, debemos cantar o recitar con entusiasmo, no apagadamente, puesto que lo hacemos, como anuncia el sacerdote, «con los ángeles y arcángeles y con todos los coros celestiales» (¡que se nos note en la voz y en la cara!)—, llegamos a la consagración, cuando el sacerdote pronuncia las palabras que dijo Jesús en su última Cena y, una vez más en la historia de la Iglesia, por la acción del Espíritu Santo, se obra la transubstanciación, el milagro de la conversión del pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo (confirmada a través de los siglos en numerosos milagros eucarísticos). Pues bien, mientras el sacerdote, en un profundo silencio litúrgico, nos muestra la Hostia consagrada y luego el cáliz, como primer plano de la cámara, miremos ambos fijamente, ese Cuerpo y esa Sangre, como nos dice el cardenal Ratzinger, «en una contemplación que es, a la vez, agradecimiento, adoración y petición para nuestra transformación interior». Y también él nos recuerda: «Pío X fomentó la jaculatoria “Señor mío y Dios mío” durante las dos elevaciones, concediendo además una indulgencia con la condición de que “miraran a la hostia y al cáliz”»; por eso los sacerdotes concelebrantes «miran la hostia y el cáliz cuando el celebrante principal los muestra a los fieles y luego se inclinan profundamente» (OG 222).

Es el momento cumbre y más sublime de la Santa Misa, y un regalo de Dios el que hoy día podamos vivirlo a través de una pantalla, arrodillados en la intimidad de nuestra propia casa y recordando las palabras de Jesús: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mateo 28:20). En efecto, vivámoslo como el regalo que la humanidad jamás hubiera podido ni maginar, en confirmación de uno de los versículos más conocidos y memorizados de toda la Biblia: «Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3:16).

La Comunión espiritual

«Si los mundanos te preguntan por qué comulgas tan a menudo, respóndeles que es por aprender a amar a Dios, por purificarte de tus imperfecciones, por librarte de tus miserias, por consolarte en tus aflicciones, por fortificarte en tus flaquezas» (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, ii, xxi).

Asistiendo a la Misa desde nuestra casa, una vez que ha comulgado el sacerdote y se dispone a distribuir la Comunión a los fieles (si los hay), podemos nosotros hacer nuestra Comunión espiritual, suprimiendo cualquier comentario o música que hubiera en la retransmisión, hasta que se levante el sacerdote para darnos la bendición final y despedirnos, pues solo así conseguiremos ese debido «sagrado silencio que se observa después de la Comunión» (OG 43), ya aludido. El mismo Catecismo lo corrobora, puesto que «recibir la Eucaristía en la Comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús» (1391).

Recordemos también cómo Santa Teresa, a quien el Señor bendecía con visiones después de la Comunión, nos aconseja en Camino de perfección: «Procurad cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma, y miraros al corazón» (XXXIV.12). Así pues, si creemos que, aunque no podamos recibir a Cristo directamente, Él puede hacerse presente en nosotros, hagamos lo posible por recogernos en este silencio total en nuestra casa.

Como nos explicaba recientemente el teólogo padre Pablo Cervera: «La ausencia de sacramentos (signos sensibles portadores de la gracia) no significa ausencia de gracia», pues «La gracia no está sometida a los sacramentos» (Catecismo, 1275). Por eso, durante la pandemia, como en otras ocasiones en que nos es imposible comulgar (por estar en pecado mortal y no poder confesar, por no haber cumplido el ayuno prescrito, etc.), podemos recurrir a la Comunión espiritual, para lo cual la fórmula habitual es la oración que compuso San Alfonso María de Ligorio (1696-1787):

Creo, Jesús mío, que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del Altar. Te amo sobre todas las cosas y deseo recibirte en mi alma. Pero como ahora no puedo recibirte sacramentado, ven al menos espiritualmente a mi corazón [pausa de adoración]. Como si ya te hubiese recibido, te abrazo y me uno del todo a ti. No permitas, Señor, que jamás me separe de ti. Amén.

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