Frente a la gran repulsa
Esta operación requiere desgastar la figura del Papa, porque más allá de sus cualidades personales, representa de una forma misteriosa pero históricamente verificable la roca sobre la que se afirma el edificio entero
por José Luis Restán
Las últimas semanas nos han llevado a recordar aquella gran repulsa (de la que habla Von Balthasar en «El complejo antirromano») que hubo de padecer Pablo VI tras la publicación de la Humanae Vitae. Ahora ha sido Benedicto XVI (siempre Pedro, cabeza abajo en la cruz) quien ha sufrido las invectivas de dentro y de fuera, a cuenta de los casos de abusos sexuales vinculados a sacerdotes y religiosos.
«It´s Catholicism Itself, Stupid!» («Es el catolicismo, estúpido»), afirma ufano el articulista Michael Wolff, para dejarnos claro que aquí lo de menos es la defensa de las víctimas de abusos. De lo que se trata es de abatir el último factor histórico que se resiste a la gran homologación del nihilismo. Como ha retratado el director de Il Foglio, Giuliano Ferrara, con la acidez y la libertad que le caracterizan, estamos ante una vasta operación con la que «el siglo la circunda (a la Iglesia) con su vida banalmente erotizada... con el fin de desarraigar la tradición y la doctrina, demoler lo sagrado, introducir en ella una parodia de democracia secular e imponer la ideología del sexo seguro, del sexo gimnástico, del sexo como salud exenta de cualquier complicación de salvación». Y naturalmente, esta operación requiere desgastar la figura del Papa, porque más allá de sus cualidades personales, representa de una forma misteriosa pero históricamente verificable la roca sobre la que se afirma el edificio entero.
En esta semana la maquinaria de la Santa Sede ha debido aprender a marchas forzadas. Desmentidos, reconstrucción de hechos, aportación de documentos, respuestas on-line, monitorización de la prensa mundial desde Nueva York a Singapur. Una dosis notable de energía consumida en aclarar y responder punto por punto, sin atajos, a cada nueva realidad virtual diseñada desde algunos centros de poder. Había que hacerlo, y bien está. Pero Benedicto XVI sabe que no puede quedar prisionero de esta estrategia. En medio del vendaval él debe seguir guiando a su pueblo (un pueblo no pocas veces perplejo y asediado) y debe seguir dando voz al Acontecimiento cristiano ante el mundo, incluso ante esa parte del mundo que lo denigra y lo insulta con saña.
Y parte esencial de esa tarea consiste en juzgar los hechos que nos circundan (personales y sociales) a la luz del Evangelio vivido en la Iglesia. Una pieza maestra de ello ha sido la homilía del Domingo de Ramos ante más de 50.000 jóvenes de todo el mundo. El Papa ha hablado del seguimiento de Cristo como «una ascensión a la verdadera altura del ser humano», un camino interior (porque se refiere a la conciencia y al corazón) y exterior (porque pasa a través de las circunstancias concretas de la vida), que requiere como primer paso «volver a despertar la nostalgia por el auténtico ser humano».
Antes había recordado que «la persona puede escoger un camino cómodo y evitar todo cansancio; puede también descender hacia lo bajo, lo vulgar; puede hundirse en el lodo de la mentira y la deshonestidad». Palabras que incluyen también, sin duda, el horror y la vergüenza que la Iglesia toda sufre a causa de los pecados de sus hijos, y que el Papa ha querido cargar como un doloroso fardo a su espalda, con la Carta a los católicos de Irlanda.
Antes había recordado que «la persona puede escoger un camino cómodo y evitar todo cansancio; puede también descender hacia lo bajo, lo vulgar; puede hundirse en el lodo de la mentira y la deshonestidad». Palabras que incluyen también, sin duda, el horror y la vergüenza que la Iglesia toda sufre a causa de los pecados de sus hijos, y que el Papa ha querido cargar como un doloroso fardo a su espalda, con la Carta a los católicos de Irlanda.
Pero a la verdadera altura del ser humano sólo se llega de la mano de Cristo. «Él nos conduce a lo que es grande, puro, nos conduce al aire saludable de las alturas: a la vida según verdad; al coraje que no se deja intimidar por el cotilleo de las opiniones dominantes; a la paciencia que soporta y sostiene al otro... a la bondad que no se deja desarmar ni por la ingratitud... nos conduce a Dios». Ahí tenemos la respiración del alma de Benedicto XVI en estos días oscuros que anteceden a la Pascua de 2010. Me recuerda lo que escribía hace pocos días el P. Aldo Trento, misionero en Paraguay: «Si Cristo no está ya en el corazón de la vida, entonces cualquier perversión es posible».
Después el Papa habla de la Iglesia, la gran impugnada de estos días, «la extranjera» que diría el poeta T.S. Eliot. Porque el Dios único al que nos lleva Jesús se ha dado un nombre y ha tenido una historia con los hombres. Y por eso «caminar con Jesús es al mismo tiempo siempre un caminar en el “nosotros” de los que quieren seguirle... agruparse en la cordada, no romper la cuerda con la obstinación y la arrogancia... no comportarse como dueños de la Palabra de Dios, no correr tras una idea equivocada de emancipación».
Palabras transparentes para los autodenominados «católicos adultos», para los que han aprovechado el fango de estos días para intentar diseñar una iglesia a la medida de sus planes. A éstos les advierte que «la humildad del “ser-con” es esencial para el ascenso... que aceptemos la disciplina del ascenso, aunque estemos cansados».
Sí, también el Papa puede estar cansado y sin embargo debe ser el primero en aceptar esa disciplina en el ascenso, el primero en obedecer a la forma establecida por el Señor. Precisamente lo que le piden los poderes del mundo es que no obedezca, que sea «sensato» y se pliegue a los cantos de sirena del siglo (Ferrara dixit). Pero los ojos de Benedicto, algo más hundidos que de costumbre, no han perdido esa luz mansa y penetrante del que mira a Cristo en el gran río de la Iglesia. Ésa es su única fuerza que desarma a unos y a otros. «Seguir a Cristo presupone despertar la nostalgia por el auténtico ser humano, y así revivir en Dios».
*Publicado en Páginas DIgital.
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