La confesión de los pecados
El hombre que, en la fe, se sabe perdonado por Dios, gracias a ese perdón reconoce su pecado y es entonces cuando descubre que todo es gracia
por Pedro Trevijano
En este tiempo de Cuaresma, el tiempo penitencial por excelencia, la Iglesia nos recuerda que el sacramento de la Penitencia es uno de los siete sacramentos y por tanto uno de los lugares privilegiados para el encuentro con Dios y nos invita a acercarnos a este sacramento. El Concilio de Trento afirma: «Nadie puede saber con certeza de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la gracia de Dios» (Denzinger nº 802). Es decir no podemos tener sino una certeza moral de que estamos en gracia, convencimiento al que llegamos por algunos signos, entre el que el más claro es una buena confesión.
Ahora bien lo que mejor manifiesta nuestro arrepentimiento y conversión es la confesión, es decir nuestra acusación ante el sacerdote, si bien hay que tener cuidado que este acto difícil que debiera comprometerme profundamente no se transforme en una práctica superficial, sin verdadera repercusión. La confesión, con su poner a la luz el mal, nos lleva no sólo a purificarnos de él, sino también a una vida religiosa y moral fundada sobre bases sólidas, puesto que en ella nos apartamos del mal y sobre todo nos dirigimos hacia Dios, en ocasiones para recibir de Él nuevamente la gracia santificante y la filiación divina.
En nuestra fe, «el único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia» (Constitución Dogmática Lumen Gentium nº 14). Para el creyente, incluso la confesión de los pecados es un acto de fe, por lo que debe ser la expresión de una relación personal de amor con Cristo, rota por nuestros pecados, pero que queremos restablecerla convirtiéndonos a Dios. «Esta íntima conversión del corazón, que incluye la contrición del pecado y el propósito de una vida nueva, se expresa por la confesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida. Dios concede la remisión de los pecados por medio de la Iglesia, a través del ministerio de los sacerdotes» (Ritual de Penitencia nº 6. Madrid 19802). Confesarse es reconocer a la vez el amor de Dios y nuestro pecado.
«La confesión, por parte del penitente, exige la voluntad de abrir el corazón al ministro de Dios; y por parte del ministro, un juicio espiritual mediante el cual, como representante de Cristo y en virtud del poder de las llaves, pronuncia la sentencia de absolución o retención de los pecados (Denzinger nº 899)» (Ritual de Penitencia nº 6 b).
Confesarse libera, pero siempre que signifique un compromiso y se tenga la certeza del perdón. Es decir la confesión de las faltas no es algo independiente, sino que hay que situarlo en la dinámica del arrepentimiento y del perdón.
«La acusación de los pecados no se puede reducir a cualquier intento de autoliberación psicológica, aunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, lo cual es connatural al corazón humano; es un gesto litúrgico» (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II Reconciliatio et Paenitentia nº 31). La confesión no puede limitarse a la sola acusación, pues el penitente acepta abrir su corazón al ministro de Dios, confesando ambos juntos la bondad y misericordia de Dios. El hombre que, en la fe, se sabe perdonado por Dios, gracias a ese perdón reconoce su pecado y es entonces cuando descubre que todo es gracia, que Cristo está presente y actúa en él renovándole con su Espíritu y reconciliándole con su Iglesia, fundándose por tanto este sacramento en el amor incondicional que Dios nos tiene, pese a nuestras faltas.
La confesión es el medio por el que la Iglesia personaliza su palabra de reconciliación y el penitente asume e interioriza su pecado y su proceso de conversión. Con ella se expresa el encuentro del pecador con Dios misericordioso y se posibilita el «juicio espiritual» del ministro de la Iglesia. Cuando alguien ha pecado gravemente contra Dios y la Iglesia, no basta con reconocerse pecador, es preciso que se reconozca «este» pecador concreto, para que, como tal, pueda ser reconciliado.
Necesario en ciertos casos, útil en todos, el sacramento de la reconciliación es siempre una celebración en la que la Iglesia proclama su fe, y da gracias a Dios por la liberación del pecado. Confesarse es o debe ser mucho más una fiesta que una obligación, ya que significa integrar en un mismo acto, según la tradición más antigua de la Iglesia, confesión de fe, confesión de pecados y acción de gracias.
La confesión pertenece a la estructura esencial del sacramento de la Penitencia. Trento dijo que el sacerdote debe conocer los pecados del penitente a fin de poder intervenir adecuadamente y con equidad (Denzinger nº 899), es decir confesión y conversión son inseparables.
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